Ya no son la orden religiosa que solían ser; tampoco la más reconocible a primera vista. No mendigan más ni caminan con leprosos; tampoco la tonsura es de rigor, ni visten las típicas sandalias de varias tiras y el luto de las sotanas monacales que San Francisco de Asís impuso, aunque no fuera cura, y que los frailes porteños en general reservan para ocasiones especiales.
Sin embargo, el ranking mundial le otorga a la Orden Franciscana el segundo puesto por cantidad de miembros, 18.000. Para algunos mucho; para otros, no tanto, si se considera que convocados a un cónclave en la cancha de Boca Juniors, ocuparían menos de un tercio de la capacidad del estadio. La fe se retrae; la pasión pagana avanza.
Con todo, las estadísticas les son amables. Según Fray Marco Maroni, el Guardián que custodia el axis mundi franciscano en la iglesia de Asís, piedra fundamental y riñón histórico con ocho siglos de energía cristiana en potencia, hay una nueva fiebre franciscana.
El número de peregrinos mundiales pro franciscanos se acrecentó durante el año 2023 –sobre todo con aumento de mujeres tanto en arribos grupales (34,2 %) como solitarios (65,8 %).
Aventuras franciscanas
Algo que hubiera amado Francisco es que casi todos esos penitentes llegan a Asís a pie (96,48 %), mientras 3,13 % elige la bicicleta y, 0,21 %... ¡el caballo! Un medio de transporte que, como hijo de un burgués que se hizo rico vendiendo telas, no pudo evitar aunque después lo detestara.
Claro, 51% del turismo “franciscano” actual se compone de italianos compatriotas. ¿Pero por qué van? Por devoción. Porque Jorge Bergoglio eligió a Francisco para transitar su papado. Porque se inspiró en su Cántico de las criaturas (o Sermón del Sol y La Luna) para escribir su encíclica Laudato, sí, un llamado a poner “la casa en orden”, en un mundo en ruinas y una Iglesia que comenzaba a embarrarse.
Sí, sigue vivo aquello de que en un mundo ensangrentado, las esperanzas son el último bastión. Sólo al 2,83% de los turistas que pisan Asís los impulsa la curiosidad cultural que despiertan el Medioevo italiano y la bioepic del santo que Giotto reconstruyó en sus célebres frescos.
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“Yo creo que la cantidad creciente de peregrinos que llegan principalmente por motivos religiosos a la basílica y la cripta de San Francisco en Asís, responde a una necesidad profunda y auténtica; estar en contacto con la naturaleza, tener un día de intercambio simple y de compartir con los compañeros de viaje, renunciando al confort y las ventajas de un turismo tradicional”, leo que dice Marco Moroni a Zenit, el mundo visto desde Roma, el portal religioso abocado a contar cómo se percibe la vida desde las siete colinas de la Ciudad Eterna.
Mucho más romana que la Fontana di Trevi es la Curia General de la Orden Franciscana, que funciona en el Convento Santi XII Apostoli, sobre la Via santa Maria Mediatrice 25, fuera del Estado Vaticano…
Aventuras porteñas
Alguien desliza el pasador herrumbroso de la pesada reja doble de hierro del Convento Franciscano porteño y mis lecturas erráticas sobre la Orden, el muchachito de Asís y los frescos de Giotto imprevistamente se interrumpen con ese sonido de violines desafinados.
Sumida en mis reels de curiosidades franciscanas, no me había dado cuenta de que ya eran decenas los otros mendicantes que se fueron sentando a mi alrededor para ingresar al Buen Samaritano, la merienda-ducha-cena que los esperaba, como cada viernes. La casa invitaba.
Para todos ellos esa es “la mesaza”, mil veces más valiosa que para los vanidosos que añoran que suene el teléfono para sentarse con “la Chiqui”.
Cuando tras una espera interminable ya desaparecían mis esperanzas de ver a alguno de los ocho frailes que guarda la boca silenciosa del convento de 1583, súbitamente la sombra fresca del claustro centenario expulsó a un hermano franciscano, en ojotas hawaianas.
El fraile de la Primera Orden vestía la gruesa sotana de paño oscuro que me había resignado a no ver jamás. Interpreté su look reglamentario como señal de que la liturgia cocinaba algo muy especial para la jornada.
El religioso salió a toda prisa, pero Gustavo “Rin Tin Tin” Pepe, encargado de seguridad y veloz como un rayo olímpico, lo interceptó. Mientras cuchicheaban noté que un delantal negro de cocinero gourmet, con rayitas doradas descendentes, le cubría el regazo hasta las rodillas.
“Una periodista vino a conocer a los frailes”, escuché que le susurró Rin Tin Tin.
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“Bueno… ¿pero qué dice Fray Gerardo?”, fue el único segmento audible en idioma cordobés, antes de que el espectro franciscano desapareciera por el atrio del templo. Le faltaba algo para seguir preparando las viandas samaritanas de Los Sin Techo, y las ollas detenidas aguardaban al fraile de los mandados.
Pícaro, cuando regresó no volvió a ingresar por la pesada puerta frontal, a la derecha de la Capilla San Roque; todavía yo no había perdido el optimismo.
Mis rodillas agazapadas volvieron a plegarse, resignadas al banquito de la espera. Volví a sumergirme en el túnel del tiempo de las lecturas atrapantes que mitigaban tiempos muertos. Fue entonces cuando me di cuenta de que pese a la cuarta dimensión de distancias que nos separaban, Francisco y yo teníamos algo en común: el espíritu de ruta.
Desde que tuvo su certificado de bautismo como Orden de los Frailes Menores, el 16 de abril de 1209, cuando el Papa reconoció que Francisco y sus seguidores no eran una más de las tantas herejías que manchaban el buen nombre de la Iglesia Católica, los franciscanos fueron clérigos viajeros.
Hasta ese día, los “legos” (luego llamados “clérigos”, como me había explicado Hernán Iris, miembro de la Orden Franciscana Seglar o Tercera Orden) profesaban tres votos: pobreza, castidad y oración. A partir de la venia vaticana, Francisco puso especial ahínco en no desviarse milimétricamente de la vertical que descendía desde las directivas de la Santa Sede. Una de ellas ordenaba evangelizar.
Y así lo hizo. Francisco, misionero irredento y viajero incurable, fue Cruzado en el postrer suspiro del siglo XII y el primer aliento del siglo XIII, llegó hasta Jerusalén y terminó amigo del sultán musulmán Al Kamil, a quien visitó en territorio palestino. No fue el único mochilero, también dispuso que sus hermanos siguieran ese derrotero.
Primero recorrieron la península itálica y en breve sus sotanas se llenaron de barro, polvo y arena en las más disímiles geografías de Africa y China. A mediados del 1500 sus herederos andaban por Paraguay y en 1583 –ya sabemos- poblaban Buenos Aires; tal vez desembarcaron en 1580 con el imbatible Juan de Garay.
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El bip de un texto telefónico entrante interrumpe una vez más mis lecturas: mensaje de Alejandro Cáceres.
Me incorporo como flecha, zigzagueo a izquierda y derecha: Alejandro, guía turística, museólogo y coequiper de la travesía franciscana había desaparecido y resucitaba virtualmente.
“¿Qué hora es?”, le pregunto a Pedro, el cartonero que también modorreaba junto a mí. “No sé, doña, no tengo reló”, insiste con el tic constante de acomodarse la gorra.
Tendría que haberle preguntado “¿de qué año?”, como hace Jonas (Louis Hofmann) en la serie alemana Dark, cada vez que lo eyecta el agujero de gusano camuflado en la cueva del bosque. Descolocada como Jonas, pregunto: “¿Hoy es viernes, no?” “Y sí… el merendero es los viernes, vio”, me tira Pedro, con la risa franca de siempre entre los dientes irredentos.
Estoy perdida y la culpa es de Antonio Voegele. El autor del grupo escultórico que preside el tímpano del conjunto franciscano porteño, también era romano germánico. Recuerdo que fue su tríptico lo primero que imantó mi atención, cuando comenzó esta aventura, a cien metros de Avenida de Mayo, en la esquina de Alsina y Defensa, donde aún estábamos desde no sé cuánto tiempo atrás.
Alejandro me había dicho que en el cuerpo de piedra de Dante Alighieri, habían encontrado en 2007 una “cápsula del tiempo” con un mensaje cifrado que dio pruebas de su vigorosa subsistencia cuando nos transportó con vértigo desconocido por varios pliegues de la cuarta dimensión a lo largo del Museo. Ya sabía que ese acertijo era el ticket iniciático, único responsable de este periplo errante.
Intenté ordenar los pensamientos. La mayor de mis certezas era entonces que, esta espera interminable a la hora de la siesta que había comenzado hoy (¿o fue otro día?), cuando Alejandro, museólogo y Profesor de Historia del Museo Franciscano Monseñor Fray José María Bottaro, y yo misma habíamos partido hacia la visita turística del sitio, hace horas (¿o eran días, meses, tal vez años?).
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No sé en qué momento se había esfumado, pero Alejandro ya no estaba entre los que aguardábamos la bajada de bandera para ingresar al merendero de los frailes o -como en mi caso- entrevistar a los frailes. Cuando me preguntaba si realmente existían, o eran el imaginario de alguna endiablada inteligencia artificial, noté que la remera blanca con la leyenda negra “Vans” de Matías, el sacristán de la basílica, era ahora de un tenue celeste mariano y decía “Levi’s” en el morado preferido de los tiempos de Cuaresma y Adviento.
Con paciencia envidiable, Matías escuchaba el relato interminable de una salteña que le detallaba los aprestos de su pueblo para las Fiestas de Fin de Año. Rin Tin Tín conversaba en italiano con una turista que insistía con entrar a la Basílica. Yo buscaba un Tafirol.
Desconfiada como todo periodista, vuelvo al Whatsapp de Alejandro: "Te envío unas páginas de un libro que te va a interesar, lo escribió Fray Jorge Bender, un franciscano que estuvo varios años en el convento de Buenos Aires".
Abro las imágenes y me preparo para seguir viajando: Africa no me necesita, yo necesito a Africa, se llama la publicación de 2009.
Franciscanos en Buenos Aires
“¿Qué significa ser pobre? Un padre económicamente acomodado, queriendo que su hijo supiera lo que era ser pobre, lo llevó para que pasara un par de días en el monte con una familia campesina.
“Pasaron tres días y dos noches en su vivienda del campo. En el auto, retornando a la ciudad, el padre preguntó a su hijo: ‘qué te pareció la experiencia?’. ‘Buena’, contestó el hijo con la mirada puesta a la distancia. ‘Y… ¿qué aprendiste?’, insistió el padre.
“El hijo contestó: ‘que nosotros tenemos un perro y ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina con agua estancada que llega a la mitad del jardín… y ellos tienen un río sin fin, de agua cristalina (…). Nosotros importamos linternas de Oriente para alumbrar nuestro jardín mientras ellos se alumbran con las estrellas y la luna.
“(…) Nosotros compramos nuestra comida; ellos siembran y cosechan la de ellos. Nosotros oímos CD’s; ellos escuchan una perpetua sinfonía de pájaros y grillos”, leo en la página 72.
Jorge Bender es un fraile fransciscano santafesino. Pasó una larga temporada en el convento porteño, pero un día planteó que no podía olvidar lo que su madre le había dicho en la infancia, que Africa estaba llena de niños que no tenían qué comer. El, que había aprendido con su padre, en Gobernador Crespo, a cultivar la tierra para alimentar a la familia, quería hacer lo mismo, pero con otros hermanos.
Y así fue como Bender guardó en una maleta sus dos trapos, la Biblia y la sotana y se fue a Mozambique en 2006. Desde entonces –con un compás intermedio en Argentina- vive en Jécua, una aldea de 3 mil habitantes en donde nadie pasa los 40 años y no conocen el paracetamol.
Sin embargo, en Jécua sobra la alegría y el mayor anhelo de misioneros como Bender es convertir su pequeña parcela de Mozambique en un instituto agrario en donde los jóvenes sin futuro puedan aprender a hacer su propia huerta orgánica, la única posesión que les garantice llevarse el pan a la mesa, mientras del pan de la palabra se encarga una red pastoral de 74 comunidades de la parroquia rural.
En tierras franciscanas porteñas, todos nombran a Bender, lo citan, le escriben y lo recuerdan como si fuera Mamerto Esquiú, el hombre que fue a llevar su luz al corazón de las tinieblas.
Franciscanos enamorados
Un repentino alboroto me trae de prepo desde mi viaje de ochos siglos. En una ráfaga, todos los que esperaban sentados en los bancos del atrio dan un respingo y salen hacia Alsina 346: eran las 17 hs y se abrían las puertas del cielo.
“¿Y ahora qué hago?”, me pregunté casi en pánico. “Vos quedáte conmigo, doña”, me dice Pedro, mi San Pedro Regalado, y me dejé llevar por él al merendero del Buen Samaritano, convencida de que al fin tendría a todos los frailes delante de mí, para hacerles el tan dilatado reportaje. Ilusa.
Una vez más, los artilugios del tiempo me llevaron de las narices. En la marea humana zigzagueamos por varios pasillos húmedos y oscuros, desembocamos en un mostrador y antes de que me diera cuenta dónde estaba exactamente, Juan Luis me puso un vaso con café con leche en la mano. Súbitamente salimos a un patio resplandeciente y me escuché murmurar: “¡qué hermoso lugaaar!”. Sin saber en qué momento fue, habíamos atravesado una nueva magia.
El merendero era un Edén bellísimo bajo el firmamento, con palmeras tropicales, un jacarandá en ascenso, varias orejas de elefante gigantes y mucho verde fresco con microclima propio bajo el sol primaveral de Buenos Aires.
Todos los pobres penitentes, con su vaso de telgopor humeante, sus galletitas con mermelada y sus budines se acomodaron en varias mesas largas de pic nic a cielo abierto. Detrás de nosotros, la burbuja enorme de una cúpula nos inoculaba contra las maldades del mundo a resguardo del amenazante paredón alto y mortífero de la derecha, el de la AFIP. Me hubiera encantado ser Teseo y acabar con ese Minotauro que se alimenta de carne humana.
En algunos comensales podía adivinar ojos enrojecidos camuflando lágrimas y tormentos, pero todo eso en ese momento plácido quedaba eclipsado. Un aura cálida y deliciosa nos unía, nos igualaba; yo era la más tímida, pero me daban charla y logré olvidarme por completo del motivo por el cual había ido hasta allí. La vida parecía hermosa. Esto era lo más real de cuanto había vivido dentro de esos enigmáticos muros ancestrales.
Un ejército de voluntarios con y sin delantal merodeaban por las mesas repartiendo sonrisas gratis y preguntando: “¿todo bien por acá?”. En simultáneo, desde algún lugar de por atrás, un abogado, una psicóloga y una trabajadora social iban llamando a su estrado, de a uno y según necesidad. Indocumentados, dos cumpliendo una probation, una madre soltera, un retraído, otro de una palidez enfermiza que recordaba al Chueco Manfredi de Muerte en el Riachuelo (Manuel Peyrou) fueron presentándose para expurgar sus pecados. Había chicos y bebés; los cuidamos mientras sus padres iban a poner a raya sus asuntos.
“Ese es Fray Gerardo”, me dice bajito Juan Luis. Y me di vuelta esperando ver al temible mastín alemán al que todos remitían antes de tomar cualquier decisión, pero me encontré con un tirolés algo regordete, muy amigable, de remera verde, bermudas de safari y sandalias new age.
Me costaba no imaginarlo con el gorrito verde de plumita bávara repartiendo en el octubre tirolés porrones de cerveza recién tirada. Disipado ese espejismo inapropiado al Ecónomo de la Orden, noté que la abundante cabellera rubia se había trasladado a la barbilla y le colgaba de la cintura un manojo descomunal con todas las llaves del Reino de los Cielos de la Provincia Franciscana de Asunción y Buenos Aires. Este detalle de poder me confirmó que era él.
Ese viernes no estaban Hernán, ni Alejandro, ni Rin Tin Tin, ni Darío Ares, ninguno de los que me habían explicado la letra chica del manual franciscano. Pero disfrutaba de la sinceridad de ese festín solidario de desconocidos, repleto de platos condimentados con la especia más codiciada de Oriente y Occidente, la que había traído a Colón –el tercer franciscano de la escultura mágica del frontón- a este Nuevo Mundo: la alegría.
Todos nos sentíamos protagonistas del realismo mágico de este Jardín del Bien y del Mal. Nos habíamos conocido apenas unas horas (sic) atrás y sin embargo un hilo invisible nos cosía. Yo los escucho, ellos también a mí.
Juan Luis vestía su mejor camisa celeste; venía desde General Rodríguez. Otros eran de Moreno, González Catán, Glew, Florencio Varela, Benavídez, Retiro… Cada viernes se sumaban entre 120 y 150.
Juan Luis me mostró las fotos de “su casa”, una pieza digna, detrás de la chacra de su hermana que hasta hace poco criaba chanchos. “Ni loco me la pierdo”, me dijo, por la merienda que convidaban los buenos samaritanos. Creo que no necesita venir; quiere venir. Compartir esta alquimia mágica hace bien.
Durante un buen rato, en el tiro de gracia que concede este maravilloso Edén privado, ni siquiera nos acordamos si el universo se expandía sin límites, si un meteorito nos chocaría en enero o cuál sería el sadismo-de-la-semana que pergeña la política nacional, mientras el calentamiento global nos abrase a fuego lento. Allí, sólo preocupa en los titulares.
No me imaginaba estos días previos al Fin de Año compartiendo esta corte de los milagros con linyeras, Sin Tierra, marginados y sentir afecto y comunión bajo el soplo franciscano. Es cierto, Jean Jacques, el hombre nace bueno y la sociedad lo hace malo. Hay que enamorarse.
San Francisco y los franciscanos, frailes enamorados
San Francisco fue un trovador de mérito. Escribía mezclando el latín y el dialecto umbro y sus versos precedieron incluso a los de su discípulo famoso y admirador eterno, Dante Alighieri, hasta hoy considerado el padre de la lengua italiana –presente en el tríptico del ingreso al convento, junto a San Francisco y Colón.
Las laudes, que Francisco mismo compuso y cantó, hicieron público su amor a su bella donna que, a diferencia de su sucesor, Jacopone da Todi, el último poeta franciscano, no alababan a una mujer gentil -ni siquiera a la impoluta María- sino a otra dama, la única que según sus propias palabras lo había enamorado y con la cual había decidido casarse: la pobreza.
“Ahora te tenés que duchar, doña”, improvisó Pedro de golpe y me extendió la toalla, el sachet de Sedal y un jaboncito. Se hizo el serio, pero no aguantó, y todos estallamos de risa. Hace unas horas, éramos unos perfectos desconocidos.
“Escuché a Gerardo decir que tenía una periodista esperándolo para hablar”, me tiró Juan Luis y como si hubiéramos ido al colegio juntos, supe que mentía; era sólo para levantarme el ánimo. Ese era el único motivo que me había llevado hasta los franciscanos, pero me iba con las manos vacías. El destino quiso en cambio concederme otras gracias.
Supe entonces que había llegado el momento de irme. Intercambiamos abrazos y promesas, y me fui mientras todos permanecían disfrutando del maná. Fue como rebobinar y poner marcha atrás.
Sin saber cómo llegué hasta ahí, desemboqué en otro mucho más inmenso segundo patio secreto con pinos, palmeras, bananos, canteros verdes y más plantas tropicales. Una galería extensa y con pórticos rodeaba por los cuatro costados ese postrero paraíso y prometía un frescor reconfortante. El pórtico perimetral sostenía sobre los hombros una sucesión de habitaciones y oficinas.
Sin saber por qué repetí el mismo gesto inicial de alzar la mirada hacia el cielo y quedé estupefacta.
Sobre un alero descubrí un parsimonioso reloj solar futurista que parecía que hubiera olvidado allí el ingeniero Francisco Salamone. No tenía la menor duda de que ese instrumento astronómico sui generis marcaba el compás de todo ese cosmos desde el 1500. Candente y sigiloso, era el responsable de todo lo que ocurría en este cuadrante porteño.
Recién entonces todas las piezas sueltas se unieron. Y comprendí.
Comprendí que ese sol estaba ahí en reemplazo del otro Hermano Sol que alienta desde hace ocho largos siglos las faenas de los frailes, más allá del bien y del mal, de los vaivenes del tiempo y de las futilidades del mundanal ruido –incluido el periodismo. La Orden de Asís ignora la hoguera de las vanidades.
Para mis compañeros de viaje hacia la hermandad, el día aún estaba en pañales. Era viernes y su cuerpo lo sabía. Se irían del merendero con la panza llena, el corazón contento y perfumadito, con la vianda para el sábado y al menos una ilusión. Como cada noche de viernes, la celebración de la vida seguía en Plaza de Mayo con Juan Carr: canto, baile y más cariño.
Necesitaba caminar. No podía dejar de preguntarme cómo sería la Navidad de todos esos pobres y tantos otros bonaerenses, casi africanos. Mi consuelo fue enterarme que los frailes estaban tirando la casa por la ventana, armando para ellos una despedida como Dios manda, en ese jardín de palmeras que ya comenzaba a extrañar.
Cuando creía que el Dios que había inventado el Sol y la Luna y que aún dirigía el tránsito de las hormigas para que no se atropellaran rumbo al hormiguero me había abandonado, sonó mi teléfono.
Era Enid. Enid es el Guardián del Convento de San Francisco en Buenos Aires, una autoridad en la estricta jerarquía eclesiástica sin prisas de Alsina y Defensa. Mi ángel de la guarda, la voz más esperada durante los últimos dos meses.
Ese dios con minúscula que venía buscando hacía siglos hablaba como Gabriel García Márquez. Se oía entrecortadamente del otro lado de la línea, en Córdoba, pero alcancé a percibir su modestia, sus disculpas, la seriedad del momento que estaban viviendo, “el Capítulo”. ¿Grababan su historia increíble para Netflix? No.
“Cada tres años hay un encuentro que se llama Capítulo y es un momento crucial para los miembros de la orden, porque allí se define si los cambian de destino”, me explicó Hernán Iris, franciscano seglar. Todos ellos también se enamoraron de la pobreza porteña y tal vez deban desapegarse. Son humanos, claro.
“Tarda en llegar, pero hay recompensa”, pensé.
Y puedo seguir esperando. Esperamos todos tantas cosas del 2025, que se puede agregar una más a la lista interminable.
Desde la ventanilla del colectivo vi a Dios –el mismo que sigue estremeciéndome cuando miro los campos verdes repletos de tulipanes–, esta vez pintando de rojo urbano la furia del atardecer. Y cuando ya pisé territorio bonaerense vi que el Hermano Viento se me adelantaba para desparramar unas nubes deshilachadas por encima de mi cabeza, retazos de su fresca compañía hasta mi propia vida.
“Donde haya odio, siembre yo amor; donde haya ofensa, perdón; donde haya duda, fe; donde haya desesperación, esperanza; donde haya tinieblas, luz; y donde haya tristeza, alegría” (San Francisco de Asís).