Los que nos dedicamos con pasión a nuestros jóvenes, a formarlos, a estar con ellos, a criarlos, estamos viendo que no parecen estar tan felices, se los ve abrumados, apesadumbrados.
Esta semana, leí un artículo sobre estadísticas de infelicidad entre los jóvenes de hoy. Según las cifras, la juventud de otros tiempos no sufría tanto como los de ahora. Históricamente, la curva de la felicidad solía mantenerse alta en las primeras etapas de vida (niñez y adolescencia), después declinaba en la edad adulta. En la época actual, el descenso hacia el dolor comienza antes.
En realidad, esta información no es nueva: últimamente muchos, hemos estado oyendo datos similares.
Pero, la verdad, no necesitamos mucha información de afuera, para tomar conciencia de la condición emocional actual de las juventudes. Todos sabemos, o por lo menos imaginamos, que no la están pasando bien, esto se nota, en su rendimiento académico, que ha descendido notablemente, en su dificultad en lo social, en varios episodios de violencia entre ellos, en las apuestas on line, en el número terrible que ha crecido de autolesiones, los intentos de suicidio y los suicidios, el número supera ya acá en la Argentina el 7% de aumento en referencia al año pasado.
Suicidio, la segunda causa de muerte en adolescentes argentinos
También sabemos que estamos visualizando las consecuencias que son corolario de haber vivido la pandemia, en un formato más silencioso, pero sí con mucha sintomatología: trastornos del sueño, problemas de hábitos, miles de diferentes fobias y sobre todo un híper estimulación con las pantallas y con el juego on line que sumerge en una
nueva era.
Creo y me animo a decir que los jóvenes están viviendo y reclamando algo, que no es solo algo de época, o una característica de su generación, que de por sí ya los caracteriza, como más deprimidos, con tendencias poco sociales, con un marcado tema hacia relacionarse mejor con la tecnología, que con lo humano, creo que nos reclaman y nos interpelan.
La verdad es que en la humanidad, ha habido señales que le mostraron al hombre que no era el centro del universo, así fue con Nicolás Copérnico en el siglo XV cuando descubrió que la Tierra se movía y no ocupaba un eterno punto fijo en el centro del Cosmos , después el de Charles Darwin , con la Teoría de la Evolución, en el siglo XIX, descubriendo que en realidad es muy poco lo que nos distingue de las plantas y los animales y que somos solo una especie más en la cadena evolutiva y el de Sigmund Freud, descubriendo que esa conciencia a la que los seres humanos le atribuían la capacidad de conocerlo y razonarlo todo, y que por lo tanto nos salvaría de la barbarie, ese agudo e infalible Yo pensante que cada uno de nosotros afirmaba ser, no era más que la ínfima parte visible de una inmensa estructura psíquica, la que en realidad nos gobernaba y que se nos mantenía oculta e inconsciente.
Con estos descubrimientos, le pusieron un lugar al humano, le bajaron su omnipotencia, pero también le dieron, la necesidad de que para que fuera alguien debía trascender a sí mismo y no buscar ser centro del universo.
Así pues, aunque los nuevos descubrimientos hicieran cada vez más difícil creer en nuestra hegemonía cósmica, o en nuestra exclusividad en los seres vivos, también vimos que por lo menos ahí seguían el cielo estrellado, el planeta entero y la frondosa naturaleza rendidos a nuestros pies, revelando sus sagrados misterios ante nuestro don de observar, dudar, razonar y experimentar y lo humano seguía siendo humano.
Entender que lo humano no es el eje, en la Tierra, pero sí es el protagonista de la misma, es entender que a lo que nos obliga la vida, es a encontrar nuestro eje en nosotros mismos.
En una conferencia de 1966, Jacques Derrida, un joven filosofo argelino-francés expuso unas ideas que logran dar cierta respuesta, a lo que ya vamos desarrollando, su teoría apoya a una descentración radical del mundo. Según él, todo lo que los seres humanos tenemos por estructuras de la realidad y el pensamiento carecen de cualquier cosa que podamos llamar un centro.
Nada de lo que existe tiene un punto de apoyo digamos objetivo, universal, común a todos, ni hay en el mundo una base sobre la cual podamos afirmar la verdad de las cosas ni inferir otras verdades. Todo se mueve como en un parque de juegos mecánicos que carecieran de soportes.
Pero lo más maravilloso de ese desorden es el encuentro con los otros.
Lo que surgió como opción no fue una nueva cualidad en el interior del individuo –como venía ocurriendo en toda la modernidad desde Copérnico– sino una primera apertura hacia el exterior, un encuentro de mi empobrecido Yo en las demás personas. Como decía el poeta mexicano Octavio Paz:
Para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia.