SOCIEDAD
PERFIL: 30 AOS DE PERIODISMO

El alma de los cafés

Los cafés porteños son sitios casi míticos y el pulso más palpable de nuestra ciudad. Pero lo sensual se ha ido perdiendo: el erotismo del simple estar allí, frente a un pocillo humeante, en un intercambio de miradas de mesa a mesa cargado de promesas que no habrían de cumplirse, pero qué importa.

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DE LOS 36 BILLARES AL TORTONI. En todos los bares porteos (y del pas entero) se pedan documentos y se arrestaba a civiles durante la dictadura militar. | Cedoc
Es sabido: el café acelera el pulso. Y esos sitios casi míticos, los cafés porteños, son el pulso más palpable de nuestra ciudad. Nos sentamos a una mesa de café, frente a la calle que por supuesto es una arteria, y hete aquí que estamos, como quien dice, instalados en las muñecas urbanas. Linda palabra. Hay que tener muñeca, eso sí, para saber auscultarlas.

La cosa sucede en una esquina “porque todo café que se precie está en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vías (dos vidas)”. Lo anoté treinta años atrás y sigo pensando lo mismo: sólo por necesidad me agarran en un café a mitad de cuadra. En La Academia, quizá, donde hoy los chicos juegan al billar y las chicas al pool. O en el emblemático Los 36 Billares, donde ya casi no voy porque ha perdido su sabor decadente y ahora ofrece recitales por las noches al mejor estilo Clásica y Moderna.

Ya me lo advirtieron: si vas a escribir sobre los cafés, corrés el riesgo de sumirte en la nostalgia. Y sí, qué le vamos a hacer. Ya nada es lo mismo en estos abrevaderos y el olor a pizza y a comidas varias, y para colmo rápidas, invade un ámbito donde antes, como único acompañante del sensual aroma del café se filtraba cierto perfume a medialunas calentitas o a tostados mixtos que calentaba el alma. Y lo sensual es precisamente lo que se ha ido perdiendo en los cafés porteños: el erotismo del simple estar allí, frente a un pocillo humeante, en un intercambio de miradas de mesa a mesa cargado de promesas que no habrían de cumplirse, pero qué importa. El hombre que está solo y espera, en los cafés, esperaba algún encuentro fortuito siempre a punto ya de producirse. La atmósfera era lo principal, el simple hecho de estar en un ambiente amigo lleno de posibles romances y de viejos amigos con quienes nos juntábamos por largas horas para hablar de cosas vitales que cambiarían el mundo o cambiarían al menos nuestra vida afectiva.


Antes de los años de plomo. Así era antes, previamente a los años de plomo, previamente también a la llamada modernización que les chupó el espíritu a varios cafés porteños.

Imposible eludir el tema personal cuando se trata de tomarles el pulso a los lugares. Una en algún momento formó parte de eso que acá podríamos llamar la café society aunque el término aluda a otra cosa. Fuimos animales de café, desde los tiempos del Jockey Club y el Coto y el Florida frente a la vieja Facultad de Letras en la calle Viamonte, hasta el Florida Garden que Landrú supo elevar al rango de lo mítico: el FloGar (N. del E: es decir, “el Florga”).

Los sábados al mediodía, en cualquiera de estos cafés, o en La Paz o el Ramos y algunos más de la ciudad, eran el momento y el lugar precisos para encontrarse con los amigos y sorprenderse y alegrarse por el retorno de alguno, que después de un largo viaje acudía raudo al café de siempre porque allí sería recibido con júbilo. Nos ocurrió a todos: volver y encontrarnos con los otros o esperar el retorno de otros para abrazarlos y abrazarlas. Hasta que empezaron a no volver, algunos para siempre idos a entonces inimaginables destinos. Entonces en los habituales cafés ya no se habló de política, y si se hablaba era con circunloquios, metáforas y alegorías, porque los pocillos y los platitos, y hasta la azucarera –esa de vidrio y pico plateado–, tenían oídos, y nunca se podía saber si aquel de la mesa de al lado no sería un parapolicial o un para/algo que desenfundaría el arma iniciando una razzia. Cafés estridentes los del ’75, cafés donde las cosas que pasaban podían ser atroces y estridentes y visibles. Pero marzo del ’76 cayó como una mortaja sobre todas esas mesas y esas sillas y esos mostradores de madera, y empañó los espejos. Las cosas que seguían pasando seguían siendo atroces pero calladas, en sordina, casi invisibles. “Aquí no ha pasado nada”, parecía ser la consigna. En los cafés se hablaba en murmullos, y hasta recuerdo uno, en Córdoba y Pueyrredón, creo que se llamaba El Toba, donde prohibían escribir. No en las paredes (del baño, pongamos por caso) sino simplemente sentados a la mesa sobre nuestros propios cuadernos. La excusa era que, escribiendo, por el precio de una humilde tacita de café se eternizaban los estudiantes de los alrededores y ocupaban las mesas ante las cuales ciudadanos probos consumirían cosas de peso como un batido de Gancia con ingredientes. Pocos resultaron tan siniestros, aunque desde siempre los cafés fueron híbridos de bar (cabe aquí un homenaje al memorable Seddon, que más adelante rescató tanta maravillosa boiserie abandonada para armar el suyo en la calle 25 de Mayo, allá por 1980).


Las “razzias” o “el café quieto”. Sentarme a escribir fue un ejercicio de café que practiqué al principio de las razzias. Empecé armando cuentos con lo que se podía escuchar de refilón: frases sueltas, atrabiliarias, estrambóticas muchas –tengo un solo oído– que me permitían inventar situaciones límite. Escribía con muy mala letra, casi ininteligible hasta para mí: no podía arriesgarme a que leyeran por encima de mi hombro. Iba a distintos cafés, siempre otro para no ser reconocida pero también por la fascinante variedad, y escribía cuentos y cuentitos. En dichos periplos urbanos y cafetísticos hube de encontrarme con gente maravillosa. Así, en Chacarita, en el Argos, por ejemplo, todavía flotaba el aura de los largos diálogos de jóvenes filósofos con el entrañable Rodolfo Mondolfo.

Pero oír, en el ’78 y años siguientes, ya no se oía casi nada. Y yo ya no iba a los cafés a escribir. Aunque recuerdo cierta mañana cuando tuve que hacer tiempo en el de Cabildo y Olleros, que ya no existe y que estaba situado en la vereda suroeste. La sobrecogedora atmósfera de silenciosos parroquianos casi autistas me llevó de nuevo a la escritura de lo que acabaría siendo titulado El café quieto. Si me autocito, parcialmente, es porque el cuento pinta la atmósfera de un café de barrio como cualquier otro en esos años atroces, y prefigura el infierno:

Por suerte parece que a las mujeres nos toca el lado de las ventanas. Y el sol. A esta hora, claro, más tarde ya no habrá sol y quedaremos tan en la penumbra como los hombres. A ellos les toca la pared del fondo. Fondo desde nuestra perspectiva, porque quizás ellos, allá, piensen que nosotras somos las que estamos al fondo.

Tres hileras de mesas vacías nos separan, con sus respectivas sillas: dos por mesa, enfrentadas. En realidad las vacías son las sillas, porque ni siquiera las mesas ocupadas están lo que se puede decir llenas. Apenas un pocillo de café con un poco de borra, un vaso de agua y otro vaso –es mi suerte– con lo que se supone son servilletas de papel, simples cuadraditos de papel de panadería, prolijos, blancos, que ahora providencialmente me sirven para escribir estas notas. La pluma fuente la traje en el bolso. Creí que entraba acá a tomar sólo un café y que al rato salía tan campante a reanudar mi vida cotidiana. Algo monótona mi vida, es cierto, pero mía.

Las mesas de este café son de color verde oscuro, pintadas como a la laca, con patas color lacre. Las sillas son de marco cromado y están tapizadas de un símil cuero del mismo tono verde de las mesas. Tapizadas, sí, resultan bastante cómodas, menos mal. Creo que pretenden ser lujosas. Esto último no lo logran, tampoco es importante en este café tan quieto, un poco dilapidado. Los techos son altísimos, las paredes están pintadas en tres sectores horizontales no simétricos, separados por una moldura del color verde imperante. El primer sector es lacre, como un zócalo hasta la altura de las vidrieras, cremita es el segundo sector, el más ancho, y el último es color cielo algo sucio, grisáceo. Los grandes ventanales antiguos, estas vidrieras frente o mejor dicho de perfil a las cuales estamos sentadas las mujeres, tienen ancho marco de madera pintada, así como la puerta vaivén de vidrio. Sobre el mostrador también de color madera descansa la vieja máquina de café express, como una locomotora.

Las mujeres estamos sentadas en fila. No sé si el hecho es voluntario, casual o impuesto. Podemos observarnos la nuca y los peinados. Rara vez una de nosotras gira la cabeza y entonces cruzamos brevemente las miradas y nos sonreímos, apenas, con algo de complicidad y lástima.

Los hombres tienen un aire más decidido. Sus mesas están alineadas contra la pared, como las nuestras contra las vidrieras, pero ellos no se sientan necesariamente de cara a las mesas, al menos no todos: algunos han girado sus sillas, o apoyan directamente la espalda contra la pared y nos enfrentan. No por eso nos miran. O muy poco nos miran, y nunca de manera franca, desembozada.
Con cierta envidia y por el rabillo del ojo –porque no sé si corresponde girar la cabeza y mirarlos de frente– noto que a veces se han sentado dos por mesa. Nosotras estamos solas, individualizadas.

Contra la pared, los hombres deben de sentirse más seguros. A veces hablan entre sí, musitan. Hasta acá no llegan los murmullos pero sí un levísimo temblor del aire cuando mueven los labios. A veces, en un arranque que podríamos calificar de valentía, levantan la cabeza y emiten en voz decidida el vocablo mozo, como llamando.

Cuando suena esa palabra creo notar la aceleración de las hormonas en la nuca de algunas de las mujeres. Esa palabra, mozo, dicha así con voz grave, tan cargada de óes, me temo que también a mí me eriza los pelitos.

Reconozco que algunas de las mujeres, como la que está sentada justo delante de mí, no se inmutan por nada. Debe ser que llevan más tiempo –años quizás– en este café tan quieto y saben, entre mil otras cosas, de la poca eficacia del llamado. El mozo vendrá cuando corresponda, sin ritmo fijo o previsible, o vendrá cuando se le antoje o cuando consiga más café. Nos llenará entonces los pocillos, nos mantendrá despiertos. A veces. Los hombres parecen dormitar más que nosotras pero también tienen actividades más agotadoras: leen un diario ya amarillento, quizá comenten en voz baja las obsoletas noticias.

Con gusto le pediría el viejo diario prestado a alguno de los que han dejado de leerlo, pero parece que acá eso no se estila. Mis compañeras seguramente también quieren algo para leer y sin embargo deben contentarse con espiar de lejos algún titular de primera plana en cuerpo catástrofe.

Cuerpo catástrofe. Me gusta la expresión, me identifica, aunque no desde el punto de vista tipográfico.


Bar-billares, “salón familias”. Hasta aquí, la sensación como de estar fuera del tiempo percibida en un café a fines de los ’70 o principios de los ’80. Otros fueron los tiempos del verdadero “salón familias” que conocí en la adolescencia, en mi barrio de Belgrano, y que nunca respeté. Como un desafío, con mis amigas nos sentábamos a las mesas sin mantel, del otro lado de la breve mampara con cortinita que separaba el sector damas del de hombres, donde se fumaba y en algunos hasta se jugaba al billar. Donde estaban las emociones fuertes. Segregación de géneros, como si se tratara de baños, un sistema de los muy viejos cafés que la dictadura militar hizo revivir en forma no explícita pero tajante.

De otras instancias más complejas fueron protagonistas los cafés durante la última dictadura. Muchos desertamos –por demasiado junados– de La Paz y el Ramos, algunos los reemplazaron por La Opera por ser un lugar más neutro, menos politizado en apariencia. Otros exploramos cafés menos conspicuos con el fin de establecer claves para los encuentros clandestinos. Así, si algún contacto nos llamaba para citarnos a las siete de la tarde en El Foro, sabíamos que sería a las seis menos cuarto en –pongamos por caso– Los Galgos de Lavalle y Callao. El cambio de cafés estaba estipulado de antemano y solía modificarse semana tras semana, el horario era una hora y cuarto antes de la hora mencionada. Y el tiempo de espera máximo debía ser de media hora: si en media hora el contacto no llegaba, convenía alejarse de allí, lo más rápido y lejos posible. Y sobre todo, era importante deshacerse del documento a entregar, en caso de tenerlo. El tal documento o informe solía ir oculto entre los libros que intercambiaríamos como buenos estudiantes, o más bien estudiosos. Era así, con extrasístoles y arritmias varias, a veces al borde del infarto, que seguía latiendo el pulso de la nación en los cafés porteños. Sin embargo, muchos de nosotros nos sentíamos más seguros en un café que en una plaza –también sitio de encuentros clandestinos porque convenía siempre un lugar público.

Yo no militaba ni milité jamás en célula o partido alguno, pero como buena llanera solitaria me solidaricé y ayudé en todo lo que pude. Por eso mismo conocí y atendí las estrategias y supe de los peligros y puedo hablar en plural y decir que nos sentíamos bastante al resguardo en esos cafés que, habiendo sido amigos en otros tiempos menos ominosos, aún conservaban cierta tibieza latente. Casi como el recuerdo de aquellas miradas de soslayo, eróticas de baja graduación, que nos volvían a todos cómplices en un entramado de reconocimiento mutuo por el solo hecho de frecuentar esa particular esquina y sentarse a esa constante mesa.

Años de expatriamiento corrieron bajo los puentes y al retornar cada tanto a Buenos Aires y, por ende, a ciertos cafés emblemáticos, como La Paz o La Biela, por bastante tiempo pude encontrar a los mismos poetas y amigos en las mismas mesas de siempre. Retornos también con ansias de tostados mixtos. Así hasta las remodelaciones que cambiarían el espíritu de esos cafés transformándolos en un no lugar como tantos. Aunque La Biela, tan agrandada ella, conserva su encanto gracias al ficus gigante de su vasta vereda y a mi trago favorito que sólo tomo allí, el Demaría.


La “extranjeritis” de Menem. Tengo el nombre de la enfermedad que el menemismo inoculó en ese organismo vivo que fueron siempre los cafés de Buenos Aires: la extranjeritis. Con el abyecto sueño de ingresar al primer mundo, muchos cafés sufrieron drásticas cirugías estéticas que los remozaron, sí, al precio de una pérdida de identidad e idiosincrasia. Algunos hacen el noble intento de caer parados, y Las Violetas fue sometida a una restauración, que alegró a muchos, mientras la Real sigue conservando hasta el polvo de los viejos tiempos. Ambas pertenecen al rubro confiterías, es decir son o fueron las hermanas paquetas de esos muchachotes aguerridos, los cafés, ¿pero dónde está la frontera, en estos híbridos tiempos, cuando tanto se estila el entrecruzamiento de géneros?

El Tortoni, nuestro viejo y querido Tortoni, sale ileso en esta contienda. Perdura –como buena parte de la Avenida de Mayo– con sus salas de actos y su saloncito semiprivado con tanta rúbrica famosa bajo el vidrio de la gran mesa central, todo bien lustrado, puesto a punto para llevar a los turistas y mostrarles antiguos esplendores.

Treinta años del ciudadano común en los cafés… algo me hace pensar en nuestro ganado en pie y no sólo por aquellos cafetines al paso de la calle Corrientes donde nos acodábamos al mostrador para rápido zamparnos un expreso en la constante lucha contra el frío, el desánimo y las pocas ganas de volver a la oficina. Pienso, aunque sea loco decirlo, que los porteños y porteñas, en tanto ganado urbano, hemos sido desplazados de los campos abiertos y llevados a las pasturas de engorde. Aquel aire de tiempo disponible que se respiraba ante un cafecito con medialunas se ha contaminado con el olor a comidas y un propósito que suele ser mucho más alimentario que de charla amiga, de espera o de secreta cita, ya sea conspirativa o amorosa o ambas a un tiempo.
Algo rescatable queda, sin embargo, más allá de la animada hora de las siete de la tarde, cuando todavía las charlas de café se producen y reproducen. Es ese gracioso gesto de mano alzada, el pulgar y el índice enfrentados señalando una separación como de cinco centímetros, que establece nuestra complicidad y contacto con el mozo. Un cafecito, le pedimos desde lejos, y después le escribimos en el aire para pedir la cuenta y esperamos que entre uno y otro gesto hayan pasado mucho más que unos pocos minutos, el tiempo suficiente para gozar de la atmósfera del café. Del café como antro y también como brebaje.


El Británico es argentino. Oh, los bellos tiempos idos, parecería suspirar esta nota. Aunque escribir sobre los últimos treinta años tiene una enorme ventaja: la de saber que no todo tiempo pasado fue mejor. Por el contrario. Mil veces preferibles los actuales híbridos llenos de vida y alegres colores a los cafés hechos de miedo. Además, tantas cosas se van recuperando, y tan bien se pelean los recuerdos. Podemos sentarnos simplemente a una mesa en la vereda para consultar el bello libro de Horacio Spinetto titulado Cafés de Buenos Aires, podemos acercarnos al Parque Lezama y acompañar a los vecinos que se han levantado en armas –en armas de palabras– en defensa del Británico, corazón de la zona.

No faltan formas de ahuyentar la nostalgia. Eso sí, me temo que ya no volverá el añorado (por mí) tiempo de las miradas de soslayo, de los mudos erotismos de bolsillo. Ahora de bolsillo es el celular que de golpe cobra vida para sacar al parroquiano de su aislamiento casi religioso –el sustantivo así lo indica– y catapultarlo muy lejos de quienes comparten su mesa o las mesas vecinas. Los mensajes son hoy de texto y las miradas cargadas ya no tienen cabida. En los cafés porteños, los hombres –es de lamentar– le van dando nuevos e inaccesibles usos a su libido. Una sigue escribiendo pero ya no es lo mismo. A saber:


Una lágrima. A lo largo de los años cada tanto recibo el mismo mensaje de un misterioso admirador proponiendo encontrarnos tal día a tal hora en tal café a tomar un café. Me alegro y de inmediato acepto. Pero él siempre cancela a último momento. A pesar de lo cual mientras la invitación titila yo me pregunto, ilusionada: ¿será caliente, fuerte, negro, dulce, con buena y espumante leche, o cortado? Me refiero al café, naturalmente.