Antes de inventarse la escritura, regía la oralidad. En todo el mundo y hasta el siglo 4 a.C. aproximadamente, lejos estaba de la valoración actual que la coloca en lugares de primitivismo cultural o resabio tribal y rudimentario, respecto a la escritura como forma de manejo de la lengua y las palabras.
Hoy se considera a quien solo utiliza la cultura oral, un demérito y, sobre todo, un enorme inconveniente para la convivencia social y la participación con alguna comodidad en la vida cotidiana.
Un analfabeto sufre, es discriminado y vive una real situación de discapacidad social. Y tal vez, en cierto marco de modernidad pedagógica tenga visos de razonabilidad, pero también hay que cuestionarse que no aliente la oralidad como forma de interacción humana.
En la historia de la humanidad, y en esos pretéritos tiempos, la oralidad mandaba y no dejó de construir valores sensibles al crecimiento cultural y artístico.
Hay un dato que en la actualidad tiene la valía de medir desarrollos, inteligencias y niveles culturales por país y es el de la alfabetización alcanzada. Y desde esa medida, hoy naturalizada como referencia de algo mejor, es que surge una mirada con cierto desprecio por aquel perfil de la comunicación, el arte, la cultura y la vida total que era la oralidad como forma de ordenamiento vincular y dominante en la esfera social.
Pero claro, no es así. Es básico enseñar a leer y escribir y es indispensable enseñar a hablar.
¿Cuántos analfabetos está produciendo nuestro sistema educativo?
La filóloga española Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco, pone como contraparte de esta creencia a la sociedad incaica que “conquistó y gobernó un poderoso imperio sin apoyo de la escritura y fue capaz de crear un arte propio y una arquitectura ciclópea” y coloca como ejemplo de esto a las ciudades de Machu Picchu y Cuzco.
Y no son el único ejemplo para tomar ya que infinidad de épicas culturales, militares, y sociales devenidas del mundo helénico, romano, hebreo, árabe e incluso hispano, se desarrollaron en tiempos de oralidad, de ausencia de palabras escritas. La significación y la significancia de cada término no poseía el momento de meditación que da la letra impresa o escrita, sino que valía y se entendía desde la sonoridad de las voces.
De esas formas y de esas libertades, donde poetas, bufones, bardos y músicos trashumantes apelaban a la memoria como única validación de su obra y no existía hábito de “propiedad intelectual” ya que la obligada forma de transmitir oralmente cuentos, bromas, poemas hacía que estas se modificaran en cada nuevo intérprete surgiendo de esa manera una novedosa obra, existe herencia en los tiempos modernos.
No tomada en cuenta, ya que todo se centra en la lectoescritura, pero existe cierta fuerza de la oralidad que tiene alguna trascendencia en constructos ideológicos de sectores humildes.
Años de primordiales y básicos aprendizajes que dejan huella en las vírgenes mentes, cercanas a la tabula rasa de John Locke aquel filosofo que decía que las experiencias hacen que en nuestra mente quede una copia de lo que toman nuestros sentidos y al pasar el tiempo se detectan patrones de esas copias y desde ahí surgen los conceptos. Entonces la oralidad temprana deja herencia.
Walter Ong (educador norteamericano, filólogo y filósofo, 1912/2003) que investiga este tema dice que hay diferencias importantes entre los conocimientos que surgen de manejar expresiones verbales desde la oralidad primaria (o sea desconocimiento total de la escritura) y en las culturas devenidas desde el uso de la escritura.
Es más, afirma que, desde los nuevos recursos tecnológicos, como la escritura, se modifica la conciencia humana y “hemos tenido que corregir nuestra comprensión de la identidad humana.”
El gran Ferdinand de Saussure escribe que la escritura es un complemento para el habla oral, quitándole de esa forma la calidad de transformadora de la articulación.
Sin embargo, en tiempos más modernos Jack Goody (antropólogo social británico 1919/2015) en 1977 y con investigación en lingüística aplicada y sociolingüística compara la dinámica de la oralidad primaria con la expresión verbal escrita.
A estas interpretaciones intelectuales sobre cercanías y distancias entre lo oral y lo escrito, luego se agregan prácticas sociales que modelan aún más los sentidos y dan forma a conceptos fuertes. En los barrios (como comunidad más pequeña y compartida) y la convivencia, en la escuela inicial, en algunas iglesias, en las fiestas de los clubes más humildes, en las peñas folclóricas se forjan ideas y fuerzas mentales que perduran. Y todo eso en base a la oralidad.
Esas interrelaciones sociales modelan la conciencia de pertenencia y en cierta edad esta se fortalece en ámbitos laborales. Por eso podemos ver a la oralidad con cierta proletarización (en valor político) como entorno.
Por eso podemos afirmar que los mensajes políticos mediatizados pueden ser tomados, pero “también rechazados”. Y que eso depende del constructo cultural e histórico del receptor y “por tanto, estando el receptor determinado por cuestiones culturales, psicológicas y sociales propias” (Stuart Hall, director de Escuela de Birmingham).
Y sabemos que contra las apreciaciones de tantos y tantos intelectuales que machacan con los “lavados de cerebro” (¡versión con 80 años de atraso!), de lo cual Noam Chomsky es uno de los sostenedores más irrespetuosos, cada receptor de un mensaje lo decodifica otorgándole su propio significado.
Por eso en la clase trabajadora y en los sectores humildes, descansa la mayor libertad mental para no ser presa de mensajes externos interesados. Y, tal vez, esto sea consecuencia de una oralidad bien desarrollada.