La última edición del Quilmes Rock había sido en 2022, unos meses antes de que la selección argentina saliera campeona del mundo. Hay una línea arbitraria y caprichosa entre ambos hechos, y tiene que ver con la puesta en valor de lo argentino ante el mundo: en términos culturales y estrictamente musicales, Argentina se puso de moda. Sin embargo, algo interesante que propone este festival es que la mirada externa no importa tanto. Como sucede con su par en Cosquín, el Quilmes Rock es una exaltación de la belleza del rock argentino. Desde adentro y para adentro.
En sus orígenes el festival se celebró en 2003 y luego en 2004, pero no se anualizó, sino que empezó a pasar cada tanto. Y la edición 2025 tardó más de un año en armarse y fueron cuatro días de recitales, con siete mil empleados, ciento setenta bandas y doscientos cuarenta mil espectadores.
Crisol. El trailer con el que se anunció el Quilmes Rock 2025 decía: “Tuvimos una idea: juntar a los mejores”. Y el festival no solo juntó a –casi todos– los mejores, sino que los juntó a –casi– todos. Es raro pensar una grilla en términos de ausencia, pero la sensación que dejó el festival es que para la próxima edición basta con invitar a los pocos que no participaron de estos cuatro días, y el panorama, prácticamente, se completaría.
Unas semanas antes del comienzo del festival –que se hizo en Tecnópolis–, llegan los operarios y empiezan a montar los escenarios. Por la Avenida de los Constituyentes, podía ver cómo, a diario, se iban erigiendo los dos escenarios principales, planteados como gemelos. La progresión es veloz e implica a mucha gente; la misma trama se da en los otros tres escenarios, en una escala menor: Geiser, Pop Art y Enigma. La estructura contiene una parte técnica de importancia capital: sonido y visuales. Por ejemplo, las columnas de bafles son como pilares que se elevan hacia el cielo y buscan llegar a cada rincón del campo general con potencia y nitidez. La grilla heterogénea y las bandas que tienen exigencias sonoras disímiles. Las pruebas de sonido son momentos especiales. Bandas que convocan a miles de personas chequean sus líneas, y ejecutan canciones que los trabajadores presentes conocen. En esa instancia, el ámbito parece un recital, pero es otra cosa. También es algo muy distinto a un ensayo. Las únicas prioridades son el sonido y el reconocimiento del campo por parte de los intérpretes y su equipo técnico. Acá el arte implica organización, y previsión, también motivo de distracción y disfrute.
Se larga... El día Uno es el Rubicón. Todo fue probado, las partes que faltaban ya están instaladas, la expectativa de miles de personas será el jurado público que dictamine si toda la expectativa generada fue válida. Al final de una grilla larga, con referentes del rock nacional, figuran Andrés Calamaro y Miranda! Ya en esa combinación hay una identidad: si en el pasado la escena se vio configurada por oposiciones, nichos y estéticas contrapuestas, hoy la quintaesencia del rock nacional es la variedad. Lo que se vio atomizado por un sentido de pertenencia cercenado por un gusto musical particular, hoy se funde en un núcleo cuya semántica está en expansión.
Calamaro repasa sus canciones: un desamor que empodera, una historia que parece vivida por todos, un sentimiento contrabandeado en la frontera de la amargura, una carta de amor a los amigos que ya no están. Lo que ya sabemos. En ese rato de coros, se da la primera de las confirmaciones: la transición a mito se puede dar en vida. El periodista Hernán Panessi me dice, mientras suena Paloma: “Calamaro es como ese amigo que siempre está”. O algo así. Mientras tanto, desde una de las transmisiones en vivo, Círculo vicioso, el stream de Juan Ruocco y Pablo Wasserman, habla de la potencia cultural de la “civilización austral”. La transición hacia lo próximo es breve, y empieza a sonar Ya lo sabía y mucha gente busca a los vocalistas de Miranda! en el escenario. No los encontrarán porque están montados en un cisne blanco que recorre el campo. Le siguió un show cargado de presente y nostalgia, acompañados por Lali en Mejor que vos y Yo te diré.
El tributo. La gente que trabaja en el festival tiene pocas horas para descansar. Algunos se liberan antes de los shows centrales y sin embargo eligen quedarse a ver la consumación de su trabajo. Otros se tienen que quedar hasta horas después de que el espectáculo termine. Y si ya con la primera fecha había festival, todavía quedan tres días. Día Dos, además de los Fabulosos Cadillacs, Ratones Paranoicos y Las Pastillas del Abuelo, toca Serú Girán. Quizás por respeto a la historia, o por una autoconsciencia compleja de comunicar, la cosa fue presentada como “Homenaje a Serú Girán” con Pedro Aznar y David Lebón honrando el legado de Charly García y Oscar Moro. Y hay que destacar que quizá el regreso de Serú Girán no estaba en el radar intuitivo de nadie, pero lo que se vio esa noche no fue solo la vigencia de sus canciones, sino también la calidad de los dos intérpretes. La apertura con La Grasa de las capitales fue casi una demostración de eso: “No solo estamos en forma, sino que abrimos el show con la canción más difícil de todas”. Las participaciones de Trueno, Dante Spinetta, Sandra Mihanovich y Juan Moro colorearon el homenaje de amor colectivo.
En ese mismo horario, en el escenario Pop Art, sucedía el homenaje a Rosario Bléfari, liderado por Nina Suárez y Fabio Suárez, y con Santiago Motorizado a entonar Río Paraná, de Suárez. El tercer día fue liderado por Babasónicos, No te Va Gustar, Rata Blanca y los Auténticos Decadentes. Allí se cifró la idea de las estéticas cruzadas, complementada por la consagratoria performance de El Kuelgue.
Todo termina. El cierre del Quilmes Rock fue una fecha que se dio a conocer como Día Extra, con Los Piojos como número central. Tres horas de canciones que valen su peso en clamor popular. Ese condimento extra que tiene el rock nacional y que se fue formando a lo largo de los días, hasta encontrar su expresión más contundente en esas horas finales: el coro del público que, por esas cosas raras de la física, es capaz de afinar el estribillo de Tan solo, con sus modulaciones incluidas. Que Andrés Ciro haya elegido tocar el Himno Nacional para cerrar fue la coda adecuada, como si lo único que quedara para decir después de esas jornadas fuera algo relativo al amor a la patria y su potente cultura en movimiento.
Las jornadas siguientes, a la compañía Pop Art le tocó desarmar esa ciudad a escala que montó en Tecnópolis para darle forma al festival. Ya no habrá por un tiempo pruebas de sonido ni expectativas, solo marcas de un presente que se irá pronto convirtiendo en historia: los ecos del rock nacional y las huellas de las zapatillas.