En este mundo hay tres tipos de personas: quienes creen en Dios, quienes no creen en Dios y los agnósticos, o sea aquellos que dicen no tener pruebas para escoger entre una u otra opción (no hay ninguna evidencia de la existencia de un ser superior, sostienen).
Yo me permito crear una cuarta categoría (si es que no está creada aún) para incluir a aquellos quienes no vemos evidencia de que Dios no exista. O dicho de otro modo, vemos todo el tiempo innumerables evidencias de que sí existe.
Créanme, aunque no estemos agremiados somos muchos. Soy católico, bautizado, primera comunión, confirmación y estoy felizmente casado por Iglesia desde hace 31 años. Si vulgarmente se nos divide en practicantes y no practicantes (quienes van a misa y quienes no) yo también aquí pertenezco a un grupo sin nombre. O, mejor dicho, con un nombre no muy elegante: los vagos. No voy a mi parroquia hace tiempo, no por ninguna posición en especial, sino por vago.
Dicho esto, esta columna no está planteada desde un credo. Yo podría ser de otro credo y vale exactamente lo mismo, ya que no tiene que ver con el dogma sino con la experiencia diaria. Veamos.
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¿En serio no ven evidencias de qué Dios existe?
En todo lo que nos rodea, que no está intervenido por el ser humano, la evidencia de Dios es abrumadora.
Pensemos, en principio, en eso que llamamos “naturaleza”. No hace falta irnos a las Cataratas del Iguazú, a los Glaciares de nuestro sur o al Océano Atlántico para ver la inmensidad del Todopoderoso.
Alcanza con contemplar algunas flores. La belleza de sus colores nunca será alcanzada por la producción humana, sea esta una obra de arte en el Museo del Prado o una imagen digital. En mi caso, suelo ver una Santa Rita de mi vecina que se cuela por la medianera del fondo de mi casa. ¡Ese color sólo lo puede haber inventado alguien superior!
Alguno de ustedes me podrá decir “Roberto, eso es la naturaleza misma”. Sí, claro cariño, estamos hablando de lo mismo. Sólo que a Dios vos le decís “naturaleza” (vale para “energía positiva”, “buenas vibras” y otros maquillajes modernos).
El misterio de Dios y de la finitud
Tomemos otro ejemplo. Las fragancias. Yo no encontré en ninguna perfumería, ni en las modestas de un barrio ni en las sofisticadas de los free shops, un aroma tan agradable como el tilo cuando florece.
¿Y los animales? ¿Vieron algún robot, imagen creada por inteligencia artificial o similar con más belleza estética que los animales? En mi caso, la debilidad son los felinos. En casa somos cuatro humanos y dos gatos. Los humanos tenemos tres, cuatro, a lo sumo cinco posiciones para dormir. Los gatos (especialmente la hembra) todos los días nos sorprenden con una nueva. Sus posibilidades corporales son infinitas. Parafraseando a James Carville, una voz interior me dice “es Dios, estúpido”.
Por supuesto que en nosotros, las personas, la muestra de que Dios existe también es muy perceptible, pero a veces está camuflada por nuestra propia intervención. La belleza de un animal, por ejemplo, es 100% natural. La del ser humano suele estar “tuneada” por vestimenta, moda, corte de pelo, tratamientos estéticos, filtros de fotos y muchas otras cosas.
Dicho esto, es bueno aclarar que los seres humanos tenemos un momento donde la presencia de Dios es definitivamente incuestionable.
Damas y caballeros, hablemos del “orgasmo”.
Ese momento de placer extremo y efímero no se puede comparar con nada que hayamos creado nosotros. Hay que reconocer que hubo algunos acercamientos como las drogas (que son onerosas y dañan mucho la salud) y el gol en un partido de fútbol (que es una gran aproximación) pero convengamos que… ¡No es lo mismo!
No por nada hay una expresión popular que, refiriéndose a ese momento, dice “le vio la cara a Dios”.
La luz natural, el Mar Caribe, la fauna marina, la perfección del cuerpo humano, esa melodía perfecta y mágica de un artista que se diferencia de todas sus otras canciones, el enamoramiento, el amanecer, la ternura de una vaquita de San Antonio. Hay miles de millones de evidencias. Como decía aquella canción que cantaba Sandra Mihanovich, “todo me recuerda a ti”.
¿Por qué un consultor en relaciones públicas se empeña en demostrar definitivamente la existencia terrenal de Dios? Se puede preguntar un lector. Y bueno… Quizás estoy siguiendo (muy modestamente) el legado de un equipo de doce RR. PP. a quienes uno que parecía un hippie, y murió en la cruz, los instruyó para llevar la palabra de Dios a la humanidad.
Convengamos que mal no les fue. Hicieron una gacetilla de prensa llamada Biblia y lograron bastante. ¡Sin Internet!
Una lectora, a su vez, podría decirme con razón, “sí, pero en el mundo también hay desastres naturales, enfermedades feas, horrores estéticos, muertes súbitas y una larga lista de etcéteras”.
Es verdad, señora. Tiene razón. Quizás el título de esta columna debería haber sido “Sí, Dios existe… Y el diablo también”.