POLITICA
SÍNDROME 1933, DE sIEGMUND GINZBERG

'Los hombres que odiaban los periódicos'

Reproducimos un capítulo del inquietante ensayo del escritor italiano, publicado por Gatopardo, en el que traza un paralelo entre acontecimientos de hace cerca de un siglo atrás en Europa y situaciones del presente. El autor indaga en el ascenso al poder del nazismo en Alemania y el desmoronamiento del sistema de partidos políticos de entonces. En este tramo, relata el avance sobre los medios y la progresiva sumisión y posterior desaparición de la prensa libre. Se ha dicho que una sensación de dèjá vu acompaña al lector en la lectura de este texto, de 2018. Algunas semejanzas estremecen.

La radio. “En cuanto ocuparon el gobierno, los nazis se apoderaron del medio de comunicación que se había revelado más importante que toda la prensa escrita. Le echaron el guante a la radio”.
La radio. “En cuanto ocuparon el gobierno, los nazis se apoderaron del medio de comunicación que se había revelado más importante que toda la prensa escrita. Le echaron el guante | Cedoc

El gobierno nazi se hizo con el monopolio absoluto de la radiodifusión. Después disciplinaron a todos los diarios con una combinación de intimidaciones y ofertas a los directores, que, debilitados por la crisis económica y las peleas familiares, “no podían rechazar”. Aun así, Alemania tenía algunos de los rotativos más populares, más leídos y más prestigiosos de Europa. Si fuéramos crueles, afirmaríamos que ellos mismos se buscaron su lamentable final.

En tiempos de la dinastía Ming vivía en China un verdugo de extraordinaria habilidad. Se llamaba Wang Lun y era célebre por la destreza y la velocidad con la que ejecutaba las decapitaciones. Había alcanzado la fama en todas las provincias del imperio. Su técnica consistía en tranquilizar a los condenados con una sonrisa y asestarles el golpe antes de que hubieran acabado de subir al patíbulo. Pero eso no le bastaba. Soñaba con lograr decapitar a los sentenciados sin que estos se percataran siquiera de que les había cortado la cabeza. Durante cincuenta años se ejercitó con enorme esfuerzo. Era septuagenario cuando logró hacer realidad su sueño. Ese día tenía dieciséis cabezas que cortar. Ya habían rodado once cuando el duodécimo condenado, en lo alto de la escalera sin que le hubiera pasado nada, protestó: “Verdugo cruel, ¿por qué prolongas mi tormento? Con los demás has sido compasivo y has actuado rápido”.

Fue entonces cuando Wang Lun comprendió que había alcanzado la perfección tan largamente buscada. “Por favor, asiente con la cabeza. Descubrirás que ya te he satisfecho.”

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
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Arthur Koestler relata en su autobiografía esta leyenda que circulaba en Berlín entre sus colegas periodistas del grupo Ullstein, en el que había sido contratado como redactor científico. Ofrece una idea del clima de incertidumbre que reinaba en Alemania. Aunque aluda al ambiente que, ya antes del nombramiento de Hitler como canciller, se respiraba en las redacciones del mayor grupo editorial progresista del país. Hacía tiempo que habían comenzado los despidos, las jubilaciones anticipadas y las reducciones de personal. Nadie, ni siquiera las grandes firmas, podía confiar en que la siguiente cabeza que rodaría, sin previo aviso, no sería la suya. La crisis no dejaba de mermar la publicidad y las ventas.

El grupo Ullstein era un gigante que publicaba algunos de los diarios mejor considerados, como el Vossische Zeitung, insignia del periodismo liberal. Tenía su sede en la Kochstrasse, en pleno centro de Berlín, donde ocupaba una manzana entera, y diez mil trabajadores. Constituía una especie de ciudad dentro de la ciudad, un hervidero de periódicos, redactores, jefes de redacción, reporteros, editores, secretarias y mensajeros. Solo para sacar el polvo, limpiar y vaciar las papeleras de las oficinas necesitaban a trescientas empleadas. Sin embargo, cuanto mayor y más poderoso era un grupo de comunicación, más vulnerable era al chantaje. Los Ullstein eran una familia judía. Pero a los herederos no les interesaban la defensa de la democracia republicana y la libertad de prensa tanto como al fundador. Incluso modificaban tácitamente la línea editorial para adaptarse a la opinión pública. Por ejemplo, desde sus páginas siempre se había librado una apasionada batalla contra la pena de muerte. En cambio, a la luz de la conmoción suscitada por los procesos a los asesinos en serie Haarmann y Kürten, los redactores fueron instados a abandonar la campaña contra las ejecuciones “porque ya no podemos permitírnoslo”. Koestler relata cómo desaparecieron del diario las firmas más prestigiosas, los columnistas independientes, los reporteros más audaces. “Se veían caras nuevas que sustituían a los antiguos empleados [...] Aunque los Ullstein eran judíos, todas las víctimas de la purga también eran judíos, y los sustitutos, todos arios [...] Aunque los Ullstein tenían opiniones progresistas, todos los que fueron despedidos eran izquierdistas, y todos los contratados, nacionalistas.”

En ese momento todavía no resultaba evidente que los nazis llegarían al poder. Al contrario. Koestler recuerda que había optimistas por profesión y optimistas por naturaleza: “Los primeros engañaban a los lectores, los segundos se engañaban a sí mismos. Algunos decían: “No pueden ser tan malos”; otros: “Son demasiado débiles, no triunfarán”. También: “Son demasiado fuertes, hay que pactar con ellos”, y a la vez: “Os dejáis asustar por un fantasma, estáis todos paranoicos”. Había quien predicaba: “Es inútil odiarlos; hay que comprenderlos, darles un voto de confianza”. Otros simplemente se negaban a “pensar en ello”.

Contra putas y juntaletras

Los nazis odiaban los periódicos y a los periodistas. Desde sus inicios. Se regocijaban con el de-sapego, incluso el creciente desprecio de los lectores hacia la prensa y la política.
Lo fomentaban. No estoy seguro de que los insultaran llamándolos “putas” o “juntaletras”, como ha llegado a ocurrir en Italia. Sin embargo, no había discurso, mitin o artículo de opinión en el que no a-rremetieran violentamente contra la Lügenpresse, la prensa de la mentira. Se ensañaban en especial con los periódicos de izquierdas, la “prensa marxista”. Con igual o mayor virulencia atacaban a la “prensa judía”, a los grandes periódicos “burgueses”, de orientación liberal o democrática, cuyos directores, como muchas de las firmas más destacadas, tenían apellido judío. La prensa berlinesa los irritaba de manera particular, porque nunca les había lamido las botas. Pero también despotricaban contra la competencia, contra los tabloides y los diarios de la derecha nacionalista que formaban parte del imperio mediático de Alfred Hugenberg. Sin el menor miramiento, sin una mínima gratitud porque durante años les hubieran allanado el camino siendo más groseros, más reaccionarios, más radicales enemigos de la izquierda, de la izquierda liberal y de los judíos que las propias publicaciones nazis.
Puede que los periódicos de la época ofrecieran motivos, o quizá algún pretexto, para que los odiaran tanto. En Weimar había excelentes periodistas y editores. No obstante, resultaría inútil buscar la le-gendaria grandeza de la prensa norteamericana de entonces. El cine alemán jamás podría haber alumbrado a un personaje del calibre del Ciudadano Kane interpretado y dirigido por Orson Welles en 1940. Aunque en la Alemania de entreguerras se desarrolló una mística de lo policíaco, lo detectivesco y lo criminal comparable, salvando las diferencias, a la estadou-nidense, cuesta encontrar una mística similar del periodismo y la libertad de prensa.
Realmente, las novelas y las memorias de esos tiempos no ofrecen muy buena imagen de los periódicos. Tal vez porque muchos escritores eran también periodistas. Vivieron en primera persona ciertas cosas. Ya hemos visto qué pensaba el joven redactor Koestler. También sabía de lo que hablaba Rudolf Ditzen, conocido como Hans Fallada. A finales de los años veinte había ido a parar a un pequeño diario de provincias, en Schleswig-Holstein. La primera obra que lo hizo destacar como escritor apareció en 1931 y se titulaba “Bauern, Bonzen und Bomben”. (“Campesinos, caciques y bombas”). Los campesinos están enfurecidos por la crisis. Los perjudica la competencia de los productos importados del resto de Europa y los asfixian los impuestos, por cuyo impago sufren embargos y los recaudadores de la hacienda pública les arrebatan las vacas y los terneros. Los caciques son los políticos y los funcionarios de los sindicatos de izquierdas. Las bombas las colocan los que organizan la protesta. No se trata de un ensayo de sociología o historia, sino de una novela escrita casi enteramente en forma de diálogo, con un lenguaje cotidiano, que nos brinda valiosas pistas acerca de por qué ocurrió lo que ocurrió. Aparecen los partidos, todos: los socialdemócratas, que gobiernan la ciudad, los demócratas, el centro católico, el partido de la economía, que representa a las clases medias y a los comerciantes, los nacional-populares del Volkspartei, que abominan especialmente la “democracia corrupta” de Weimar, los judíos y los comunistas, que siguen los dictados de Moscú y solo se dedican a sabotear a los socialdemócratas, a los que llaman “socialfascistas”. Y, claro está, aparecen los nazis, que todavía ocupan un segundo plano. Son los únicos que comprenden la indignación de los campesinos y saben aprovecharla. El mismo año en que Fallada escribió la obra, en la ciudad que él denomina Altholm (en realidad, Neumünster), los votos de los nacionalsocialistas saltaron del 4 al 27 por ciento del sufragio.
Ningún partido escapa de la corrupción. Todos están divididos en facciones y corrientes que se despedazan entre sí. Los líderes y los hombres del sistema tienen un rasgo común: se ponen la zancadilla y hacen carrera a codazos. Queda alguno “decente”. Por ejemplo, el alcalde de la ciudad. A veces gobierna con medios poco ortodoxos.

Pero en general con integridad, no es corrupto, no aspira a enriquecerse. Mostrar cierto “desenfado” forma parte de su trabajo. Hay un solo colectivo más “desenfadado” que los políticos: los periodistas. La prensa va mal, apenas vende, pierde lectores, es deficitaria, los balances son deplorables. Así que viven a la caza de noticias sensacionalistas para vender más ejemplares, y de ingresos publicitarios para evitar la quiebra. Los directores traman audaces operaciones financieras y los periódicos pasan de unas manos a otras, sin que ni los empleados ni los lectores se den cuenta. Hay una vorágine de compraventa de cabeceras, adquisiciones hostiles, casi siempre secretas, y fusiones opacas.

Fallada contó que el título con el que presentó el manuscrito de la novela le gustaba infinitamente más que el que decidió el editor. Él la había llamado “Un pequeño circo” en referencia a un episodio na-rrado en el prólogo: un pequeño circo llega a la ciudad y se niega a pagar por anunciarse en el periódico local, es decir, se opone a una práctica de extorsión. En venganza, el director del diario ordena a sus redactores que critiquen sin piedad el espectáculo. Fa-llada había trabajado en un periódico de provincias, así que se supone que escribía con conocimiento de causa. Pero no solo el periodismo sale mal parado: también la política de la Alemania de la época. No la de los ideales, la de las pasiones encendidas que sacuden Berlín y las grandes ciudades, sino la de los intereses miopes, la de los reproches sordos y acumulados y los recelos latentes, en una realidad marginal, periférica, aún ligada a la agricultura y la ganadería.

“Mi objetivo era decir ‘pobre Alemania’, no ‘pobres campesinos’,” precisó Fallada. “Quizá no sea una obra de arte, pero es tan realista que asusta”, opinó Kurt Tucholsky, desde la izquierda.

Días de radio

Aunque los nazis prácticamente no sabían ni leer ni escribir, en cuanto ocuparon el gobierno se apoderaron del medio de comunicación que se había revelado más importante que toda la prensa junta. Le echaron el guante a la radio. En efecto, el primer movimiento, en la primerísima reunión de gabinete de Hitler, había sido prohibir los periódicos de izquierdas. Luego llegó la intimidación al resto de los rotativos, hasta que lograron que obedecieran amordazando a los periodistas incómodos, despidiendo a los redactores hostiles o los que no les infundían confianza. Los expulsaron del negocio de forma gradual, cerrándolos, expropiándolos o arrebatándoselos a sus antiguos propietarios.

Aunque la mayor parte de los diarios se habría adaptado espontáneamente al régimen, sin necesidad de coacciones. Pasa en las mejores familias. Sin embargo, el movimiento decisivo, el más visionario, fue la conquista de la radio y el fomento de cuanto ofrecían las nuevas tecnologías de la información.

Antes del 30 de enero de 1933, los nazis apenas influían en la radio y en el contenido de las transmisiones. Sin embargo, desde el 1° de febrero hasta las elecciones del 5 de marzo, utilizaron la radio para llevar a cabo una incesante campaña electoral. Monopolizaron los contratos de publicidad en las ondas, impidiendo el acceso a los demás partidos, incluido el DNVP del magnate de los medios Hugenberg, su aliado en el gobierno. Su truco genial fue combinar la radio con los altavoces, la emisión a distancia con el efecto estadio. Fijémonos en el comentario de Goebbels acerca del discurso de clausura de campaña de Hitler, pronunciado el 4 de marzo en Königsberg y retransmitido en directo: “Gran discurso. Hitler fantástico. Plegaria de gratitud y repique de campanas. treinta-cuarenta millones de oyentes”.

“Cuanto mayor y más poderoso era un medio de comunicación, más vulnerable era al chantaje”

En La lengua del Tercer Reich, Victor Klemperer relata cómo fue testigo de la retransmisión de ese acto frente a un hotel cercano a la estación de Dresde, completamente iluminada, desde la que un altavoz difundía el discurso.
“Nunca llegué a verlo ni lo oí hablar directamente, eso estaba prohibido a los judíos [...] Solo alcancé a captar retazos del discurso, en realidad, más sonidos que frases [...] Jamás he logrado comprender cómo con esa voz, que era todo menos melodiosa, forzada hasta el grito, con esas frases burdas, a menudo ni siquiera en un alemán correcto, con esa retórica falsa, tan ajena al estilo de la lengua alemana, fue capaz de conquistar a las masas, manteniéndolas cautivas durante un tiempo espantosamente largo...”. Marshall McLuhan quizá le habría respondido que “el medio es el mensaje”.
Goebbels dirigía las transmisiones radiofónicas en persona y ejercía de locutor improvisado. Sus intervenciones en las ondas y en el cine están disponibles en YouTube.
El tono de voz, la hábil dosificación de agudos y graves recuerda a las grandes retransmisiones futbolísticas de antaño: era como estar allí, en el estadio. Uno lo seguía todo al detalle, aunque no lo viera. Ahora podemos mirar los partidos en TV. Bueno, yo soy incapaz: al parecer, la moda es que los comentaristas hablen entre ellos en lugar de contarnos lo que sucede en el terreno de juego.
Distraen en vez de aportar, e intercambian un montón de ocurrencias que no comprendo. Goe-bbels era odioso, pero hay que reconocer que se le entendía a la perfección. En la Feria Internacional de la Radio celebrada en Berlín en 1933 se presentó un transistor barato, al alcance de todos los bolsi-llos. Lo bautizaron Volksempfänger 301, “receptor del pueblo”, y “301”, por la fecha del nombramiento de Hitler como canciller, el 30 de enero. El ministro de Propaganda ordenó que se produjera y distribuyera masivamente. Hasta entonces, la radio había incidido poco en las elecciones, había sido neutral o se había decantado muy ligeramente hacia los gobiernos en funciones y la democracia de Weimar. Con los nazis se volvió omnipresente y omnipotente.

Aunque hubo que esperar hasta 1939 para que el 70 por ciento de los hogares alemanes dispusiera de radio. Solo el cine superaba en popularidad a la radio, y también lo sometieron a un control absoluto. Goebbels decidía qué películas se debían y se podían rodar. A saber qué habrían logrado de haber contado además con la televisión y las redes sociales.

Cómo doblegaron a la prensa “mentirosa”

El periódico del Partido Comunista, Rote Fahne, fue inmediatamente prohibido. El pretexto: habían convocado una huelga general para el 31 de enero. Tres días después clausuraron el Vorwärts, el órgano del SPD. La excusa fue que había publicado un editorial en el que se instaba a los ciudadanos a defender sus derechos constitucionales. No obstante, desde la izquierda se llamaba a la calma, a no caer en provocaciones.

Los socialdemócratas no se habían sumado a la convocatoria de paro ni habían movilizado a la milicia y sindicato del partido, la Reichsbanner (con tres millones y medio de afiliados, era más numeroso que las milicias nazis, pero menos combativo). Adujeron que no querían brindarle a Hitler motivos para que desplegara “legalmente” la violencia. “Si nos hubiéramos alzado esa misma noche [de la pro-clamación de Hitler como canciller], desde un punto de vista técnico habríamos violado la misma Constitución que deseábamos defender.”
Una segunda razón derivaba del miedo, típico de la paranoia imperante en la izquierda, a que los comunistas aprovecharan la oportunidad para “apuñalar a los socialistas por la espalda”. Si la huelga general y las protestas desembocaban en enfrentamientos sangrientos entre las milicias izquierdistas y los nazis, se corría el riesgo de que interviniera el Ejército. Contra los comunistas y por ende contra toda la izquierda. Sin embargo, el SPD creía que podría movilizar el Reichswehr contra los nazis. Una tercera razón, nada peregrina, era que “un paro general difícilmente tendrá éxito cuando hay tantos parados”.
A la prohibición de los diarios progresistas siguió la de publicar cualquier noticia molesta. El decreto “Para la protección del pueblo alemán” del 4 de febrero de 1933 ilegalizaba la difusión de “noticias incorrectas”. Quien decidía qué era “correcto” era el ministro del Interior. El cargo lo ocupaba aún -por pocos días- el nazi Frick. En un gobierno repleto de ministerios adjudicados a miembros de otro partido, los nazis apenas otorgaban importancia a la car-tera de Interior. Sin embargo, los ministerios que no manejaban los nazis acabaron resultando decisivos.
“Ahora contamos también con una palanca para la prensa. Habrá una oleada de prohibiciones. El Vorwärts y el 8 Uhr-Abendblatt, y todos los otros medios judíos que han causado tantos problemas y disgustos desaparecerán definitivamente de las calles de Berlín”», anotó Goebbels en su diario.

Interesante yuxtaposición: el Vorwärts era una publicación del partido que había liderado repetidamente en Alemania. En cambio, el 8 Uhr-Abendblatt era un periódico de opinión, con simpatías liberales, “progresistas”, como les gustaba definirse, pero no el órgano de ningún partido.

Pertenecía a la familia Mosse, que lo había adquirido en 1927 sumándolo a las cabeceras que poseían, entre ellas el Berliner Tageblatt, todas de gran prestigio. Antes de convertirse en la mano derecha de Hitler y lanzar su Angriff, Goebbels mismo se había postulado para un empleo en el Berliner Tageblatt. Ser fichado para este medio era lo máximo a lo que podía aspirar un periodista alemán durante los años veinte y treinta. El director histórico y padre fundador, Theodor Wolff, se jactaba de recibir solicitudes de trabajo sin cesar, incluso de profesionales del grupo rival, el de Hugenberg.

Los cálculos de los herederos

En realidad, los grandes periódicos habían sido doblegados mucho antes de que los nazis llegaran al gobierno. Desde gobiernos de centroizquierda y centroderecha. Los acusaban de ser demasiado independientes. El último, el gobierno de Brüning, que, como hemos señalado, contaba con el apoyo externo de los socialistas. No perdonaron que se hubieran mostrado sumamente críticos. Desde luego, nada tiene de extraño que a los gobiernos, sean del color que sean, no les gusten los medios muy independientes, que no acepten de buen grado las opiniones desfavorables, que se quejen a los directores y ejerzan presiones.

La prensa atravesaba dificultades financieras, y el grupo de la familia Mosse no era una excepción. Con la crisis, sus ingresos publicitarios habían caído a la mitad. A la muerte del fundador, Rudolf Mosse, tomaron el relevo su hija y su yerno. Pero lo único que les importaba a los herederos era no perder dinero. La línea editorial pasaba a un segundo plano. Se enfrentaron con el administrador y los directores que el fundador había seleccionado y blindado a fin de garantizar la continuidad. Contrataron a un nuevo administrador, con mayor experiencia en publicidad y reducción de costos que en la labor periodística. Planteó que se transformaran en publicaciones “más populares”. En consecuencia, redujeron la plantilla y prescindieron de buena parte de las firmas que opi-naban sobre política y temas considerados “demasiado serios”. Y con ello siguió mermando el número de lectores. Así, estaban a merced del nuevo gobierno sin que este necesitara ilegalizarlos.

Los directores se habían plegado a despedir a los profesionales incómodos antes de que se lo impusiera el régimen. Empezando por los que no pertenecían a la raza adecuada.

Entre las primeras víctimas ilustres figura la periodista de crónica social del Vossische Zeitung, Bella Fromm. Su cese causó revuelo en los círculos diplomáticos. Fromm conocía a todo el mundo en Berlín y todo el mundo la conocía a ella. Los lectores la adoraban. El director también la apreciaba. Pero tenía un defecto: era judía. Y judíos eran los propietarios del emporio Ullstein. Editaban numerosos tabloides, entre ellos el Berliner Zeitung, con una tirada de 200 mil ejemplares, el Berliner Morgenpost, con más de 500 mil; el Berliner Illustrierte, con dos millones, el Grüne Post, con un millón, aparte del vanguardista diario vespertino Tempo, profusamente ilustrado. No se trataba de prensa política, sino publicaciones de difusión masiva y con enormes ingresos publicitarios.

La joya de la corona era el Vossische Zeitung, de prestigio equiparable al del Times londinense y Le Temps en París.
Colaboraban grandes firmas, desde el poeta Kurt Tucholsky hasta la autora de Grand Hotel, Vicki Baum, pasando por Erich Maria Remarque, cuya novela Sin novedad en el frente había aparecido por entregas en 1928. Al diario lo llamaban cariñosamente Tante Voss (“tía Voss”, en alemán “periódico” es de género femenino). Para los peces gordos de Berlín, resultaba inadmisible no ser mencionados (previo pago, naturalmente) en las columnas de la vieja tía Voss con motivo de aniversarios, bodas o funerales. Parece una constante en la historia de las familias dueñas de grandes periódicos, una maldición que se extiende hasta nuestros días: los herederos de los Ullstein estaban asimismo, enfrentados, e incluso uno de los hermanos demandó al resto.

A ellos también les fastidiaba perder dinero. A ellos también les interesaban más las cuentas y los beneficios que la línea editorial, los valores de la democracia y de la libertad de prensa. A ellos también los sometían a presiones los anunciantes y los cancilleres. Durante los primeros meses de 1933 todo apuntaba a que el conjunto de la industria de la comunicación iniciaba una leve fase de recupe-ración tras años de crisis. La irrupción de Hitler y las amenazas a la libertad de prensa habían despertado el interés de los lectores por las noticias, aunque no por la política. Sin embargo, no bastó para salvar a los periódicos. Los Ullstein se vieron obligados a cerrar Tempo y el Vossische, y finalmente a ceder la mayoría del accionariado de lo que conservaban de su inmenso imperio, en el que nunca se ponía el sol (porque producían en un ciclo continuo: diarios matutinos, vespertinos y nocturnos), a un grupo de empresarios “arios” que contaban con el favor de los nazis.

Con todo, el medio de mayor prestigio era el Frankfurter Zeitung. Fundado por el banquero Leopold Sonnemann a mediados del siglo XIX, se había mantenido como un tesoro familiar durante casi una centuria. En realidad, en 1933 hacía un par de años que había pasado, silenciosa y discretamente, a manos de IG Farben, un coloso de la industria química. Hasta entonces siempre había sido un periódico de centroizquierda. Había apoyado la cooperación entre el SPD y el Partido Democrático y defendía a ultranza los valores de la Constitución de Weimar y de la justicia social. Había sido objeto de incesantes ataques por parte de los antisemitas, que lo consideraban la máxima y más nefasta expresión de la Judenpresse. En Mein Kampf, ningún medio recibe tantas invectivas como el Frankfurter Zeitung, que a su juicio era el órgano de la conspiración judía mundial. No obstante, como todas las grandes cabeceras europeas, el Frankfurter tendía a posicionarse del lado del gobierno, quienquiera que lo ocupara. Aunque no dejaba de defender la equidistancia y la imparcialidad. El editorial del 31 de enero, firmado por el jefe de la redacción de Berlín, Rudolf Kircher, infundía tranquilidad a los lectores: el eufórico júbilo de los nazis no duraría mucho; el nuevo Ejecutivo se enfrentaba a retos descomunales; los socios de gobierno de Hitler eran gente seria, no meros títeres; el flamante ministro de Defensa, el general Blomberg (que disfrutaba de la confianza del presidente de la República), nunca permitiría que se instaurara una dictadura; el mero hecho de que Hitler hubiera aceptado entrar en el gobierno demostraba que se lo podía “domesticar”. Un magnífico ejemplo de “famosas últimas palabras”. Pero bien meditadas desde un punto de vista táctico. El Frankfurter Zeitung, que durante años se había presentado como un férreo defensor de la legalidad y la Constitución, acabaría de rodillas, o incluso tumbado, ante los nuevos dueños de Alemania. Llegó a lo más bajo cuando se atrevió a justificar los plenos poderes de Hitler que despojaban de todo poder al Parlamento. “¿Parlamentarismo? Seremos los últimos en lamentarnos porque alguien exponga sus limitaciones, que nosotros mismos habíamos señalado a los re-presentantes de los partidos. Resultaba inevitable, o más bien era na necesidad vital reorganizar la vida política con mayor rigor.” Un comentario muy propio de Kircher. Piruetas como esta le valdrían una recompensa: de redactor jefe ascendió a director. Ocupaba aún ese puesto en 1939, cuando el Frankfurter pasó a manos de la editorial Franz-Eher. El director de esta empresa nazi se lo compró al Führer como regalo de cumpleaños. Kircher siguió como director hasta que, por orden expresa de Hitler, el periódico fue clausurado en agosto de 1943. Esta es una de las pocas ocasiones en las que Goebbels expresa en su diario discrepancias con el dictador: narra que intentó en vano convencerlo de que habría sido mucho más útil mantenerlo vivo que cerrarlo.

La prensa judía en perfecta armonía con el gobierno

En cierto momento, los nazis lograron instrumentalizar a la odiada “prensa judía”. El 27 de marzo de 1933, Goebbels anotó: “La prensa judía está cagada de miedo. Todas las organizaciones judías proclaman su lealtad al gobierno”.

El 1° de abril mostraba un entusiasmo aún ma-yor: “La prensa está trabajando [con nosotros] en completa armonía”. Y una semana después: “¡Qué fabulosa prensa tenemos!”. Esto no se produjo por generación espontánea, sino como fruto de un intenso esfuerzo: amenazas directas o mafiosas, asaltos a redacciones, intimidaciones a periodistas y especialmente a los que recaudaban suscripciones y a los grandes inversores. Les transmitían este mensaje: sois judíos y, si no os adaptáis, os cerraremos, sabéis muy bien que podemos hacerlo. El 6 de abril, Hitler se reunió con los directores y les dijo abiertamente que aún necesitaba sus periódicos para un solo fin: mitigar los recelos internacionales hacia su gobierno. Ellos le dieron las gracias y obedecieron.

En Alemania nunca había habido tantos periódicos como a principios de los años treinta, ni los habría después. Sus 66 diarios y 4 mil cabeceras, la mayoría locales, con una tirada media de 5 mil ejemplares, sumaban más que los rotativos de Francia, Italia y Gran Bretaña juntos. Las familias Mosse y Ullstein, con una postura de signo liberal, que hoy calificaríamos de centroizquierda, controlaban la mitad de los veinte millones y pico de ejemplares que se vendían en esa época. La otra mitad estaba en poder de Hugenberg, ultranacionalista, antisemita, monárquico y ferviente enemigo de la República de Weimar. Durante toda una década había apoyado las campañas de odio y denigración contra la izquierda, los inmigrantes, los judíos y cualquiera que le deseara el mal a Alemania, exigiendo por ejemplo, que cumpliera los compromisos internacionales y no abandonara el pago de sus deudas.

“Goebbels dirigía las transmisiones radiofónicas en persona y ejercía de locutor improvisado”

La prensa de Hugenberg había sido la principal responsable del clima de opinión, de la histeria xenófoba, antisemita y antibolchevique, de las patrañas acerca de la “puñalada por la espalda” y el “complot internacional” que alimentarían el crecimiento de los nazis. Hitler debería haberle estado agradecido. En cambio, no le propició un final feliz. El imperio mediático de Hugenberg fue también desarticulado y absorbido. Sin demasiadas ceremonias, en cuanto el cosignatario del contrato de gobierno de Hitler fue abandonado por su socio. Sus periódicos, agencias de noticias y productoras cinematográficas acabaron fagocitados por el conglomerado mediático que encabezaba Max Winkler y que respondía directamente ante la cúpula nazi. Ni siquiera los Hugenberg, los Ullstein y los Mosse reunidos habían aglutinado tantas empresas y tanto poder. Como si en Italia surgiera de la nada un magnate que engullera el grupo Repubblica-Espresso, el Corrieredella Sera, Mediaset y Sky. El deseo de subirse al carro de los vencedores y de servir celosamente a los nuevos amos nunca ha conocido límites. Antes de ser el delegado fiduciario de Hitler para la prensa y el cine, Winkler había sido funcionario de Correos y luego diputado centrista. “Había servido a dieciocho gobiernos. ¿Por qué no debería haberme puesto al servicio de un decimonoveno?” Parece que Winkler explicaba así el esmero, de hecho el entusiasmo con el que abordó la tarea de concentrar los medios de comunicación en manos del régimen nazi.

Una tradición de linchamientos mediáticos

Podemos afirmar que hubo continuidad entre antes y después del ascenso de los nazis. La prensa, toda la prensa, les prestaba un valioso servicio desde mucho antes de caer en sus manos o de recibir una patada. La prensa había fomentado año tras año la aversión a la política y a los políticos y la repulsión hacia la democracia parlamentaria. La prensa –y no solo la derechista– había ideado la fábula de la “puñalada por la espalda” asestada a Alemania, que habría ganado la guerra de no haber sido traicionada desde dentro por los judíos, confabulados con sus correligionarios del otro bando, por socialistas y pacifistas, bolcheviques, oportunistas y los financieros internacionales, todos judíos o cómplices de estos.

Las ofensivas comenzaron con la virulenta operación mediática dirigida contra “el Judío Erzberger”. Matthias Erzberger era en realidad, un miembro del partido de centro católico, que había formado coalición con la izquierda en el primer gobierno republicano. Como secretario de Estado en funciones y de acuerdo con el Alto Mando militar, había encabezado la delegación alemana en las negociaciones del armisticio. Lo acusaban de haber aceptado condiciones humillantes, o peor: de haber “vendido” Alemania a las potencias vencedoras de la Gran Guerra. Él se querelló contra los detractores. Al final de la cuarta vista judicial, un oficial de veinte años, que estaba de permiso y era un ávido lector de los periódicos de Hugenberg, le pegó un tiro. Erzberger sobrevivió: la bala rebotó en la cadena de oro de su reloj. El asesino frustrado recibió una condena leve, de dos años y medio de prisión. El tribunal lo creyó cuando afirmó que su intención no había sido matarlo, sino obligarlo a dimitir. Por otro lado, el proceso por difamación se alargó durante meses. Hasta que un diario de derechas, el Deutsche Zeitung, introdujo un nuevo elemento al publicar las declaraciones de la renta de Erzberger y acusarlo de evasión fiscal. Para que su defensa resultara más eficaz, Erzberger dimitió de su cargo de ministro de Hacienda y exigió que sus declaraciones fueran investigadas a fondo y con rigor. La inspección solo reveló algunos errores marginales debidos a la complejidad de la normativa fiscal en tiempos de guerra y lo absolvía de los cargos de falsificación y evasión. No bastó: la ofensiva mediática había hundido su reputación. Aparte, los periódicos de izquierdas lo habían abandonado y lo trataban con tanta hostilidad como los de derechas. En agosto de 1921 volvieron a dispararle, esta vez sin errar el blanco.
Los asesinos se justificaron citando al pie de la letra lo que habían leído en los periódicos acerca de las fechorías de su víctima. Tuvo que producirse, casi inmediatamente, otro impactante asesinato de un político señalado como judío, el ministro de Asuntos Exteriores Walther Rathenau, para que se aprobara una ley contra la difamación periodística. Nunca fue aplicada. Los periódicos siguieron aireando presuntos escándalos políticos. Por otra parte, esa medida era un arma de doble filo: al intentar defender el honor de los políticos de las calumnias de la prensa sentaba un terrible precedente. Todos los sucesivos cancilleres de la República de Weimar, tanto socialistas como centristas o conservadores, se aprovecharon de ella. Pero quienes la llevarían hasta las últimas consecuencias fueron los nazis, censurando cualquier crítica a su gobierno.

Un empacho de escándalos financieros

En la década de 1920, el deporte favorito de la prensa alemana era recrearse en escándalos protagonizados por políticos y hombres de negocios. Los casos se disputaban las portadas con la otra temática de la que, como hemos visto, ningún periódico parecía poder prescindir: los delitos de sangre, los crímenes sexuales, con una inquietante fijación con las violaciones de mujeres. Ambos géneros de noticias cosechaban ventas. Mucho más que las ideologías. Los editores responsables se justificaban alegando que se limitaban a dar al público lo que pedía. Hasta que alguien tuvo una ocurrencia brillante: mezclar los géneros, unir odio e ideología, escándalos y finanzas, desfogues y denuncias, medias verdades y puras fabulaciones, sexo y crimen.

Al principio, el tema favorito era el del político corrupto que se vendía a espabilados sin escrúpulos. Fue ejemplar el affaire Barmat, que involucró a un presidente de la República en ejercicio, el socialdemócrata Friedrich Ebert, y a un excanciller, también socialdemócrata, Gustav Bauer. Los siete hermanos Barmat eran especuladores judíos de origen ruso. Se habían enriquecido durante la guerra traficando con productos alimentarios con Holanda.

Después habían creado sociedades de inversión dedicadas a la especulación monetaria y a otras actividades financieras sospechosas. Cuando, a finales de 1924, sus sociedades quebraron y los Barmat fueron arrestados, salió a la luz que habían recibido financiación de Correos y el Banco Central de Prusia. Y lo que es peor: presumían de amistades políticas con el SPD y patrocinaban periódicos y obras benéficas del partido.

No fueron las publicaciones conservadoras o derechistas las que levantaron la liebre. Tampoco los medios nazis (el Völkischer Beobachter de Hitler todavía vendía poquísimos ejemplares y estaba en permanente riesgo de quiebra y cierre). Había roto el fuego el periódico del Partido Comunista, el Rote Fahne, a fin de destapar la corrupción del Gobierno socialdemócrata y, en vísperas de las elecciones de 1924, restarles votos. No les sirvió de nada.

El impacto en los resultados electorales fue modesto y encima en sentido contrario de lo esperado: los comunistas perdieron un millón de votos y los socialistas ganaron dos.

Solo más adelante, una vez que olió sangre, la jauría de los periódicos de Hugenberg se unió a la persecución de la presa. Relanzaron lo que inicialmente había parecido un mero cruce de rencores entre los dos principales partidos de la izquierda y lo transformaron en una despiadada caza al marxista y al judío. Bauer se vio obligado a renunciar como diputado. Ebert tuvo que comparecer ante una comisión de investigación del Parlamento prusiano.
La prensa derechista no soltó el hueso ni siquiera después de las elecciones. En cambio, aprovechó –como había hecho años antes con el caso Erzberger– la querella por difamación que interpuso el presidente Ebert contra un periodista que lo había acusado de “alta traición” porque en 1918, al final de la guerra, había apoyado una huelga en una fábrica de armamento berlinesa. En cuestión de horas, Ebert pasó de ser un digno denunciante en defensa de su honor a ser acusado de haber apuñalado por la espalda a la patria. Por su parte, la magistratura también subió la apuesta. En una sentencia absurda, calificada de “monstruosa” incluso por los conservadores, el juez condenó al periodista a tres meses de cárcel por injurias, reconociendo que llamar traidor al presidente de la República equivale a insultarlo. Pero al mismo tiempo lo absolvió del delito de calumnias con el argumento de que la convocatoria de una huelga en tiempos de guerra constituía en efecto una traición. Ocho meses después, Ebert quedó absuelto de todas las imputaciones y acusaciones. Sin embargo, el SPD nunca se recuperó del todo de ese tsunami de fango. La izquierda comunista se la tenía tan jurada a Ebert como la derecha nacionalista. No le perdonaban que hubiera frenado y reprimido los movimientos revolucionarios entre 1918 y 1919.

Lo consideraban cómplice, sino responsable, del asesinato de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo. El presidente se dejó la piel en el cargo. No a manos de un criminal, pero los ataques constantes y el linchamiento cotidiano por parte de la prensa lo debilitaron extremadamente y murió de peritonitis antes de que expirara su mandato. Aún no se había apagado el eco de los juicios contra Ebert cuando estalló el caso Sklarek. En esta ocasión, quien lanzó y alimentó la campaña fue la prensa nacionalsocialista, el Angriff del entonces Gauleiter (“líder provincial») del Nsdap en Berlín, Goebbels. Los Sklarek eran tres hermanos de origen judío que habían inmigrado desde el Este, como la familia que había estado en el ojo del huracán unos años antes, los Barmat. Ejercían prácticamente un monopolio en el suministro de uniformes a la Policía y otros servicios municipales de la capital. Fueron detenidos en septiembre de 1929, acusados de haber sobornado a los socialdemócratas berlineses para adjudicarse los contratos.

El Berliner Lokal-Anzeiger (del grupo Hugenberg) fue el primero en proclamar que los hermanos Sklarek eran grandes donantes del SPD y sus organizaciones afines. La prensa comunista no tardó en sumarse a las acusaciones de corrupción de la administración socialdemócrata. El vespertino del Berlín de los años treinta, el Welt am Abend, de Willi Münzenberg, informó del nuevo escándalo en un artículo de portada en el que aseguraba que los Sklarek pertenecían al SPD. Insinuaba: vean lo turbios que son los socialistas. El Rote Fahne también señaló como beneficiario de los sobornos al alcalde de Berlín, el centrista del DDP Gustav Böss. Pero en realidad, como pasa en las mejores familias y a menudo hoy en día, los Sklarek habían repartido sus aportes entre todas las fuerzas políticas. Habían donado dinero a políticos socialdemócratas (entre ellos, dos alcaldes de distrito) y como mínimo a dos concejales comunistas, y mantenían asimismo, muy buenas relaciones con políticos de la oposición de derechas e incluso con el director del periódico antisemita Wahrheit.

Incluso los tabloides moderados y liberales, el Tempo de la familia Ullstein y el 8 Uhr-Abendblatt de la familia Mosse, se consagraron alegremente a denunciar el escándalo y deplorar el “sistema” de poder socialista.

Unos y otros medios competían por revelar datos y por adornarlos con detalles que no siempre eran verdaderos. En cualquier caso, el más ingenioso e imaginativo,aparte del más implacable, fue el Angriff de Goebbels, con una avalancha de titulares efectistas, aunque infundados, como “Una caja de caudales secreta en la finca de los Sklarek” o “Faisán, langosta y champán”. El asunto había calado entre el público. Generaba votos. Los nazis lo evocaron una y otra vez en todas las campañas electorales, hasta 1933. Los socialdemócratas, que en esa época no acertaban ni una, se equivocaron estrepitosamente con su estrategia acerca de la “cuestión moral”. Minimizaron el problema limitándose a atacar el “sensacionalismo” de la prensa opositora. No iban desencaminados, pues era en efecto sensacionalismo. Pero la gente interpretó que solo deseaban esconder los trapos sucios, y castigó a los que le habían restado importancia, no a los que habían mercadeado sensacionalismo.

¡Es la prensa, querido! Los lectores estaban hechizados por la riqueza de detalles y se creían todo lo que les contaban. De nuevo, la literatura nos ofrece una idea de la atmósfera reinante. Elise Hirschmann era judía (huyó del país en 1933) y trabajaba como cronista judicial en el Berliner Tageblatt. En 1931, bajo el seudónimo de Gabriele Tergit, debutó con una novela protagonizada por un periodista ambicioso. Cuando un colega mayor le reprocha su falta de escrúpulos y que prime el sensacionalismo sobre el análisis riguroso, aquél le responde: “¿Y para qué sirven los escrúpulos? Los escándalos son mucho más rentables”.

En gran medida gracias al affaire Sklarek, el periódico comunista pudo presumir de ganar cinco mil lectores, los periódicos de Ullstein incrementaron su tirada en un 20 por ciento y los de Hugenberg batieron récords de ventas. Sin embargo, aún más nuevos lectores consiguió el Angriff nazi, que, gracias a esta campaña, dejó de ser quincenal para convertirse en diario.

Todo esto ocurría en la vigilia de las elecciones de 1929 en Berlín y Prusia, que supusieron una derrota aplastante para los centristas y el centroizquierda. Y los nazis triplicaron sus votos. Los periódicos se habían beneficiado de algunos ejemplares más. Pero pagaron un precio muy elevado: el hundimiento de la República y de la democracia.

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HB