OPINIóN
Pacto democrático

Ni a Rosas le tenían tanto miedo

A diferencia de los actuales dirigentes, Carlos Pellegrini y Lisandro de la Torre jamás hubieran votado algo en contra del ideario de sus partidos, porque “el compromiso del voto no debía ser roto” señala el autor. Cómo los opositores se enfrentaron al poder aun arriesgando su vida, pero sin manchar la dignidad política.

 Milei Napoleón
Milei Napoleón. | CEDOC

La votación del Senado en contra de una Comisión Investigadora sobre el Cripto Gate, episodio lleno de irregularidades, convoca a una pregunta. ¿Para qué hacen política ciertos dirigentes? ¿En nombre de qué valores? Sin duda los de Groucho Marx (“si no le gustan mis principios, tengo otros”). Como chiste era formidable; como acción, una deshonra para la política y la democracia.

Gobernadores radicales, justicialistas y del PRO acompañan proyectos que están en las antípodas de su ideario, lesionan su identidad y/o violan sus formas de hacer política. Senadores cambian su voto por orden del gobernador. ¿Imaginar a Carlos Pellegrini o Lisandro de la Torre obedecer mansito y votar contra sus convicciones? Obvio que no. Eran otros hombres y de distintos partidos.

Los argumentos de los gobernadores y senadores para votar contra sus banderas históricas son tres: muchos de sus votantes optaron por Milei en segunda vuelta, necesitan dineros para sus pobres provincias y (ésto no lo admiten en voz alta) temen a los trolls del oficialismo.

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Para agravar la cuestión, el oficialismo insulta a quienes exige el voto: son “ratas” en el vocabulario presidencial. En ninguna democracia que se respete, sus dirigentes votan proyectos contrarios al ideario de su partido ni negocian con quien los insulta. Un psiquiatra ahí.

Ni a Rosas le tenían tanto miedo


La democracia argentina ha vivido dos siglos de cambiantes relaciones entre el poder central y los gobiernos provincianos. Se mezclan las identidades partidarias, los valores que conllevan, las necesidades de cada distrito y los principios de los gobernantes.

Durante la larga dictadura de Juan Manuel de Rosas, éste apenas era gobernador de Buenos Aires. De hecho, sin embargo, lideraba la Confederación Argentina. Muchas provincias se subordinaban por miedo a la represión y codicia por los recursos de la aduana. Nada nuevo, como se ve.

Pero ese áspero Rosas no siempre era obedecido. Algunos mañereaban. Otros eran más audaces. Levantarse contra Rosas suponía el riesgo de morir (en algún caso ser desollado, como ocurrió). Y muchas provincias, más pobres que hoy, se rebelaron. La Liga del Norte peleó contra el rosismo. Ninguno de esos gobernadores tenía recursos ni para pagar sueldos. El riojano Brizuela murió combatiendo contra Rosas. Al tucumano Marco Avellaneda le cortaron la cabeza, y así muchos. Nadie puede decir que no eran guapos. Tres gobernadores correntinos se alzaron en armas. Uno fue asesinado, dos huyeron al exilio. Al final, tanta degollina tuvo premio y ganaron de la mano del entrerriano Urquiza, que era el que los había masacrado antes, en nombre del propio Rosas.

Con Urquiza pasó más o menos lo mismo: algunos gobernadores lo pelearon, la mayoría lo aceptó. Se repite cuando Mitre gana. Las provincias eran catorce, diez menos que hoy. La historia siguió durante décadas, con gobernadores cada vez menos poderosos, porque el Ejecutivo nacional ya concentraba el único Ejército, la emisión de moneda y tutti quanti.

Al llegar la democracia, aparecen los partidos modernos. Y los principios brillan. Durante la hegemonía radical 1916-30, los conservadores ganaron diversas provincias con gobernadores valientes, que defendían sus porotos y desafiaron a Yrigoyen. Derrocado éste, la Década Infame también alumbra gobernaciones radicales rebeldes contra la Casa Rosada conservadora. Esos gobernadores y senadores actuaban como Dios manda, contra un poder central adversario, fuera radical o conservador.

En 1946-55 los peronistas gobernaban todas las provincias y acataban al General. En 1958-66, las gobernaciones negociaron, enfrentaron, o acordaron. La política mantuvo su dignidad. Nadie votaba lo que le parecía mal ni traicionaba la voluntad de los electores. En 1973-76 fue un escándalo. La pelea entre peronistas llevó a renuncias, intervenciones, chirinadas. Difíciles tiempos a los tiros.

La etapa iniciada en 1983 tuvo fases diferenciadas. Los gobernadores peronistas bloquearon iniciativas clave de Alfonsín, como el juicio a militares y el reordenamiento sindical. En honor a Alfonsín, no utilizó el poder presidencial para castigar opositores. En simetría, la mayoría de los gobernadores y senadores justicialistas acompañó al presidente cuando los militares se sublevaron.

La presidencia Menem tuvo claroscuros. Los gobernadores radicales empezaron a vacilar: se negaron a integrar el Comando del No a la Reelección, lo que determinó que Alfonsín firmara el pacto de Olivos (respetado por Menem al detalle). En el resto de los temas se votaba a conciencia.

Los gobernadores peronistas pactaron con De la Rúa… hasta que dejaron de pactar y asistieron a su caída con cierto disimulado regocijo.

Las gran ruptura llega con Néstor Kirchner. Se explicita la obligación de subordinarse a cambio de fondos nacionales. Gobernadores opositores desfilan por el despacho presidencial. Ni uno solo renuncia como protesta ante la evidente coacción. Porque Kirchner pone a los gobernadores ajenos ante un dilema: traicionar a sus partidos (y los votantes que los han elegido) o desfinanciar a sus provincias al dejar de recibir fondos federales. De las seis gobernaciones radicales, sólo Chaco con Ángel Rozas resistió el besamanos. Los partidos provinciales maniobraban como podían.

Perón convocaba políticos de otras fuerzas pero antes de las elecciones. Una vez electos, entendía que el compromiso del voto no debía ser roto (tampoco le era indispensable, por cierto). Y en 1973-4 pactó con el jefe radical Balbín los acuerdos en el Congreso, cambiando sus propios proyectos.

Kirchner en cambio, conseguía renegados por doquier. Diputados electos de Elisa Carrió o de Mauricio Macri fueron cooptados sin rubores. Una ruptura de la base democrática, el pacto entre elector y elegido. Un tránsfuga inventó un verbo: borocotizar. Una negación de la esencia del voto y el sistema de partidos. ¿Para qué sirve mi voto si el elegido puede cambiar de camiseta?

El punto culminante fue “Cristina, Cobos y vos” para la renovación presidencial de 2007-11. Esta llamada Concertación Plural era presentada como un pacto político, que se expresaba en candidaturas múltiples y ciertas vagas ideas comunes. Fue una catástrofe para el radicalismo. Se le fueron montones de dirigentes (otros volvieron), perdió prestigio y votos. La UCR de Río Negro, que gobernaba desde 1983, nunca se recuperó. Hoy deambula como fuerza marginal.

La presidencia Macri conllevó acuerdos permanentes con las provincias, pero sus senadores no acompañaron proyectos reñidos con la tradición peronista.

Lo más incomprensible hoy es el vasallaje radical con Milei. LLA detesta e insulta las banderas históricas de sus líderes Alem, Yrigoyen, Balbín, Illia o Alfonsín; de sus pensadores como Larralde y Lebehnson.

Acompañarlo tienen un olorcito que trasciende la política… Ni Perón ni Menem ni Kirchner ni Macri insultaron a Yrigoyen ni desmerecieron la historia del radicalismo. Ninguno de ellos destrató a Raúl Alfonsín. Los K, por ejemplo, pusieron su busto poco antes de su muerte en un acto en la Casa Rosada. Tampoco un electorado libertario podrá sentir simpatía por la UCR. En el fondo, muchos dirigentes de origen totalmente ajeno a LLA están imaginando acuerdos electorales con propósitos de supervivencia personal o de grupete.

En todos los Congresos democráticos del mundo, los gobiernos de minoría deben hacer grandes concesiones y cambiar sus proyectos para conseguir el respaldo de otras fuerzas. Que no ocurra en la Argentina muestra el retroceso más grave de la historia política. Y termina explicando por qué alguien ganó la presidencia insultando a La Casta...

*Miembro de la Academia Argentina de la Historia