La economía del conocimiento, como bien sabemos, es la estructura en la que los saberes se convierten en el principal motor de la productividad y la evolución. En este modelo, el conocimiento no solo es una mercancía sino un recurso fundamental generado por la investigación, la innovación y el desarrollo. Las industrias creativas, los medios y las corporaciones tecnológicas son los ejemplos perfectos.
Microsoft o Amazon, por caso, dependen en gran medida de la acumulación y el análisis de datos para mejorar sus productos y servicios. El valor radica en la creación y uso de la información. Pero entonces surge una pregunta crucial: ¿es suficiente acumularla para prosperar en el futuro?
La respuesta está en la economía del aprendizaje, un modelo radicalmente distinto en el que la habilidad para adaptarse y aprender de manera continua se convierte en la clave. No se trata solo de acumular conocimiento, sino de adaptarse de manera constante a los cambios vertiginosos del mercado, la tecnología y la sociedad. Y en este punto, la educación, esa entidad que antes parecía inmutable, se convierte en el escenario mayor de una nueva era.
Pensemos, por un momento, una ciudad medieval donde el conocimiento era limitado a las altas murallas de las universidades. Este modelo, aunque fuertemente enraizado, se ve hoy como una estructura estática, una torre desde la que podemos observar el mundo pero que nos imposibilita intervenir en su dinamismo. El conocimiento ya no está a salvo tras esas murallas. Los imperios del futuro serán los que apuesten por el aprendizaje constante y el flujo ininterrumpido de la información.
Y es aquí donde entra en escena una de las herramientas más poderosas de nuestro tiempo: la inteligencia artificial. Antaño temida como el monstruo que devoraría puestos de trabajo y nos arrojaría al abismo de la obsolescencia, hoy la IA se presenta como una aliada.
Gracias a su capacidad de analizar datos en tiempo real y adaptar metodologías de enseñanza a las necesidades de cada individuo, la IA optimiza los procesos y abre caminos para personalizar la experiencia educativa. Un ejemplo claro son las plataformas de aprendizaje online que utilizan algoritmos para adaptar los cursos a las necesidades y preferencias de cada estudiante.
Avivar la llama del conocimiento y desarrollo
El concepto de "sabiduría eterna" se deshace ante la rapidez con la que los conocimientos se actualizan. Es un tiempo acelerado de renovación que altera el ciclo de vida de esos conocimientos. Lo eterno ahora es arcaico y el futuro para el que educamos, incierto. Pensemos sino en el campo de la medicina y cómo los avances en genética y biotecnología desafían constantemente las prácticas establecidas y obligan a los profesionales a mantenerse en constante actualización.
En el contexto de la economía del conocimiento, educar para la adaptación significa desarrollar habilidades que permitan a los individuos utilizar sus saberes de manera innovadora y efectiva. Pero, en la economía del aprendizaje, la educación debe ser vista como un proceso continuo en el que la adquisición de conocimientos y habilidades no termina con un título o un grado.
'¿Qué sabemos?' se convierte en una pregunta aún más intrincada: '¿cómo estamos aprendiendo?' "
En una conferencia dictada en UADE, Marco Serrato, vicepresidente de ASU’s Learning Enterprise (Universidad de Arizona), afirmaba que la transición de una economía basada en el conocimiento a una economía centrada en el aprendizaje no es solo una tendencia, sino una necesidad apremiante. “La inteligencia artificial”, aseguraba, “debe ser vista como un potenciador de la capacidad humana para adaptarse a los cambios, no como un sustituto del conocimiento”.
Este enfoque no es solo una recomendación filosófica sino una exigencia práctica.
Y en la travesía de adaptación, el mayor desafío se reduce a un asunto simple pero profundamente complejo: saber hacer las preguntas adecuadas. Una vuelta magnífica a los principios sentados por Sócrates hace más de dos mil años: el arte de dudar y, sobre todo, de cuestionarse a uno mismo. La pregunta que antes marcaba el rumbo de nuestras vidas académicas y laborales —“¿qué sabemos?”— se convierte en una pregunta aún más intrincada: “¿cómo estamos aprendiendo?”.
O, en un tono más pragmático, “¿a qué hora comienza el próximo curso?”. Lo que realmente importa ahora no es lo que ya sabemos, sino cuánto somos capaces de aprender, desaprender y reaprender a la muchas veces inexplicable velocidad de los tiempos que transitamos.