Cuando Jorge me invitó a editar su libro 56 tuve la mejor clase de periodismo y edición que hubiera soñado. Me tocaba, entre otras cosas, elegir las tapas de todas las publicaciones que había dirigido y me tocaba también seleccionar las contratapas de Página/12 que me gustaran. “Vos elegí y no me preguntes. Es tu lectura de Página que quiero en el libro”. Primer problema, encontrar los Página/12. La nueva administración había borrado todos los números dirigidos por Jorge. Me acerqué a las oficinas y me dijeron que no podía tener acceso. Creo hasta el día de hoy que ya no están allí. Dónde encontrar los Página, porque Jorge tampoco las tenía. Margarita Perata recordó que habían donado todos los biblioratos a la Fundación Sí. Allí fuimos, y durante más de un año tuve en casa todos los Página/12 que había dirigido Jorge, pilas de libracos rojos, mes a mes, año a año, toda la memoria del diario que vino a cambiar la forma de hacer un diario. Y me senté a releer…
El 19 de marzo de 1991 publicó un Página/12 todo amarillo, con el papel de las guías de teléfono para responder una acusación del presidente. En la contratapa Lanata le responde a Menem de la misma manera que le respondió a Milei cuando lo acusó de “ensobrado”. El título de la contratapa era “Amarillo”:
“En sus últimas declaraciones, el Presidente sumó una variante a la idea de complot contra la Nación: la de calificar de ‘enemiga’ a la ‘prensa amarilla’ a la que no le gustó el tema de los indultos, ni el envío de las naves al Golfo Pérsico, ni el caso Ginebra, ni otras cosas que estamos haciendo”. Días atrás, desde esta columna, se alertaba sobre el riesgo de encarnar a la República – una de las tentaciones habituales en el poder– y del equilibrio necesario para evitarlo: el mismo que haría falta para reconocer errores, o al menos permitirse algunas dudas sobre las acciones propias. Si las trágicas consecuencias del indulto resultaran solo un invento de la prensa amarilla, frente a las encuestas que mostraron al 68 por ciento de la población en contra de la medida, este país tendría más concentración de amarillos que China Popular”.
El 29 de enero de 1991 y, frente a la aparición de un explosivo en la puerta de la imprenta de Página/12, Jorge le respondió al gobierno en una contratapa titulada “Bombas”:
“Hace algunas semanas, cuando durante el caso Swift el Gobierno calificó a este diario de ‘delincuente periodístico’ –por una información que finalmente quedó comprobada por la realidad y motivó cambios en el gabinete– quedó en evidencia la cólera oficial ante el ejercicio de la prensa libre. Ello provocó diversos comentarios en prestigiosos medios del exterior, un comunicado de la SIP e importantes muestras de solidaridad en la prensa local. Quizás haya permitido, también, que el Gobierno se arrepintiera de los excesos verbales y las amenazas y comenzara a tomar en cuenta el derecho a la libertad de prensa como una de las garantías del funcionamiento democrático. Tiene ahora la oportunidad de demostrarlo, a través de los organismos competentes, poniéndoles nombre a estas bombas que estallan en medio de uno de los dispositivos más importantes de seguridad en la ciudad, mientras se temen atentados terroristas por la guerra del Golfo. Nunca fue mayor la cantidad de policías por metro cuadrado que sin embargo fueron eludidos por los autores de estas bombas caseras, que no parecen preocuparse por la guerra del Golfo sino por otra, reiterada y antigua: la guerra absurda que sostiene que a las palabras se les oponen los estallidos”.
Recuerdo que para los 30 años de Página se hizo una muestra de las tapas del diario en la Feria del Libro y comenzaba con el primer número que no había dirigido Jorge. Recuerdo también que me acerqué y les dije que les faltaban varios años del diario y que yo podría acercarles las tapas. Ilusa.
Me entregó el manuscrito de 56 y me dijo: “Editalo, hacé lo que quieras. Yo ya lo escribí, ahora lo que vos hagas es tu parte. No me lo devuelvas, no me preguntes nada”.
Tuve la suerte de entrevistar a Harold Bloom. Este fue mi diálogo con Jorge:
Yo: Me voy a Yale a entrevistar a Harold Bloom.
Jorge: Qué bien, Fla.
Yo: Estoy muy nerviosa, pero voy preparada. Ya tengo todas las preguntas.
Jorge: Y entonces, ¿para qué vas? Si tenés todas las preguntas, tenés todas las respuestas. ¿Vos me ves a mí con una lista de preguntas cuando entrevisto a alguien? Miralo a los ojos, Fla. Escuchá lo que te dice y de ahí salen las preguntas.
Y tenía razón.
Me daba mucha vergüenza que Jorge leyera mis artículos, pero hubo uno (ya no recuerdo cuál ni importa) del que me sentía bastante orgullosa como para pedirle que lo lea. Me mandó un correo que decía: “Quedate a tomar un café después del programa y hablamos de tu nota”. Estuve con el corazón en la boca todo el día, esperando la devolución de su lectura como si fuera una adolescente. Cuando se fueron todos nos sentamos en su escritorio, los dos frente a la enorme pantalla de su computadora. Ahí, abierto de par en par, el artículo.
Jorge: El artículo está muy bien, Fla. Pero no me cuentes lo que me vas a contar. Te tomás dos párrafos para explicarme lo que me vas a explicar. Contame lo que me querés contar, sin tanto preámbulo. ¿Entendés?
Yo: Sí, tendría que empezar acá. (Señalo el cuarto párrafo).
Jorge: Claro, eso. ¿Tomamos un café?
Como hablo de libros en la radio, siempre me parece que mi espacio puede ser levantado si ocurre otra cosa, si una entrevista se extiende, o si hay –siempre hay– algo más interesante. Y cada vez que yo sentía que pasaba eso ofrecía levantar mi columna. Una vez, delante de todos mis compañeros, Jorge se enojó y me dijo: “Si tu columna no fuera importante no estaría en el programa. Cada uno de ustedes es importante para el programa, pero si no hacen valer lo que comunican nadie más lo va a hacer”. Desde ese día mis minutos son sagrados.
En un corte un día me preguntó:
Jorge: Fla, ¿tenés alguna otra cosa preparada para hoy? Se cayó una entrevista.
Yo: Claro, puedo hablar una hora si me das el espacio.
Y me lo dio.
Corría 2015. La entrada a la radio estaba custodiada por la Policía y Jorge y su equipo recibían amenazas constantes por su investigación sobre “La ruta del dinero K”. Nunca nadie me pidió que recomendara o dejara de recomendar autores según su procedencia política o según alguna conveniencia. Nunca. Yo entraba a la radio cada vez con un autor y pensaba: “Si me dicen que no puedo recomendarlo me voy”. Nunca pasó.
Un día envié mi sumario a la producción con un libro de un autor que además era periodista abiertamente opositor a Jorge. Cuando llegué, puse el libro sobre la mesa por si Jorge no había leído el sumario, para ver si me decía algo. Nada. De repente entra un productor muy jovencito a la oficina y dice:
Productor: Ese tipo es recontra K.
Jorge: Fla, ¿está bueno el libro?
Yo: Buenísimo.
Jorge: (mirando al productor) Sos un pelotudo.
Ese día supe que estaba en el lugar correcto.
Cuando 56 ya estaba casi listo le envié el prólogo que había escrito y me dijo que el libro iba sin prólogo. Puse el grito en el cielo. Era mi oportunidad de dejar por escrito todo lo que él significaba para mí. No, me dijo. Va sin prólogo. Y también me avisó que le había cambiado el inicio al libro, pero que no me lo podía mandar porque todavía debíamos guardar en secreto lo que iba a leer. Que tenía que ir a su casa a leerlo. Salí para la Capital en un disparo de enojo e inquietud.
Cuando llegué a la casa estaba en pijamas, con los ojos muy llorosos. Me asusté y le pregunté qué pasaba. Me miró con esa mirada eternamente triste y me dijo que fuera a la computadora y leyera el cambio. Ahora el libro comenzaba así.
“Soy adoptado. Lo sé desde hace pocos meses. Tenía cincuenta y cinco años cuando me enteré. Toda mi vida pensé que mi vínculo –¿mi necesidad?– del periodismo tenía que ver con una enfermedad de mi madre, víctima de un tumor cerebral que lesionó su centro del habla: ella no podía hablar. Mamá no podía responder, yo preguntaba. Ahora sé que ella no era ella, o sí lo era pero de otro modo, y que mis preguntas intuían un secreto que busqué sin proponérmelo, casi toda mi vida. Si “ellos” no eran ellos, yo ¿era yo? La pregunta es idiota. (...) Son los libros quienes deciden lo que serán y nunca los autores quienes les imponen un destino; cuando es la conciencia lo que fluye, no se elige. Sé que no es normal comenzar una antología periodística con una confesión personal, pero no podría escribirla de otro modo. Soy adoptado, acabo de enterarme, desde entonces en mi cabeza no hay verdad para otra cosa. Evitar este dato echaría sombra sobre todos los demás. Esto soy ahora, nacido nuevo de preguntas”.
Me invadió una tristeza sin límites. Salí de la oficina y lo vi, sentado en la punta de una larga mesa de vidrio, rodeado de cuadros y de esculturas. En pijamas, descalzo, con un pucho en la mano. Tan vulnerable, tan vulnerable. Corrí a su abrazo. Recuerdo que me senté a upa para poder abrazarlo más. Llorábamos los dos y me dijo: “Qué cagada, ¿no? Vamos sin prólogo”.
Sin prólogo fue su vida. Al hueso, sin contarnos lo que nos quería contar pero contándolo. Aunque fuera duro, privado, trivial, público. Contar todo, sin prólogo, porque lo importante no necesita párrafos de más.