Que el malestar frente a la clase política y a los abusos del modelo neoliberal ya se había instalado en Chile desde hace varios años era algo reconocido por analistas de diverso signo. Que ese malestar, no obstante, no implicaba una impugnación completa de la dirigencia política y empresarial ni un intento por buscar una alternativa de peso en la estrategia de desarrollo también era reconocido, más de allá de algunas voces entusiastas que querían ver un derrumbe de la hegemonía existente o una completa fractura entre la sociedad y su dirigencia. Ahora bien, que ese malestar tendía a volverse crónico, que era escasamente percibido por las élites y que por eso mismo podía traducirse en protestas violentas y anti-sistema ya no resulta tan sorprendente si se conocen las dinámicas de la historia reciente en Chile y ciertos elementos de su cultura política. Sorprende el cómo y el cuándo, pero no tanto su aparición.
Expliquemos un poco más: a pesar de la autocomplacencia y de la buena prensa de Chile a nivel regional en cuanto a su performance macroeconómica y su estabilidad institucional, la realidad de los últimos 10 años muestra un cuadro bastante diferente y con matices oscuros: enormes niveles de apatía respecto de la política y escasa participación electoral; reducción de pobreza extrema, pero con niveles de desigualdad entre los más altos en Latinoamérica; múltiples conflictos regionales; frecuentes protestas frente a abusos y colusiones varias de la clase empresarial. Efectivamente, esta insatisfacción no llegó a un nivel tal como para impugnar de plano los fundamentos de un modelo económico neoliberal primario-exportador, que en Chile no solo constituye un proyecto de política económica sino que se propuso exitosamente construir una “sociedad de mercado”. Sin embargo, el reciente estancamiento, la falta de visiones colectivas, la escasa renovación de su clase política junto a proyectos de reformas fracasados y abortados, fueron profundizando la insatisfacción.
Enríquez-Ominami: "En Chile no hay grieta pero hay veinte muertos y 2.500 detenidos"
Ahora bien, difícil no reconocer que lo repentino y la oportunidad no dejan de sorprender. Al alza del precio del metro (30 pesos de aumento llegando a 830 pesos chilenos, un poco más de 1 dólar) anunciada por un presidente que si bien no era resistido masivamente tampoco generaba grandes pasiones a su favor, le sucedieron protestas que fueron escalando en graves daños a transportes públicos y saqueos, todo en medio de un toque de queda y de una militarización de las calles. Si bien el gobierno decretó el fin del estado de emergencia y el Presidente realizó cambios en algunas carteras ministeriales, las protestas se mantienen y la represión policial no cesa. Adicionalmente se acaba de anunciar que se suspenden los dos eventos mundiales que Chile iba a organizar en lo queda del año: la cumbre de APEC (Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico) y la COP 25 (Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático de la ONU). El nivel de movilización y de los reclamos no parece decaer con facilidad, sobre todo en la medida en que el lema de las protestas dice “no son 30 pesos, son 30 años”. Con esto se pretende justamente indicar que no se trata una demanda puntual, sino que se conecta con reclamos de larga duración que fueron ignorados sistemáticamente.
Crisis en Chile: Sebastián Piñera cambió el gabinete pero volvieron las protestas violentas
Difícil predecir en este contexto el curso de los acontecimientos ni cómo y cuándo puede terminar esta historia. Lo que sí parece menos difícil, al menos desde la enunciación, es que lo que se requiere más que nunca es política, pero sobre todo en el sentido arendtiano de creación, natalidad y de construcción de nuevos escenarios que vuelvan a conectar la dirigencia con el resto de la ciudadanía y que permitan reconocer demandas repetidas y también canalizar formas de violencia espontánea. La apertura de cabildos y diálogos que habiliten una asamblea constitucional o al menos la revisión de la existente sancionada por la Dictadura en 1980 es una buena señal en ese sentido. En forma más ambiciosa, ciertamente, pero nunca más urgente, se trata de cuestionar, sino se quiere renunciar completamente, a la política como tecnocracia que está muy ligada a la idea de superioridad moral y cognitiva de la clase dirigente (política y empresarial), que cree saber mejor que nadie no sólo qué es lo indicado para el país sino que está convencida de ser la única capaz de llevarlo a cabo.