Definir qué deben aprender las nuevas generaciones pareciera resultarnos incómodo, quizás porque se trata más de un tema político que científico. Existen muchas discusiones acerca de cuánto recortar, cuánto agregar, cuánto transformar en el curriculum a la luz de las necesidades del siglo XXI; pero por sobre todas las cosas, nadie duda de que las demandas que hoy pesan sobre la escuela exceden las capacidades y recursos con los que cuentan.
Todo esto, sin embargo, esquiva “el elefante blanco de la habitación”: la necesidad de formar nuevas generaciones (y, en consecuencia, a sus docentes) que defiendan una nueva narrativa acerca de qué vale la pena ser, hacer, e incluso sentir, en el poco tiempo de vida que cada uno de nosotros transita sobre este planeta.
En un magnífico intento de contribuir a esta conversación macro, el pedagogo español Enrique Javier Díez Gutiérrez (2024) aboga por una pedagogía del decrecimiento, en particular para el Norte Global (a lo que yo agregaría, las elites dominantes del Sur Global). Esta pedagogía del decrecimiento se pregunta acerca de qué modelos, qué discursos, qué métodos nos enseñan a desaprender lo que hasta ahora creímos que era indispensable ser, consumir y acumular, a costas no sólo de nuestros coterráneos más vulnerables, sino también del límite físico del planeta y de las futuras generaciones. En contraposición a ello, la pedagogía del decrecimiento (en conjunto con otras políticas necesarias para una justicia educativa) haría énfasis en un consumo ajustado a las necesidades, sería austero, equilibrado y justo.
¿Se buscaría, entonces, homogeneizar los deseos de los individuos? Por supuesto que no: el centro de la cuestión, en donde la educación tiene mucho por hacer, es cómo formar seres humanos capaces de desarrollar y expresar al máximo su singularidad a través de la satisfacción de deseos que sean compatibles con los de los otros humanos (en particular, con los de quienes partieron de un lugar menos privilegiado), con los de futuras generaciones y con las posibilidades reales del ecosistema, idealmente contribuyendo a su comunidad.
Plantear este desafío desde un punto de vista no solo moral sino también evolutivo nos fuerza a concentrarnos en aquellas habilidades esenciales que han implicado un salto diferencial en nuestra evolución, como la capacidad de imaginar, de proyectar a largo plazo, de autorregularnos y de empatizar con otros. Estas habilidades nos han facilitado los intercambios, la confianza, la disminución de los conflictos y, a diferencia de otras especies, la supervivencia a largo plazo y la conquista del planeta y más allá.
La nueva pandemia: el conflicto de interés
En un mundo globalizado, donde la narrativa dominante está caracterizada por la división, en donde existen pueblos y minorías que aún son atacados por el sólo hecho de existir, en el cual culturalmente se nos imponen deseos que−de cumplirse− no sólo destruyen el planeta sino que en el fondo nunca nos satisfarán; en donde la fe en la convivencia democrática cae dramáticamente como consecuencia de sus promesas económicas incumplidas, en un mundo así, en donde también sabemos que han habido progresos científicos con impacto definitivamente positivo en el nivel de vida de la población mundial, ¿qué debe ser, saber y hacer una persona para proponer una alternativa apropiada y convincente? ¿Qué hábitos deben incorporarse para bajarnos del tren que está por estrellarse? Lo más difícil: ¿cómo desaprender, deshacernos de viejos hábitos? En definitiva, ¿cómo aprovechamos y profundizamos las habilidades cognitivas, emocionales y sociales que definen nuestra humanidad, para acordar un mundo mejor para todos y todo?
La pedagogía tiene la obligación hoy de pensar, proponer y acordar este tipo de cuestiones para la propuesta educativa hacia las nuevas generaciones esté a la altura de los desafíos contemporáneos.
Los deseos de las personas son singulares, únicos, y es razonable y deseable que así sea: cada uno de nosotros tiene su propia configuración y su propia historia. Si bien la satisfacción de las necesidades básicas no sólo es un derecho, sino también una condición sine qua non para lograr un piso de bienestar, reflexionar sobre qué es lo que verdaderamente vale la pena y gestionar nuestra conducta para canalizarlo en el marco de lo sensato, en convivencia pacífica y justa con los demás y el ambiente… no puede ser tan descabellado. Vamos, después de todo −como dice un graffitti−, somos el producto de 4.5 billones de años de evolución: por una vez, actuemos en consecuencia.