OPINIóN
Relato

Una foto en blanco y negro, Borges y la respiración fatal de una pantera

A la manera de "La clase", obra emblemática del fotógrafo Marcelo Brodsky, el autor rescata una vieja foto del Colegio Manuel Belgrano de Temperley, donde como en un acertijo, aparecen, además de él mismo, quienes en el futuro serán un católico ferviente; al menos dos médicos, dos arquitectos, ingenieros y, entre otros, un contraalmirante retirado acusado de delitos de lesa humanidad cometidos en la ESMA. No hay, a diferencia de la foto de Brodsky, desaparecidos. "Tratándose de un colegio católico, nunca se sabrá si esta foto fue tomada por Dios o por el Diablo", conjetura. Galería de fotos

Los alumnos de tercer año, primera división, año 1964, del Colegio Manuel Belgrano, de la congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón.
Los alumnos de tercer año, primera división, año 1964, del Colegio Manuel Belgrano, de la congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón. | Los alumnos de tercer año, primera división, año 1964, del Colegio Manuel Belgrano, de la congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón.

Se podría hablar de una epifanía, y también, de una revelación, porque esta nota se referirá al catolicismo, pero, aunque epifanía y revelación son significaciones semejantes y, en algún aspecto, indisolubles, como esas tres personas distintas y un solo Dios verdadero de la Santísima Trinidad, no son lo mismo. En el caso de la trilogía cristiana, digamos que son indisolubles, porque una fantasía no le hace mal a nadie y ayuda a muchos. No lo decimos nosotros, lo dijo Jorge Luis Borges, de esa manera magistral en que decía las cosas: "La Biblia es el mayor libro de la literatura fantástica".

Ese Borges de quien recordar la austeridad con que vivía y penetrar a fondo en qué pensaba son una buena idea para empezar a conocerlo y dejar de creer en la visión superficial que casi todos se creían, la de un conservador, cuando estaba en las antípodas, y él mismo se entretenía en engañarnos largando "boutades pour la galerie", que Videla esto, que Pinochet lo otro, mientras se sacudía el polvo de ira que le quedó en el traje de cuando el peronismo le encarceló a doña Leonor, su madre, la que tenía muchos apellidos y raigambre de aristócrata, y a él lo mandó a la calle como inspector de aves, desalojándolo de una biblioteca, que significaba para él perder lo que es el paraíso para los católicos.

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Pero cuando debía ir al hueso, Borges iba al hueso, aunque también iba a menudo a comer al caserón de Bioy Casares y a conversar largo y tendido, porque la amistad es la amistad. Ya aventurándonos en tierras paganas, fuera del cristianismo, como es el universo de las palabras, no el de la Palabra, "epifanía" y "revelación" dejan de ser indisolubles y remiten a una realidad cruda y desnuda, la del lenguaje, que es comunicación entre humanos, no con entes divinos. Hay un matiz entre ambas, un matiz leve, casi insignificante, pero matiz al fin, que las diferencia, y mientras "epifanía" se abre en nitidez, transparencia, pureza, "revelación" se cierra sobre sí y las aparenta, esconde algo recóndito, que todavía no se sabe, late ahí y no termina de revelarse. Una revelación sería, entonces, una epifanía que atesora un secreto. "Atesora" no, porque es un verbo bello, de cofres llenos de oro y perlas y piratas genuinos y valientes y libros infantiles que enseñaban a soñar a los niños y los acompañaban cuando estaban más solos; en cambio, el verbo de una revelación es un verbo más oscuro y siniestro, por lo que retacea. Una revelación, por ejemplo, luminosa, sería que Dios existe y su secreto descarnado, que Dios no existe. En vez de crearnos Él, lo creamos nosotros, por más que a Él le otorguemos la mayúscula y nosotros nos reservemos la minúscula. Pero no vamos a entrar en disquisiciones metafísicas ni a jugar los enrevesados juegos que juegan los teólogos, compensatorios, suponemos, de los efectos secundarios que producen los votos de abstinencia y las visiones eróticas que atacan a las monjas. Y llegamos al punto que queremos llegar, el de esa foto, con su revelación que escamotea un secreto. Se aprecia, en apariencia, condenado al estatismo, hasta podría decirse bobo, de cualquier colectivo estudiantil, un conjunto de alumnos de tercer año, primera división, año 1964, del Colegio Manuel Belgrano, perteneciente a la congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón, a pasos de la cancha de un club de fútbol de casaca celeste, Temperley.

Clavada allí la foto, a tantos años de distancia en números redondos, sesenta, ni uno más ni uno menos, parece congeniar con algún aniversario, pero no, la casualidad la lleva a concordar con el alegato de una fiscalía en un juicio por delitos de lesa humanidad. Para colmo, el blanco y negro la inviste de una pátina de eternidad, como el bolero de Consuelo Velázquez que cantaban Los Panchos en el Country, de Banfield, en unos carnavales tragados por el tiempo, aquella "verdad amarga" resumida en el verso "que sangrará la herida por una eternidad". La grieta ya estaba allí, como lo estaba en la cueva desde el comienzo de la horda, cuando había que salir por el sustento y la pregunta era "¿salimos a cazar un mamut para el puchero o a recolectar hormigas para el guiso?", y los de un lado gritaban: "¡mamut, mamut, mamut!" y los del otro, "¡hormigas, hormigas, hormigas!". Desde allí para aquí, lo que hubo fueron interpretaciones de la grieta, como en el peronismo hay interpretaciones del peronismo y en las religiones hay interpretaciones de Dios. Pero volvamos a nuestros educandos de la foto, que es lo que nos llevó a la horda y nos devuelve aquí, y es que, al margen de coexistir muchas religiones, coexisten, al interior de cada una, desde su matriz unívoca, la que dictó su Dios y reproducen sus libros canónicos, interpretaciones diferentes que se disparan en acciones diametralmente opuestas, aunque todas avaladas por Dios; dado el silencio de ese Dios que obsesionaba a Bergman como el de los espacios siderales torturaba a Pascal. En la fachada de la foto, todo parece normal, hasta anodino, y se diría que todos los que figuran allí irán al Paraíso, aunque algún rasgo torvo en algún rostro quizá sugiera una parada previa en el Purgatorio, si no se resolvió en una oportuna confesión y dos o tres oraciones de penitencia de por medio. Lo bueno, al menos, es que ya no hay que pagar por indulgencias.

Dijimos un colegio católico y todos los retratados lo eran, por el país en que nacieron, la familia en que vivían, el instituto al que asistían y porque las familias podían pagar las cuotas de un establecimiento privado, cosa que hoy no podrían por el depredador que acaba de destruir la clase media. Y no sólo se presume que eran, es que lo eran, como la mujer del César, que, además de serlo, lo debía aparentar, porque los curas nos arreaban los primeros viernes de cada mes desde los corrales de las aulas al matadero de la misa en la capilla lindera, la del Colegio del Huerto, el de las chicas arreadas por las monjas, aunque a otra hora, porque no las veíamos. Nunca nos aburríamos tanto como en esas misas y había que distraerse con lo que se encontraba alrededor, como la talla de yeso pintada de una virgen a la que le salía una víbora del pecho que siempre nos miraba, no sabíamos si la víbora o la virgen o las dos juntas, pero el placer mayor era observar la luz del sol filtrarse por el centón de los vitrales en una esplendorosa dispersión de colores, cuando el arte ya anunciaba que a algunos de nosotros nos vendría a salvar. Los de la foto éramos chicos firmemente católicos o más o menos firmes o algo así de católicos, que, luego de abrirse a los vientos de la vida, algunos profundizarían esa fe, no porque fuesen a ser curas o tuviesen el sueño de ser papas; otros, la mayoría, la mantendrían en un nivel estándar, y la restante minoría saltaría la verja hacia otros rumbos o pegaría el volantazo de "la revolución", que entonces se decía.

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También llama la atención de esta foto en la que venimos desconchando sus capas de cebolla sin lagrimear, sin pestañear, sin añorar, sólo pelándola, algo que no debería sorprender porque se da en todos los ámbitos, y es que, en nombre de una misma fe, una misma ideología, una misma religión, se puede llegar tanto a una fervorosa piedad como a una ferocidad despiadada, pasar de una flexible comprensión a una incomprensión inflexible. ¿Qué juega allí? La grieta, aquélla de la horda, ésta de la ciudadanía y la humana de siempre, que un filósofo del siglo diecinueve definió con palabras de la modernidad, "lucha de clases", un concepto que la posmodernidad no puede elucidar porque involucionó ala premodernidad de los dioses, los terraplanistas y los dinosaurios.

En la foto, el cielo y el infierno están allí, pero velados, difusos, imbuidos de rostros quinceañeros que, aunque semejen distintos, son iguales, disipadas las gruesas evidencias con que los popularizaron los pintores y las estampitas reproducen, aquellas imágenes de fuego y diablos, ángeles asexuados y vírgenes, que la foto escatima, diluye en anonimato y mansedumbre, porque, de lo contrario, habría que encarnarlos en dos alumnos que, de este modo, no es necesario mencionar ni individualizar con un círculo en torno de sus caras. Ahí todos se parecen. Ese no saber con quién estamos o a quién tenemos al lado hace que la foto, vista desde hoy, produzca más terror, porque el cielo está representado por todos los alumnos menos uno, así sea en gradaciones desde el azul más intenso al celeste más lavado, pues algunos han de ser mejores que otros o, visto desde otro ángulo, todos algo distintos, y el infierno, representado por un alumno menos todos los demás, en cerrados blanco o negro, porque el racismo, cuando aparece, es de un solo color, sea blanco o negro, ya que todos venimos de los monos, ¡idiotas de las canchas de fútbol! Se lo reprochó alguna vez, con un poema exquisito, "¿Qué color?", el poeta cubano Nicolás Guillén al poeta soviético Evgueni Evtushenko, cuando éste, tras el asesinato de Martin Luther King, cometió la torpeza de decir: "Su piel era negra, pero con el alma purísima como la nieve blanca". De un blanco como la luz que ciega. De un negro como una pantera caminando la noche.

Repasémosla de nuevo, la foto. Púberes, adolescentes, jóvenes que aún no eran jóvenes, pero ya no eran niños. Las fotos siempre tienen algo por decir porque lo muestran todo, pero no terminan de decirlo. Lo que hace todo arte: sugerir, no decir, que es la mejor manera de no callarse nada. Captan la verdad del instante sin darle tiempo de mentirse y la estaquean allí, a consideración de quien la observa. Lo vuelven responsable. Para que después no haya reclamos, de la vida ni de la muerte, "esas dos impostoras", como le gustaría decir a Kipling, y menos, de la Historia, tan apurada por contar lo que pasa que a veces parece periodismo. La humanidad de hoy es un remedo en la pantalla de lo que era la horda escribiendo en la piedra, pero volvamos a la foto, del siglo que pasó, uno en el que, por lo menos, había utopías y no saltimbanquis en un circo. ¿Quiénes son esos chicos? Porque no a todos los identifica la memoria, que es díscola, arisca, irreverente, ciñe y suelta, recuerda pero olvida, obra a su arbitrio y cava pozos tan profundos que hasta entierra lo que ella misma es y luego no sabe qué enterró. Así, las heridas abiertas puede que se guarden o no, e igual, las suturadas, pero las fotos quedan ahí, testimoniales, como pruebas en un juicio de divorcio o por delitos de lesa humanidad o porque una vecina le dijo a la otra: "Fea, fea, fea. ¿Me oíste? ¡Fea!". Sí, sin Dios, el mundo da para la gracia mientras suma desgracias, una tras otra, y la Justicia no es más que una partida de cartas entre mejores y peores abogados. En las fotos, sobre todo en blanco y negro, entre los grises siempre flota una niebla, pero no entresacaremos los nombres de esa niebla, porque la memoria, si bien no miente, pasada cierta edad, si algo querría, es mentir, así quedaremos nombres, pero no los de la foto, sino otros, imaginarios, a través de un juego. Buscaremos una vieja guía telefónica, de cuando los teléfonos eran fijos, como la Tierra para un terraplanista, asentada sobre pilotes, aunque los más osados, y por su afirmación darían la vida, que, en su moneda, al tipo de cambio, no vale más que "un carajo", aseguran que no son pilotes, sino patas de elefantes robustos. En fin, siempre se dijo de los locos que son "genios incomprendidos" y, aquí, una digresión, pues quizá algunos lo sean. Friedrich Hölderlin dio prueba de ello en Alemania cuando sintetizó en una línea que "el poeta es el que corre hacia la catástrofe" y Jacobo Fijman la dio aquí cuando, a imitación del Quijote, hizo girar las aspas de su "Molino Rojo". ¡Ojo!, no confundir con "Moulin Rouge", terraplanistas, que es un teatro de revistas en París, nada que ver con Fijman ni Cervantes, y tampoco, confundirlo con el filósofo alemán Theodor Adorno, que en "Dialéctica de la Ilustración "escribe: "Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie", y a éste, menos que menos, con Adornito, un perdedor de la caballeriza Libertame, de la que nadie se acuerda, ni en el Stud Bookfigura,y al que sus patrones, unos recién llegados al turf, sin tradición ni ideas, creían crack y preparaban, a escondidas, en un campito en cercanías de La Plata para dar, supuestamente, el golpe en el Gran Premio Nacional, la carrera más importante del calendario hípico local para potrillos y potrancas que se disputa año a año en el Hipódromo Argentino de Palermo y consagra al mejor de su generación, aquel Nacional de 1932, que finalmente ganó Payaso, un hijo de Re–echo y Payasada... sí, Re-echo, su papá, con guión en vez de hache y la minúscula... al que entrenaba el mayúsculo Francisco Maschio y montaba el "Maestro" Leguisamo. ¿Y Adornito? No sólo no corrió, sino que ni llegaron a anotarlo, porque se mancó en un apronte y lo sacrificaron. La muerte lo salvó de ir a tirar de un carro, destino de todo burro hecho y derecho. Tenía, encima, una singularidad que daba lástima, por no decir ternura, como la dan los perros moribundos, y era que le gustaba correr con la cabeza medio de costado, así que, del par de carreritas que animó, un décimo entre once en el debut y un octavo entre nueve en la siguiente, en la segunda le pusieron careta para que la distracción no le hiciese perder ritmo, todo envuelto en misterio, porque entre los "sabiondos" circulaba el chimento de que lo habían "parado", relojeándolo para el batacazo en pleno Nacional.

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Pero volvamos a la foto, que es como a la cordura, porque la Tierra es plana y no rueda como dijeron esos griegos estúpidos de Pitágoras, Parménides y Hesíodo. Bien, ya encontramos una vieja guía telefónica. El juego propuesto es que tiraremos al teclado, para reproducir en la pantalla, apellidos de la guía sacados al voleo, que quizá hagan juego con los rostros, quizá no, como si los propios rostros fotografiados fuesen mintiendo quiénes son o diciéndonos quiénes quieren ser. No seguiremos un orden. No respetaremos fila, sitio. No diremos éste, tal; aquél, tal. Los alinearemos de manera arbitraria, como se extraen en un sorteo dos bolillas distintas de dos bolilleros diferentes: de uno, un número (un nombre); del otro, un premio (un rostro). Tampoco serán todos de todos, habrá más rostros de la foto que nombres en el texto o más nombres en el texto que rostros de la foto, no nos pondremos a contar. Cuanta más confusión haya, mejor. La individuación, en todo caso, la dará el fiscal, en un espacio que no es el de esta nota. De nuestra parte, y no importa qué razón la anime, nuestra idea es evitar cualquier posibilidad de concordancia, así sea de nombres abstractos con rostros concretos, y, si esa concordancia se da, será casualidad y tampoco se sabrá. Igual, artimaña que aprendimos del cine, ya estamos colocando un cartelito previsor: "Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia". Y, de última, dentro de unos días, un mes, un año, nadie se acordará de nada ni de nadie, de troyanos ni de tirios, de un presidente excelso o un idiota de moda. De la Tierra mismísima, nadie se acordará cuando se esfume, ningún otro planeta la extrañará nostálgico, ni los de este sistema, todos tratando de escapar y algunos no pudieron, ni los extrasolares, y menos, el Sol, ya devenido una gigante roja.

¿Cómo se podrían llamar los de la foto, pues? No nos llevará demasiado escoger nombres. Abramos la guía en cualquier página, en cualquier otra, en otra más. Acá van los primeros: Muñoz, Di Lella, Mungiello, Mateos, Peters, Agnelli... Acá van los segundos: Hansen, Ferrari, Ezcurra, Jover, Rigueiro, Buero...Estos terceros van: Artuso, Fraga, Fernández, Anoni, Troncha, Rúa... Y unos cuartos: Oliveras, Bignone, Laville, Dobal, Giardino, Francioni, Erdocia... Algunos estarán muertos, si Dios quiso; otros seguirán vivos, si Dios quiere, y los que no están vivos ni muertos en la foto, algo así como lo que le pasó al gato de Schrödinger, es porque ese día faltaron al colegio pese a que con antelación se les avisó, y habrá sido a causa de una inoportuna gripe, un percance familiar o algún otro imprevisto, tendríamos que buscarlos, preguntarles, ¿valdría la pena? ¿Y si están muertos?, y además, ¿no estamos diciendo que éstos que sí se la sacaron no son siquiera los que son? Lo único cierto, tratándose de un colegio católico, es que nunca se sabrá si esta foto fue tomada por Dios o por el Diablo. No hay desaparecidos entre los que aparecen en la toma ni entre los que no aparecen, desaparecidos de los que en serio desaparecieron, no de estar vivos o muertos de modo natural, aunque alguno de ellos o más de uno tenga un hermano, un familiar, un profesor, un amigo, un conocido desaparecidos, mientras que otro, uno concretamente, según el alegato del fiscal, es un desaparecedor, eso que, en 1964, en esta foto, no se podía saber porque aún no había sucedido. Hay, entre los fotografiados, un par de médicos, uno o dos arquitectos, un administrador de empresas, un industrial pyme, otra dupla de ingenieros agrónomos, un corredor de seguros, un publicista, u gerente bancario, un ingeniero naval a quien el menemismo despidió de YPF y debió reconvertirse en agente inmobiliario, un abogado vuelto comerciante y otros que, de bachilleres, pasaron directamente a comerciantes, el comercio tira, aunque no se crea –crea no de creer, sino de crear–, y también, entre ellos, hay oficios o profesiones raras, raros: un carpintero, un bioquímico, un zootécnico, un agrimensor y, volando alto, un piloto de Aerolíneas Argentinas, y por qué no arriesgar que alguno habrá salido pintor, escultor, actor, escritor o, malogrando sus dotes literarias, periodista, porque con la literatura no se come, ¿se educa?, no sabemos, ¿se cura?, sí, el espíritu, si no se muere antes de inanición, y, finalmente, hasta donde conocemos, está el que entró en las Fuerzas Armadas. Lo cierto es que todos están ahí, en esa foto de colegio católico y, en conjunto, lo son, aunque si fuese hoy, y así lo fueran al ciento por ciento, igual les hubieran echado los perros, a olerlos, para detectar si no tienen algún pigmento rojo en su imaginación que contraríe la Ley de Buzos, esa que emergió de las cloacas del Congreso hecha, casualmente, un "pedo de buzo", como dirían las señoritas de buenos modales y señores inciertos, y por la que ya hay perros argentinos oliendo facultades en China, Bolivia, Colombia, Nicaragua, Venezuela, la izquierdísima España y un caniche apostado en la escuelita de fútbol de Independiente de Avellaneda, "el Rojo", así como un mastín inglés nacido en Barrio Apache que, de ser necesario, podrían trasladarlo a las Falklands –Malvinas, entre gauchos– a oler isleños y un lebrel afgano oriundo de Ezpeleta y oledor de islamistas que salió expresamente de nuestro patio trasero a la Universidad de Colorado, en Boulder, y si se nos pide, podríamos mandar perros a combatir a Ucrania, es más, ya se están clonando nuevos en nuestro Ministerio de Capital Perruno por lo que pueda pasar en Uruguay en las elecciones próximas porque, si hoy hay un presidente medio socialista, ¡imagínense si gana uno tres cuartos! Pero no nos dispersemos y concentrémonos en nuestra foto, donde conviven, entre los demás, dos de esos chicos de entre catorce y quince años que hoy, seis décadas después, hechos no dos ancianos, sino dos septuagenarios, porque la edad se inscribe en los cuerpos, no en los espíritus, representan lo que esta nota vendría a significar, "porque los actos son nuestro símbolo", como escribió Borges. Uno, ferviente católico, regresa a su casa luego de practicar su fe, de palabra y de obra, entre la comunidad de una parroquia de la que forma parte, tarea continuadora de la que siempre realizó, en otras circunstancias y comunidades, con las intermitencias propias de su actividad laboral como sostén personal y familiar, y el otro, católico también, dada esa foto que lo prueba y su posterior inserción profesional en la Armada que lo ratifica y de la que se retiró contralmirante, y que ahora se apresta, tras interminables idas y vueltas, apelaciones, planteos de su defensa y las consecuentes dilaciones, a afrontar un juicio por delitos de lesa humanidad, acusado por la fiscalía de secuestro, tortura y asesinato de personas, abuso sexual y apropiación de niños y niñas durante la última dictadura cívico-militar. Esta contradicción corporizada en dos representantes de su hueste debería hacer dudar a Dios. ¿Quién soy? Al dios católico, pero también a los de las otras religiones, porque lo que pasa en una pasa en todas, como en los demás órdenes de la vida. "Yo, Dios, quiero saber qué pasa", se pregunta Descartes siendo subteniente francés en un poema de Gelman, mientras clava su pica a un teutón de Essen en la batalla de Praga. Salvo que Dios no exista y todo vuelva a fojas cero o que Dios exista y esté partido en dos, una que quiera un mundo de iguales y no lo sepa hacer y otra que quiere un mundo desigual y sabe cómo hacerlo. Lo que cuenta es la política, no la economía, a la que hoy se la cree la niña bonita cuando no es más que una niña desharrapada, de la que usufructúan los que viven de ella. Una ciencia menor, si es que llega a ser ciencia y no esta rama de la astrología de la que sus chamanes no se cansan de hablar en cuanto espacio encuentran y ni siquiera ofrece arcanos para la fantasía. En un mundo de iguales, la economía no existirá como problema porque estará centralizada y subordinada a las necesidades de lo humano. Lo que menos importa, entonces, hoy, ahora, mañana, la próxima semana, el mes que viene, de acá a cuatro años, es que a Milei le vaya bien o mal, porque los valores que él representa son lo que está mal, es lo que está podrido de antemano. Milei no es más que una etiqueta en el escaparate de un negocio, una etiqueta burda, o, en otras palabras, una piedrita en el zapato que la Historia no tardará en quitarse y arrojará al contenedor para que se la lleve por la noche uno de esos camiones de basura. No la noche de la noche, esa que amaba Borges, sino la noche de estos tiempos oscuros. Ya lo avisó el Eclesiastés: "No hay nada nuevo bajo el sol". La Historia hay que mirarla en perspectiva, no encerrada en el living de una casa ni embutida en el estuche de una generación, cosa que ya advirtió Cesare Pavese con una frase lúcida y terrible: "Los problemas que agitan a una generación se extinguen para la generación sucesiva no porque hayan sido resueltos, sino porque el interés general los deroga".

Regresemos a la foto. En toda revelación, como dijimos al comienzo, hay un punto ciego, oculto, y, en ésta, uno como pocos. Lo que en filosofía se denomina "potencia y acto". En 1964, lo que vemos, está en potencia y, en 1977, lo que verá el fiscal, pasará al acto. Sólo quienes habitan esa imagen, de verla hoy, se reconocerían, porque sus padres y otros familiares mayores, que también los reconocerían, han de estar todos muertos, y porque sus descendientes, hijos y familiares menores, están demasiado vivos para reconocerlos, una, por ignorar cómo fueron sus padres cuando chicos, y dos, por unos versos de Vicente Muleiro: "Para alguien en el mundo estamos lejos / y para los demás / en otra cosa".

Nosotros, que también habitamos esa foto, hemos nombrado a todos o casi todos los que la habitan, con nombres falsos, lo dijimos, entresacados de la guía telefónica, acaso por un exceso de prudencia. Ahora le toca a la Justicia, la humana, no la divina, evaluar y resolver si ese que está sentado en el banquillo por lo que hizo o no hizo trece años después de participar en esa foto en la que estaba de pie sesenta años atrás, será "culpable o inocente". En la foto lo es, o sea, es esa "o", lo que todavía no era ni es, ya que la Justicia es una estatua de mujer con los ojos vendados que sostiene una espada en una mano y una balanza en la otra, personificando la imparcialidad, la equidad y el castigo, aunque debajo de la venda mire lo que quiera mirar, en la balanza pese lo que quiera pesar y con la espada imponga lo que más le conviene, por intereses personales o ajenos, inserción social, de clase, deseos inconscientes, incapacidad, equivocación, idoneidad, lucidez, dolor de muelas, estómago u ovarios, que esa estatua los tiene. Pero, como hablamos de un colegio católico, también es pertinente conocer qué opina la Justicia Divina y, colocada una escalera al cielo, ascender, para consultar al Juez Supremo, su sentencia y fundamentos. Arriba, que no es arriba, porque todo es un alrededor, sólo encontramos un devastador mutismo y una desoladora inmensidad. Aquello de Bergman y Pascal. ¿Dónde dar con La Fuente?, pregunta periodística. Borges, más práctico, se declaraba agnóstico, ésa fue siempre su coartada, que no es que no supiera si había o no había, lo sabía a la perfección, pero prefería que no lo distrajeran con asuntos extraliterarios. Lo puntual es que, como en el verso de Miguel Hernández, "Dios dirá, que siempre está callado" o, como en las encuestas, "no sabe, no contesta", y lo único que dice es lo que dicen sus ventrílocuos que dijo para que ellos lo transmitan. Pero, de ahí a creerles, hay una eternidad, como en el bolero de Los Panchos. Tantas son las religiones como interpretaciones hay de la divinidad, aunque no tantas como en el peronismo las que hay del peronismo, que en esto ya venía superando al trotskismo, algo inimaginable tiempo atrás. Nosotros tenemos una teoría, o una especulación, si algún creyente quiere menoscabarla, y es que, en su forma sólida, Dios también es una estatua, a diferencia de la cimbreante hembra que preside la comparsa Justicia en los carnavales de Comodoro Py y Gualeguaychú, una estatua de yeso, que es de las más baratas, y encaja con la pobreza económica y mental a que está reducida la Argentina, donde no alcanza ni para comprar una estampita. Nosotros, en tiempos de la foto, nos cansábamos de ver esas estatuas cada vez que, en los camiones de ganado, nos transportaban del colegio a una misa, aunque también se las ve hoy, gratis, hasta no ser privatizadas, en cualquier iglesia, salvo que momentáneamente esté cerrada para que no entren ladrones a robarse el cáliz, las sandalias del cura, alguna vela para hervirla mañana en el hogar y que mamá diga a los chicos:"Papá trajo unas papas". Si Dios no habla en el cielo, menos que menos puede hablar como estatua, y es, según nuestra teoría, el gran alivio para Él, pues no tiene que "fallar", en las dos acepciones que elegimos del verbo en el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española). Una, la de no tener que dar un fallo para un lado o para otro cuando se lo requiere por las atrocidades, aberraciones y monstruosidades que lo desbordan todo, y dos, la de no fallarles a los que esperan que dé el fallo a favor de su bando y en contra de los otros, lo que sería, por caso, en el caso de la foto. No es que se abstenga, es que es un impotente, ¡carajo!, incapaz de responder ni a uno solo de los cuatro planteos de la Paradoja de Epicuro, y sus fieles sólo atinan a interponer, para salvar el trance, una lamentable muletilla: "Si Dios quiere". Habrá querido, entonces, que Dalton Trumbo escribiera su novela "Johnny cogió su fusil" y después la filmara o que entre Milei y Musk se diera ese tierno roce de personalidades y de pieles o el romance lleno de hachazos y aventura que protagonizan una neanderthal y un sapiens a escondidas de sus clanes y la venganza que después aconteció, contada por una película de Hollywood para ver por alguna plataforma con un cucurucho de pochoclos en la mano. El Eclesiastés ya lo adelantó todo, pero claro, se lo tendría que leer, lo que es pedirle demasiado a esta época; tendría, en principio, que dejar el celular. De esa manera, la Justicia Celeste no tiene que andar justificando la venda que Dios guarda en su gaveta y es el original de la que usa la Justicia Terrestre, que ahora deberá determinar, sobre las pruebas puestas sobre la mesa contra uno de los chicos de la foto, no cuando tenía allí catorce o quince años, sino ahora, de setenta largos, qué sucedió cuando llegó después a sus veintisiete o veintiocho y ya no era un joven inocente y sus pares lo apodaban "Pantera". Determinar si corresponde o no corresponde lo que pidió el fiscal. Lo que nunca se vio, ni en Asia ni en África ni acá, y eso que se ha visto de todo en este mundo, es, para un animal, que se pida la "cadena perpetua".

Por último, y lo más extraño de esta foto que no tiene nada de extraño, a la inversa, es de lo más banal, "la banalidad del mal", que la llamó Hannah Arendt, pero también podría llamarse "la banalidad de la humanidad", con las honrosas excepciones de Borges y tres o cuatro más que se turnan siglo a siglo para sostener el porvenir, es que quien garabatea estas líneas, en ese colegio de curas, no fue infeliz, por lo contrario, fue feliz, y de lo único que se arrepiente, aunque no tenga culpa, porque entre los nueve y los diez años qué culpa se puede tener –¿o ya se bajó el límite de imputabilidad?–,es que en la lucha por la enseñanza "laica o libre", año 1958, estuvo del lado de la libre, no porque supiese qué era libre, y mucho menos, laica, que además no era con "k", como la perra Laika que venían de lanzar al espacio los soviéticos, y estuvo por la "libre" por la sola razón de estar del lado de adentro del colegio, uno de enseñanza privada, en el patio, que de estarlo de afuera, en la calle, hubiera gritado por la "laica". Lo que sí recuerda son los gritos, los de adentro y los de afuera. "¡Libre!" "¡Laica!" Como el siglo pasado hubiera sido "capitalismo o comunismo" o éste es "derecha o más derecha". Son las modas. De los que nunca saben dónde están parados y votan al primer imbécil que se les cruza en el camino. Por fortuna, si uno le va echando leña al pensamiento, con libros, con cultura, el fuego crece y se puede ir dejando de ser orangután o ser gorila. A los veinte, a los treinta, inclusive a los setenta, si se llega. Se podrá equivocar, como cuando se corrige por demás un poema y, en vez de mejorarlo, se lo arruina, pero es más difícil equivocarse, si se piensa. Aparte, en 1958, uno, a los nueve o diez años, era un chico, no como hoy, en que son "chicos" hasta los pelotudos de cincuenta. En los cumpleaños se regalaban libros de la Colección Robin Hood, de tapas duras y amarillas, leíamos a Salgari, las hazañas del héroe Sandokán y su inseparable Yáñez luchando contra un imperio que era el mismo de hoy, el estado británicounidense, lo hacían por la recuperación de Mompracem, una de esas islas a las que Borges llamaría "demasiado famosas". Borges, un escritor genial, revolucionario por donde se lo busque, luminoso en su manera de vivir, por más panteras que anden proyectando su sombra sobre una foto o sobre el mundo. "Mis padres me engendraron para el juego / arriesgado y hermoso de la vida, / para la tierra, el agua, el aire, el fuego. / Los defraudé. No fui feliz..." ¿Ni al escribir lo fue? Siempre mintiendo, Borges. Como mentimos todos los comunistas.

* Poeta y escritor.

CP