Hace 50 años en Argentina se vivían circunstancias históricas de mucha violencia política. Hoy, tiempo de profundos antagonismos, conviene recordar cómo entonces los grandes líderes superaron rivalidades, tendieron la mano y manifestaron signos de entendimiento.
El 1 de mayo de 1974, el presidente Juan Perón dio su discurso ante el Congreso Nacional agradeciendo a la oposición política. Había cambiado su apotegma partidista: “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” por otro conciliador: “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”.
Dejando atrás la “personalización” (exaltación de su persona), proponía la unidad de los argentinos en pos de un objetivo que superase antiguas luchas y rencores acumulados. “Es un milagro—dijo ante los diputados y senadores en pleno—el que podamos ahora dialogar y discrepar entre nosotros, pensar de diferente manera y estimar como válidas distintas soluciones”.
Pero otros no querían seguir al viejo general como un “león herbívoro”. Así sucedieron asesinatos y secuestros por medio de organizaciones armadas de diferente signo político.
Había cristianos católicos entre víctimas y victimarios. El ex ministro Mor Roig, el filósofo Jordán Genta, el educador Carlos Sacheri, el diputado Rodolfo Ortega Peña, el capitán Humberto Viola…fueron algunas de las numerosas víctimas que cayeron aquel sangriento 1974.
La Iglesia también sufría la división, consecuencia de interpretaciones diversas sobre cómo poner en práctica las enseñanzas de los documentos del Concilio Vaticano II (1965).
El acercamiento a los sectores populares generó el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (1967). Uno de ellos, Carlos Mugica, seguía no “la lucha de clases” marxista, sí “el peronismo, el socialismo nacional” (Cristianismo y peronismo, 1973). Meses después de su alejamiento del ministerio de Bienestar Social, y de discrepancias con la dirección de Montoneros, fue asesinado en mayo de 1974.
En la “era de las catástrofes” —según denominaba Eric Hobsbawm a las guerras y revoluciones planetarias del siglo XX— se vivían dos grandes tendencias.
Por un lado, quienes buscaban tomar el poder por la fuerza, como en la revolución rusa en 1917. Por otro, la reacción de los sectores que detentaban el poder, contra esa revolución incipiente. Luego de la revolución cubana (1959), en muchos países de América latina la violencia fue “el” instrumento de cambio político. La débil democracia electoral era violada mediante golpes militares, cuando triunfaban reformistas sociales. Y descalificada por los revolucionarios seguidores de Ernesto Guevara, quien “rechazaba la democracia burguesa” (Michäel Blöwy, 2001).
El Opus dei y los delirios nobiliarios de Monseñor Escrivá de Balaguer
España había padecido esa lucha en la década de 1930, y en particular José María Escrivá, sacerdote, fundador del Opus Dei. Su familia —cuyo linaje provenía de Balaguer—tuvo que afrontar la pobreza, tras las crisis económicas de 1914. Personalmente sufrió la persecución y el riesgo de ser ejecutado, durante la Guerra Civil Española (1936-1939), por su condición de sacerdote.
Su mensaje fue conciliador, descartando extremismos y confusión entre política y religión. Decía a los jóvenes: “Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual, sean del signo que sean” (4-IV-1971).
Hace 50 años Balbín y Perón demostraron, con un abrazo, el significado de “La Hora del Pueblo”
Cuando Escrivá visitó Argentina, en junio de 1974, Perón estaba reconciliado con la Iglesia católica, dirigida entonces por el cardenal Antonio Caggiano. Este obispo conocía al fundador e introdujo el Opus Dei en Argentina (1950).
Las relaciones entre la Iglesia católica y el peronismo habían superado los violentos enfrentamientos de 1955: bombardeo a civiles en Plaza de mayo, asaltantes quemando iglesias y el posterior derrocamiento militar del gobierno. Escrivá, en un teatro porteño ante cientos de personas, preguntó: “¿Porque se maltratan los argentinos?”. Y alzando la voz respondió: “No podemos cerrar los brazos a nadie, no podemos ser personas de partido, no podemos hablar de luchas. La lucha es anticristiana. Nosotros hablamos de entendimientos, de cambiar impresiones para llegar a un acuerdo. Pero de pelarse, de odiarse, ¡no!”.
Esas palabras de Escrivá estaban en armonía con las expresiones de Perón. Dos grandes líderes, que vivieron las consecuencias catastróficas del odio, intentaron dejar un mensaje que sigue vigente: una sociedad democrática sólo se construye trabajando, con acuerdos básicos, luego de superar disidencias.