El renovado interés de Donald Trump por Canadá no debería sorprendernos. Ya en su primer gobierno (2017-2021), Trump había discutido con el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, por los aranceles a las importaciones canadienses de acero y aluminio (25 de mayo de 2018). Lo que en aquel entonces parecía una simple diferencia en materia comercial, hoy se ha transformado en un proyecto geopolítico de gran magnitud.
Durante la campaña que lo llevó por segunda vez a la Casa Blanca, Donald Trump no dudó en manifestar sus pretensiones de expandir el mapa, al expresar su decidida intención de anexar Canadá. Apenas asumida la presidencia el 20 de enero de 2025, reactivó los aranceles a las importaciones canadienses, y dejó en claro que la mirada sobre su vecino del norte es más amplia y que excede lo meramente comercial.
No se trata sólo del intercambio de bienes, pues la ubicación del inmenso territorio de Canadá juega un rol fundamental en la disputa por el océano Ártico y el Polo Norte, que involucra a competidores de peso como Rusia y República Popular China.
Pero aquella política no es nueva. El impulso de Estados Unidos de avanzar sobre el territorio de Canadá se remonta a los orígenes mismos de la nación estadounidense, y tiene raíces muy profundas: tan profundas, que alcanzan hasta los cimientos de la mismísima Casa Blanca, literalmente incendiada en una guerra que también tuvo a Canadá como epicentro del conflicto. De esta manera, recordamos un acontecimiento dramático de su relación, que tuvo consecuencias y proyecciones en la historia de ambos países.
Desde 1783, al iniciar su expansión hacia el oeste, Estados Unidos (que había declarado su independencia en 1776) ya tenía en la mira al territorio británico de Canadá. Ese deseo de anexión deterioró las relaciones con Reino Unido, y se profundizó con las Guerras de la Revolución Francesa y del Imperio Napoleónico (1789-1815).
Durante estos complejos conflictos, Reino Unido se mostró particularmente agresivo con Estados Unidos, a través de la aplicación de medidas restrictivas contra su comercio exterior y de diferentes actos hostiles y provocaciones: reclutamiento forzoso de marineros, inspección compulsiva de buques para buscar desertores y aliento a las tribus nativas norteamericanas para atacar a los colonos estadounidenses que avanzaban sobre Canadá y que amenazaban su frontera.
El resultado fue una guerra que enfrentó a Estados Unidos y Reino Unido, la cual comenzó en 1812 y se extendió hasta 1815. Dicho conflicto tuvo a Norteamérica como principal campo de batalla y, especialmente, al disputado territorio de Canadá, el botín más codiciado.
“La obtención de Canadá será apenas una cuestión de marchar, para expulsar a Inglaterra”, decía con entusiasmo el ex presidente estadounidense Thomas Jefferson en 1812. Lo cierto es que marcharon, sí… pero no ganaron.
Entre 1812 y 1813, Estados Unidos invadió varias veces Canadá, pero sin victorias decisivas. Saquearon York (actual Toronto), entonces capital del Alto Canadá, e incendiaron la asamblea legislativa y la casa del gobernador. No hubo anexión ni rendición, pero sí se gestó allí una venganza que llegaría poco después y que quedaría grabada a fuego en la historia de Estados Unidos.
El 24 de agosto de 1814, 4500 soldados británicos al mando del general Robert Ross tomaron la capital Washington, ya evacuada por el entonces presidente James Madison y su gobierno. Aquella noche, los británicos quemaron el Capitolio como represalia por el ataque a York. Pero no fue todo. Nada menos que la Casa Blanca -símbolo del poder presidencial- también fue incendiada, provocando un golpe de fuerte impacto al corazón mismo de la nación estadounidense.
La primera dama, Dolley Madison, exquisita y distinguida anfitriona, famosa por sus banquetes y fiestas que allí realizaba, fue la última persona en retirarse de la Casa Blanca, antes de la llegada de las tropas británicas.
Cuando los británicos entraron a la Casa Blanca, el edificio se hallaba desierto: sólo encontraron un estupendo banquete organizado por el presidente Madison para celebrar la victoria. Las tropas devoraron el banquete, saquearon, acumularon todos los muebles en la sala principal y les prendieron fuego, atenuado por la tormenta que cayó sobre Washington al día siguiente.
Las fuerzas británicas se retiraron en la noche del 25 de agosto. Cuando el presidente Madison y numerosos refugiados regresaron a la desolada capital, todavía ardían la Casa Blanca y el Capitolio. “No sé dónde vamos a escondernos…”, le dijo el presidente a su esposa Dolley, una frase que no sólo describe el caos del momento, sino también la fragilidad de una nación joven que aprendía, a fuerza de derrotas, a consolidarse.
De la ruina emergió una narrativa de resiliencia, ya que los estadounidenses se recuperaron del incendio de la mismísima Casa Blanca, y lograron algunos triunfos relevantes, como la heroica defensa de Fort Mac Henry y de Baltimore, y la victoria de Nueva Orleans.
'No sé dónde vamos a escondernos…”, le dijo el presidente a su esposa Dolley Madison' "
El Tratado de Gante puso fin a la guerra a principios de 1815. Si bien Canadá quedó en manos británicas, Estados Unidos y Reino Unido reanudaron sus vínculos comerciales, y forjaron una provechosa y estratégica amistad.
Para Estados Unidos, tanto la guerra de 1812-1815 como el incendio de la Casa Blanca, fortalecieron el espíritu nacional y consolidaron su joven independencia. Para Canadá, la resistencia ante las fuerzas estadounidenses contribuyó a definir su identidad nacional, creando las condiciones para la autonomía en 1867.
Con el tiempo, ambos países construyeron una gran amistad, participaron en las dos Guerras Mundiales, integran la OTAN y desarrollan una activa y variada colaboración en diversos ámbitos.
El incendio de la Casa Blanca fue recordado en 2018 por el presidente Donald Trump, quien, erróneamente, le dijo al primer ministro canadiense Justin Trudeau: “¿y ustedes, muchachos, no quemaron la Casa Blanca?”
Si bien las actuales diferencias entre Estados Unidos y Canadá difícilmente provoquen acontecimientos semejantes, ese tipo de tensiones sí podrían distraer a Estados Unidos de sus objetivos estratégicos, debilitar sus intereses en el Ártico y el Polo Norte y fortalecer la posición de sus grandes competidores Rusia y República Popular China.
De todos modos, siempre es bueno atender las sabias enseñanzas y reflexiones que nos transmite la historia.