El profeta es el elegido por Dios en la tierra de los simples mortales. Su función es la de transmitir el mensaje divino, que le llega directamente de Dios, siempre con el objetivo de movilizar la voluntad de los fieles (o de su audiencia). Por ello, el profeta es alguien sagrado.
Lo sagrado es aquello que se separa del uso común de las personas, es aquello que está encomendado a algo superior a nosotros, solamente aprehensible con nuestra fe. Tal como dice Giorgio Agamben, la práctica religiosa solo es posible si está separada de lo mundano, porque a partir de esa separación se recrea el poder simbólico. Ante lo sagrado solo nos queda la admiración. En efecto, al profeta se le pregunta cordialmente para escucharlo con reverencia emocional.
En ese sentido, para lograr su acometido, el profeta debe cuidar su palabra en todo momento. La autoridad de su palabra viene de Dios, con la finalidad de que sea “creída” siempre. Vale recordar que “creer” es “sentir” y “confirmar con el pensamiento” aquello que se siente.
El mesías de Dios y el rey del mercado
La política tomó nota de esto desde muy temprano. Las sociedades palatinas (aquellas donde el poder político esta rígidamente centralizado en el palacio real) instituyeron rituales rigurosos respecto a cómo conducirse frente al rey.
Lo anterior tenía la intención de mantener esa separación en la cual se recrea el poder simbólico. En función de ello, por ejemplo, ningún súbdito podía dirigirse directamente al rey, y los consejos eran ofrecidos a puertas cerradas.
Pero, cuando un ser humano común (por ejemplo, un monotributista) toca al profeta y, en ese mismo acto, le instruye en qué debe decir, lo está profanando, lo está desacralizando, lo hace común, le quita lo omnipotente.
La práctica religiosa solo es posible si está separada de lo mundano"
El profeta pierde con eso su credibilidad, su reputación se daña. Aquello que era divino y trascendental, ahora es restituido a lo mundano, a lo material, a un lugar en el cual queda sometido a interrogantes que le cuestionan su divinidad.
Ahora su palabra demanda una explicación, porque fue un mundano quien se la susurró al oído, frente a todos. Todos fuimos testigos de ello. Despojado de su sacralidad, y en el esfuerzo por mantener su palabra, el profeta emplea un léxico forzado y una diferenciación semántica que banalizan el relato, le quita importancia y seriedad.
Ahora demandamos respuestas lógicas racionales. No nos conformamos con la emotividad religiosa. Así comprendemos que la distinción entre la palabra “difundir” y “promocionar” pierde su intención puesto que el sentido definitivo de ambos términos es el de dar a conocer o publicitar. Así comprendemos que el análisis debe hacerse en función del objeto que es difundido-promocionado, ya que aquí radica la cuestión ética.
Porque así comprendemos que es la cuestión ética la que debe juzgarse (no es lo mismo que el presidente de la Nación difunda una campaña de donación de órganos que difunda un casino).
El profeta se convirtió en persona común. Quedo desnudo frente a todos, pero ocupando el trono que le da autoridad a su palabra.