A partir del año 2003, la Argentina fue azotada por un tsunami denominado “kirchnerismo”, que si bien tuvo una pausa entre los años 2015 y 2019, volvió ese año en su peor versión, hasta que, en las elecciones del año 2023, el desconcierto y la desazón social generados a lo largo de esa interminable noche de casi veinte años provocaron la aparición de un personaje que, en condiciones normales, no podría conducir los destinos de un país.
Digamos que Javier Milei es la consecuencia de una sociedad hastiada de un régimen que sembró corrupción, prebendas y subsidios; que regó al país de pobres a los que utilizó para instalar un “relato” oprobioso; que instaló la cultura del “cambalache”, en el que “resultaba lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, pretensioso o estafador”.
Un régimen que protegió a los delincuentes al amparo de nefastas teorías penales mal llamada “garantistas”, inspiradas en las perversas concepciones de Eugenio Zaffaroni, ideólogo de la cultura sociopenal del kirchnerismo. Un régimen que fanatizó a toda una generación de jóvenes, y que terminó, con la principal exponente, Cristina Fernández, condenada en doble instancia por administración fraudulenta de los fondos públicos.
El actual presidente puso la proa del buque en una dirección opuesta a la que había elegido y propuesto el kirchnerismo, haciendo flamear la bandera de la libertad como símbolo de la nueva era. Sin embargo, a un año de la actual gestión libertaria, comienzan a encenderse luces amarillas en la sociedad, la que, probablemente entusiasmada con la reducción de los índices de inflación –aun a costa de una galopante recesión-, tiene dificultades para advertir las negativas señales que el presidente de la República ha comenzado a emitir.
En primer lugar, Milei está mostrando que no tiene la templanza y la serenidad que se necesitan para ejercer efectivamente el poder. Es agresivo, intemperante, ansioso, y abre frentes de conflicto en todas las áreas: con periodistas, con economistas, con mandatarios extranjeros, con el Congreso, con su propia vicepresidenta, con sus colaboradores –a los que no les permite exponer una sola opinión disidente-, con los constitucionalistas que marcamos los desvíos republicanos en los que incurre, con artistas, etc.
Un presidente que conduce los destinos del país de ese modo genera, en sus seguidores, la misma intemperancia y agresividad, a tal punto que existe una extendida red de trolls que atacan y agravian a cualquiera que tiene la “osadía” de emitir una opinión contraria al Gobierno. Lo más grave es que ofenden e insultan con términos vergonzantes, como “viejo”, “viejo meado”, o, incluso, hasta con la palabra “mogólico”.
Tan fanatizada como lo eran los “jóvenes K” de La Cámpora, la juventud mileísta ha decidido convertirse en una suerte de “fiscalía” contra la oposición y los críticos al Gobierno, a pesar de que defienden a un presidente que pregona “la libertad”. Para libertad de expresión, es harto peligroso que el primer mandatario del país, desde la cima del poder, caiga con toda su furia y agresividad contra cualquiera que lo critica.
En segundo lugar, el Gobierno tiene profundas contradicciones ideológicas, en el marco de las ideas libertarias que difunde. Los libertarios anarcocapitalistas detestan al Estado como organización política; lo consideran el principio de todos los males, y por eso proponen, en la teoría, abolirlo, sin tener en cuenta que ello conllevaría a la anarquía y al caos, sobreviniendo luego el despotismo. La realidad es insoslayable: siempre alguien debe gobernar, y los Estados son absolutamente indispensables para proveer orden, seguridad, justicia, conducción de relaciones exteriores, defensa, salud y educación pública.
Sin embargo, exponiendo severas contradicciones con esos postulados promercado y anti-Estado, el Gobierno interviene en las negociaciones paritarias, en los precios de las empresas de medicina prepaga y en el control de los monopolios que el mercado no sabe disolver. Como si ello fuera poco, el Gobierno ha cedido la soberanía, en el manejo de las relaciones exteriores, a los dictados y directivas impuestas por el presidente norteamericano, a quien Milei imita casi a la perfección.
Por último, el compromiso del Gobierno con la moralidad en el ejercicio de la función pública es muy pobre: designó en comisión a un juez como Lijo en la Corte Suprema de Justicia, nombró a un “camporista” al frente de la agencia de recaudación (ARCA), quitó facultades de querellar a la UIF (unidad antilavado y antiterrorismo), y muestra muy poco aliento a la sanción de la llamada “ficha limpia”.
Ni hablar de la falta de compromiso del Gobierno con los postulados del sistema democrático y el funcionamiento de las instituciones. Milei lo ha expuesto en varias ocasiones, insultando a los legisladores y burlándose de quienes ponemos énfasis, permanentemente, en los ideales republicanos.
La conclusión es que el gobierno de Milei ha decidido transitar el camino de la intemperancia, y ha puesto en duda las bondades de la división de poderes, de la independencia de la Justicia, y de la transparencia en la gestión, relativizando así la importancia del sistema republicano de gobierno, al que considera, tal como Cristina Fernández, un régimen antiguo e impracticable. En definitiva, con un presidente agresivo y con señales republicanas muy debilitadas, no está tan claro que “la libertad avance” en la Argentina.
*Abogado constitucionalista, prof. Derecho Constitucional UBA.