COLUMNISTAS
Democracias

Ya están adentro

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Gobierno. Cambia una “casta” por una casta propia. | NA

El sueño político ya no existe”, afirma el filósofo francés Francis Wolff, destacado pensador contemporáneo, dueño de una penetrante mirada sobre los fenómenos humanos. Ese sueño se remonta a unos 9 mil años atrás, con el nacimiento de las ciudades y la necesidad de organizar la vida de las comunidades sobre la base de un propósito esencial: el bien común. Donde conviven dos personas o más, hay política, porque hay que solventar y armonizar diferencias, ya que no existen ni existieron dos individuos iguales en toda la historia humana. Esto engloba a la pareja, la familia, un grupo de trabajo, un equipo deportivo, una orquesta, un consorcio y cualquier vinculación entre humanos. La política es una actividad que trasciende al accionar de los políticos profesionales. Autor de ensayos como Tres utopías contemporáneas, Notre Humanité (Nuestra Humanidad) y ¿Por qué la música?, entre otras obras, Wolff piensa: “Lo que nos caracteriza como humanos es la facultad de raciocinio dentro de un diálogo entre personas. Ese diálogo es la base de la definición del ser humano y de la ética de la humanidad. La comunidad humana es por definición una comunidad ética”. Sostener esa definición sería la razón de ser de la actividad política.

Para Morin, la política exige la responsabilidad de trabajar por lo asociativo

Para el sociólogo y filósofo galo Edgar Morin, padre de la teoría del pensamiento complejo, la política exige la responsabilidad de trabajar por lo asociativo y no por lo disociativo, de encontrar lo universal en los intereses particulares. En su nacimiento (sobre todo en el siglo posterior a la Revolución Francesa) las democracias liberales apuntaron a validar y consolidar esa promesa de la política. Pero en su evolución parecieron confirmar a pensadores como el renacentista Nicolás Maquiavelo y su célebre tratado El Príncipe, quien la veía como una lucha por el poder en la que el fin justifica los medios, o el filo nazi Carl Schmitt y su propuesta de convertir a la política en un permanente y cruento campo de batalla sostenido en la matriz amigo-enemigo (con la que Ernesto Laclau se convirtió en una suerte de padre espiritual del kirchnerismo).

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La pérdida del norte inicial de las democracias creó el descontento, el hartazgo, el deterioro social y moral que resultó caldo de cultivo para la Primera Guerra, para la Segunda y para el entreacto que fue de una a otra. De manera sombría y amenazante mucho de ese aire se respira nuevamente en estos tiempos. En su breve y contundente ensayo El malestar de la democracia, el filósofo e historiador italiano Carlo Galli advierte sobre el ocaso del pluralismo social, la transparencia política y el espíritu cívico necesarios en una democracia. “Se corre el riesgo de que la igualdad se transforme en conformismo, escribe, la neutralidad en apatía, y que los derechos sean una tolerancia universal de consecuencias despolitizantes o se truequen en privilegios y pretensiones, que las libertades sean servidumbre voluntaria, que el pluralismo político sea solo una fachada y el logos público decaiga en charlatanería”.

Ahí estamos, según parece. Con un gobierno que simplemente cambia una “casta” preexistente por una casta propia (¿qué son, si no, el “triángulo de hierro”, los trolls bien pagos, los voceros serviles, los empresarios oportunistas, los seudofilósofos libertarios?). Con diputados, como los radicales y otros, que ofrecen votos al mejor postor y cambian de idea más rápido que de camisa, con convenios entre oficialismo, macrismo y kirchnerismo (que los hay, las hay y son inocultables) que lejos de ser las negociaciones naturales y públicas que requiere toda actividad política, son transas oscuras a espaldas de la ciudadanía. Así, la democracia no necesita enemigos externos. Los tiene adentro.

*Escritor y periodista.