Año complejo si los hubo. Y eso es mucho decir en la Argentina. Un 2024 que se inició al borde de la hiperinflación, del real abismo, con cambios extremos del típico Estado dirigista que gobernó al país por décadas y con un discurso político totalmente disonante al que la sociedad estaba acostumbrada. Hubo logros y también desaciertos, pero indiscutiblemente, un cambio radical.
Entre los aciertos cabe destacar la impresionante baja de la inflación, tema de preocupación y angustia constante en la diaria de los argentinos. Bajó abruptamente el riesgo país, el dólar blue no sólo no se disparó, sino que se mantuvo y ya se equiparó con el oficial, se dejó de emitir moneda, el déficit bajó abruptamente, las negociaciones con el FMI finalmente se alinearon y no se contrajo nueva deuda.
Un éxito rotundo se alcanzó en la nueva relación con el mundo. Argentina terminó con la política exterior vergonzante con las peores tiranías del mundo, estableciendo más que amistosas relaciones con las democracias genuinas y apostó por la defensa indiscutida del Estado de Israel en un contexto de antisemitismo creciente en un mundo violento y oscuramente amnésico. También la relación privilegiada con Estados Unidos terminó con una enemistad absurda que sólo trajo desventajas y atraso al país.
Por otra parte, el descabezamiento de una buena parte de la corrupción enquistada en el Estado, en todos sus niveles, fue uno de los mayores sucesos. La sociedad civil en su conjunto festeja azorada los múltiples “chanchuyos” y privilegios que se destapan casi diariamente, logrando, aunque sea por instantes, terminar con la bendita grieta.
Asimismo, el enfrentamiento al rancio y nunca enjuiciado sindicalismo, así como a quienes se aprovecharon, haciéndose ricos y/o distribuyendo a su antojo los dineros públicos destinados a los pobres,también están siendo desbaratados. El fin de los piquetes, que se habían convertido en parte del paisaje urbano, desatando bronca e indignación entre quienes perdían el presentismo, no llegaban a tiempo o soportaban horas de tránsito, también ha sido un logro festejado por una gran mayoría.
Otros temas han tenido un sabor agridulce, como el de los jubilados y la UBA. Indiscutiblemente los jubilados son de los sectores más castigados del país, sobreviviendo en su mayoría de la ayuda de sus hijos -cuando pueden- y transcurriendo una vejez indigna e indignante. Pero también es una certeza empírica el crecimiento exponencial de las jubilaciones por moratoria, sin los aportes correspondientes, que sobrecargaron de una manera insostenible a una minoritaria población activa. Un callejón sin salida. Aunque apremiante.
También agridulce es la cuestión del financiamiento de la universidad estatal. La educación y la investigación en el país han tendido a la excelencia, en un entorno hostil, en el que quien dedicó su vida a la ciencia ha sido históricamente tratado como un excéntrico o marginal por la humillante retribución que esta actividad ha tenido siempre en el país.
Sin embargo, la pertinaz negativa a su auditoría externa -que siempre es externa-, termina descalificando a la auto dignificación necesaria, despertando suspicacias que sólo ayudan a los detractores.
Otro tema por mencionar, en una elección aleatoria, es el cuestionamiento al tratamiento de los extranjeros como ciudadanos plenos. Se alzan voces indignadas contra terminar con la salud y educación gratuitas para quienes no son argentinos, en un contexto de un país con la mitad de su población pobre, además de la clara política internacional en la que sólo los ciudadanos gozan de dichos derechos. Dicho sea de paso, muchos países que se quejan no son retributivos con los ciudadanos argentinos.
En ambos casos es fundamental considerar de quiénes son las voces que se alzan indignadas….
Finalmente, siguiendo en tono agridulce, ocupa el lugar los insultos del presidente. Es una cuestión controvertida. Están los detractores que sostienen que su manera de expresarse es inapropiada a su investidura, que ataca de forma soez y violenta a autoridades, periodistas y personalidades destacadas, no sólo con improperios sino con acusaciones de gravedad que rayan la institucionalidad.
Pero parecería que hay muchos más entusiastas partidarios de su estilo y, sobre todo, de su contenido. El presidente expresaría “lo que todos piensan” de la corrupción, los privilegios, las mentiras y las hipocresías que han enlutado por décadas al discurso y a las prácticas políticas y sectoriales.
Es ese “sentido común”, la expresión de la furia y el hartazgo que se ha discutido en las mesas de café, en las reuniones familiares, en fin, en la resignación de una ciudadanía impotente durante tanto tiempo.
Sin embargo, se han producido serios desaciertos. Entre ellos el tema de la Corte Suprema, el que el gobierno ha impuesto con un insólito grado de obstinación con las nominaciones de Ariel Lijo y Manuel García Mansilla, que sólo ha logrado crear malestar y sospecha en la opinión pública, amén de constituir una intentona en contra de la independencia de poderes, pilar de la institucionalidad democrática.
La relación de Milei con las mujeres
Otro infeliz desacierto fue el ataque continúo contra periodistas y medios de comunicación. Es cierto que la mayoría de los gobiernos democráticos intentan controlar al “molesto” cuestionamiento de la prensa, conocida desde el siglo XVIII como “cuarto poder” por ser el contra-poder de las autoridades establecidas, informando a la ciudadanía, siendo portavoz de sus reclamos y, ante todo, guardián contra los excesos del Estado, que sólo debe administrar para la seguridad de la sociedad civil.
Es este el más añejo fundamento del liberalismo, encarnado en John Locke. Estado mínimo, poder gubernamental amañado y siempre vigilado con desconfianza por la sociedad civil contra sus posibles excesos. Por todo esto, la opinión pública y su expresión absoluta es soberana, columna fundacional de la democracia.
Finalmente, cabe mencionar en la lista -nuevamente aleatoria e incompleta- lo que se podría denominar “situación de las mujeres del gobierno”. En primer lugar, el enfrentamiento público, nuevamente innecesario y desestabilizador, del presidente con la vicepresidenta. ¡De nuevo! ¿Es que los gobernantes no pueden resolver sus luchas de poder privadamente, sin someter a la población a unespectáculo tan denigrante? ¿Tan difícil es ser prudente y discreto y no perturbar más aún a la sociedad que ya carga con suficiente?
Otras mujeres, que no son célebres por sus méritos, son la hermana del presidente y la diputada, otrora estilista. Es complejo para una sociedad democrática aceptar el nepotismo, sobre todo cuando no son personajes que provienen de una formación política o académica. Igualmente, muchos outsiders han sido bien recibidos en el ámbito político, no parecería ser el caso, pero el tiempo lo dirá.
Por otra parte, habría que considerar a quién se selecciona para ser un portavoz de la gestión gubernamental. Es conveniente y necesario. Ejemplos razonables son el jefe de gabinete y el portavoz presidencial. Tanto Guillermo Francos como Manuel Adorni, cada uno en su estilo, cumplen sus funciones de manera eficiente y capacitada. Por el contrario, una diputada sin formación alguna, que se atreve a opinar cuan portavoz del gobierno, sobre una pléyade de temáticas como la Ley Bases, la conformación de la Corte Suprema, los planes sociales, la política internacional, la privatización de empresas públicas en conflicto, la financiación y relevancia de la universidad pública y la investigación nacional, amén de insultar a la vicepresidenta y a cuanto funcionario que le disgusta, es realmente un despropósito, una tragedia que sólo puede tomarse como comedia. ¿Es todo esto necesario?
Sin duda el periodismo amplifica este espectáculo. Pero de esto no puede quejarse el gobierno, ya que es el responsable de “darles pasto a las fieras” al brindar apoyo a su protagonismo.
Finalmente, es importante aclarar dos cuestiones que provienen desde la ciudadanía. La primera es entender que existe una idea rectora, a través de las generaciones, de que el país atraviesa una crisis. Décadas de sentirse entre la espada y la pared. Ahora se vuelve a difundir la idea que la Argentina fue, a principios del siglo XX, una de las primeras naciones en el concierto internacional, de las más pujantes, rebosante de riqueza. En fin, solamente se debe recurrir a la historia, y no a la revisionista sino, por ejemplo, al célebre y reconocido Natalio Botana.
La Argentina tuvo riquezas, pero con una población hambreada, con la celebración del Centenario en estado de sitio y el Congreso cerrado, con atentados anarquistas, con la Semana Trágica, con el agotamiento del modelo agroexportador, el tratado Roca-Runciman y el primer golpe de Estado de orden fascista que significó la tutela militar por 50 años.
Justamente, hace cuatro décadas que la sociedad argentina logró, de una vez y para siempre, vivir en democracia. Lamentablemente la clase política no estuvo a su altura. Ha sido, en general, incompetente, corrupta, totalmente separada e indolente de sus votantes, vaciándose de contenido a pasos agigantados, hasta convertirse en un slogan de pocos segundos. Esto es sin considerar las múltiples provincias feudalizadas, en las que los gobiernos viven de incontables reelecciones y de tener cautiva a su cada vez más pauperizada y sometida población.
Si esto no fuera suficiente, la clase política sigue degradándose con las lamentables luchas internas expuestas al escarnio público, como lo testifican los cruces mediáticos entre los integrantes del PRO, de la UCR y del kirchnerismo desfalleciente.
Los ciudadanos se han resignado. “Es lo que hay”, es el mantra que se ha naturalizado luego de tanto tiempo.
Sin embargo, ha emergido contra toda expectativa probable, un vendaval de cambio. Un cambio que merece un profundo estudio sociológico debido a que no tiene precedentes. Ya en 1960 el ineludible sociólogo y politólogo Seymour Lipsetvinculó a la democracia con el desarrollo económico, a tal punto que se estableció la hipótesis que la democracia es el resultado directo del crecimiento económico. Por tanto, ante la crisis económica, el electorado siempre tenderá a elegir a quien considere que más lo puede beneficiar.
Hoy la Argentina vive un tiempo de enormes dificultades e incertidumbre económicas, en un contexto de la mitad de su población sumergida en la pobreza, con una creciente precarización laboral, con “trabajadores pobres” y pequeños empresarios sumergidos en la inseguridad.
No obstante, sorpresivamente, contrariando la teoría de Lipset, se observa un extraño fenómeno de esperanza.
¿Qué es la esperanza? La definición más simple, de un diccionario, dice que “es un estado anímico de optimismo y confianza que se presenta cuando luce factible aquello que se desea con anticipación”. Aquí no cabe ir con definiciones más elaboradas porque la más sencilla describe cabalmente el fenómeno que vive hoy gran parte de la población.
Y este sentimiento de esperanza no abarca necesariamente a los pocos beneficiados de un orden económico que comienza a semblantearse. Lo impactante de este fenómeno es que se puede verificar en gran parte de los que menos tienen, de los que no llegan a fin de mes, de muchos que, basados en los hechos, no tendrían nada que esperar.
La reflexión final es que se ha acusado al pueblo argentino de ser impasible, de no levantarse ante lo que considera injusto o indignante. En realidad ese pueblo ha demostrado y expresa resiliencia o algo aún más alto: resistencia, que hoy se traduce en esperanza. Qué así sea.