OPINIóN
Obra

La última función de Eduardo II

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Eduardo II. La obra de teatro de Christopher Marlowe fue escrita en el Renacimiento. | GCBA

El mes pasado, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, algo más de un mes después de la masiva marcha en respuesta a los dichos homófobos y transfóbicos del actual presidente en Davos, días después del Día Internacional de la Mujer, y de la marcha multitudinaria que lo celebró, desafiando a un gobierno que un año antes eligió precisamente el 8 de marzo, para deshacer el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada y reemplazarlo por un dudoso panteón de próceres exclusivamente masculinos, y que cerró el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidades y el Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi) y estuvo a punto de cerrar el Instituto Nacional del Teatro, tuvo lugar la función despedida de El trágico reinado de Eduardo II, una obra que empezamos a soñar con Alejandro Tantanian en 2022, cuando la posibilidad de un gobierno y unas medidas tales no figuraba en nuestras más inverosímiles pesadillas.

La obra original en la cual nuestra versión está basada, el Eduardo II de Christopher Marlowe, una de las primeras del teatro isabelino, fue escrita en un período expansivo y de gran apertura como fue el Renacimiento, cuando la ciencia comenzaba a cambiar la concepción medieval del mundo, se renovaban las artes y la educación pasaba de la iglesia a las universidades; aun así, un autor que proclamaba abiertamente su ateísmo y su homosexualidad, tanto en sus conversaciones como en su obra, se había vuelto peligroso para el gobierno de su tiempo, que en 1593, a sus 29 años, decidió mandarlo asesinar en una fraguada trifulca de taberna (había, además, una compleja trama política: Marlowe era espía, o doble agente, tal vez “sabía demasiado”).

El Eduardo de Marlowe es un rey abiertamente homosexual que proclama a los cuatro vientos su amor por su favorito Piers Gaveston y lo eleva a las más altas dignidades, causando la ira de los barones, la Corte y la iglesia. La obra es la más abiertamente gay del repertorio isabelino, aunque no la única –más tímidamente, Shakespeare sugirió un vínculo erótico entre el rey y sus favoritos en su Ricardo II, una obra sin duda inspirada en la de Marlowe y que donó generosamente algunos de sus parlamentos y escenas a nuestra versión. Bertolt Brecht estrenaría la suya, con un Eduardo homosexual, pero más masculino, y un Gaveston más proletario, en Múnich en 1924, poco después del fallido putsch de Adolf Hitler en esa misma ciudad; y el director de cine y activista gay Derek Jarman estrenaría una versión cinematográfica más abiertamente queer en la Inglaterra de Margaret Thatcher, como réplica contra sus políticas de hostilidad hacia la comunidad LGBT y, en particular, contra la ley que prohibía a las autoridades locales y a las escuelas subvencionadas “promocionar la homosexualidad como una supuesta relación familiar”.

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Nuestro Eduardo fue imaginado para tiempos más abiertos y amables, pero parece ser una obra que atrae los nubarrones: el proceso de su creación, iniciado en 2022, se vio atosigado por el ascenso político y los primeros quince meses del gobierno de Javier Milei. Recientemente hojeaba El libro negro de la nueva izquierda, compuesto por dos de los principales profetas de la planetaria “batalla cultural” contra el “wokismo” que el actual Presidente cree estar librando, Agustín Laje y Nicolás Márquez; en la segunda parte, titulada Homosexualismo cultural, el segundo aclara que no escribe contra “los individuos que, en prudencia y discreción, mantienen en su vida privada una intimidad de tinte homosexual” y que nada tiene contra quienes “padecen esa tendencia” en tanto y en cuanto la mantengan en secreto y no hagan ningún proselitismo. Una admonición análoga dirige el personaje de Lightborne (Lucifer) al rey Eduardo, antes de asesinarlo: “Si hubieran sido más discretos, si hubieran reservado su amor a lo oscuro de un cuarto…” motivando la respuesta de éste: “No hay cuartos oscuros en un palacio. Y uno a veces se cansa de vivir bajo el agua.”

Esta puesta, que contó con un diseño de escenografía y vestuario a cargo de la gran Oria Puppo, un excepcional elenco liderado por Agustín Pardella, Sofía Gala Castiglione, Eddy García y Patricio Aramburu –ojalá pudiera nombrar a todos los actores, uno por uno, a las y los bailarines y todo el cuerpo técnico, para expresarles cabalmente mi admiración y gratitud– fue dirigida por Alejandro Tantanian, quien además de renovar nuestro teatro con sus puestas, dirigió el Teatro Nacional Cervantes entre 2017 y 2020, sacándolo del letargo costumbrista en el que estaba sumido para convertirlo en el dínamo y faro de la actividad teatral del país entero. El trágico reinado de Eduardo II fue, en ese sentido, una muestra cabal de lo que el teatro público –y sólo el teatro público– es capaz de dar: el independiente cuenta con la audacia y los talentos, pero no con los medios materiales para una puesta como ésta; el comercial no se atreve –comprensiblemente– a apuestas de vanguardia que no garanticen el éxito económico. A esto se suma el valor accesible de las entradas, que permitió la asistencia de más de treinta mil espectadores a lo largo de sesenta y una funciones. También esto es lo que un gobierno como el actual pretende destruir, como hizo con el cine nacional.

El a veces cándido rey Eduardo y el por momentos intrigante Gaveston no son seres perfectos, ni siquiera, tal vez, ejemplares; pueden ser caprichosos e irresponsables, están tan absorbidos el uno en el otro que se olvidan del buen gobierno del reino, y la satisfacción de ver consumado su deseo después de tantas prohibiciones y postergaciones los llevan a ser crueles con la reina, que nada tuvo que ver con éstas; pero la desmesura del castigo en relación a la falta, su martirio, la crueldad de sus victimarios terminan despertando nuestra compasión y absolviéndolos. La intensidad y la inocencia de su amor y su deseo –inocencia que consiste en creer que la fuerza de estos bastará para renovar el reino entero– aporta un clima de fiesta que resalta contra el fondo de ambición, prejuicio y crueldad que los rodea, y aunque terminan cayendo, la estela de su caída nos deja algún destello de ternura para iluminar el cielo oscuro de estos tiempos.

*Escritor.

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