Las palabras deben ser tomadas en serio, tanto por quienes las pronuncian como por aquellos que las escuchan, cuando son empleadas para bromear o si se las usa para fundamentar. El mensaje de James Carville usado durante la candidatura de William Clinton (“la economía, estúpido”), todavía se aplica para subrayar lo esencial. En su origen la palabra “idiota” no era despectiva. Viene del griego, y se refería a alguien promedio, a diferencia de un erudito o quien actuara en nombre del Estado u ocupara un cargo público.
Dado que hay una distancia entre ser aguerrido y ser un exterminador, el personaje Juan Cariño, creado por Elena Garro -esposa de Octavio Paz-, salía a levantar y a reponer al diccionario palabras malignas que habían huido de allí, como “ahorcar” y “tortura”. Cuando el discurso de odio hace de los demás un enemigo a ser eliminado promueve enfrentamientos y propone una guerra en la que uno debe ganar y el otro desaparecer. Es que, para la cultura de la desproporción, el ladrido es el lenguaje.
Decir “minusválidos” o “enfermos del alma” a quienes simpatizan con las ideas colectivistas, o “traidor a la patria”, “terrorista sindical”, y “nido de ratas” cuando se ejercen derechos o se discrepa de alguien, son expresiones que deben ser contadas, pesadas y divididas antes de ser pronunciadas. Al semejante se lo trata emitiendo palabras audibles y se lo rescata oyendo sus palabras.
El 18 de octubre pasado el poder ejecutivo la emprendió contra el Servicio Exterior de la Nación. Culpó a “los principales organismos internacionales” de promover políticas que “atentan contra el crecimiento económico, violentan los derechos de propiedad, y entorpecen el proceso económico natural”. Y exigió al cuerpo diplomático hacer lo que se le ordene o dar un paso al costado. El 30 de octubre repitió la andanada, añadiendo la iniciación de una “auditoría al personal de carrera” con el objetivo de identificar “impulsores de agendas enemigas de la libertad”.
Rechazar tales mezclas de falta de educación y exceso de amenazas no es nuevo ni tampoco es redundante. Ya Calígula empezó prefiriendo la frase “no importa que nos odien siempre que nos teman” y Vania -el personaje de El mago del Kremlin- subraya que “quien es mantenido en un estado de permanente incertidumbre vive desasosegado por el pánico”. La idea de revuelta no pasa por su cabeza porque está demasiado preocupado en eludir los rayos que pudieran caer sin preaviso. Pero todo pasa en los asuntos humanos, y los francos que adoraban a múltiples dioses se convirtieron al catolicismo para ganar una batalla (“adora lo que hasta ahora incendiabas, e incendia lo que adorabas”).
Una señal la acaba de dar Eduardo Valdés, quien remarcó que en lugar de decir “no me importa nada”, a los que agravian a los demás deberían importarles las leyes vigentes. Una cosa es la violencia en las palabras, y muy distinta la continuidad de las palabras violentas. Los diplomáticos que votaron en Naciones Unidas en contra del bloqueo económico a Cuba cumplieron las normas vigentes. En efecto, la ley 24.871 sanciona como carentes de efectos jurídicos las que impongan el bloqueo económico, con la finalidad de provocar el cambio de la forma de gobierno de un país. Se ve que por ahí no era.
Salvador de Madariaga, un abracadabrante diplomático y escritor español, no fue en absoluto comunista. Tan poco, que en 1947 participó en la reunión de Mont Pèlerin (Suiza) junto a ilustres economistas liberales como Milton Friedman y Ludwig von Mises. De esta reunión surgiría la Sociedad Mont Pelerin, que sigue defendiendo el liberalismo económico y social. Pero como tuvo una vida incansablemente relacionada con la belleza de lo humano, una vez relató una anécdota en la que se reivindicaba la libertad. Incluso en el infortunio, la dignidad asoma cuando es lo único que queda.
“Sitúense. Andalucía en días de latifundios y república”, escribió, o sea arrancando el siglo XX. “Cercanos los comicios uno entre tantos caciques congrega a sus braceros y les insta a decantarse por un determinado candidato, a cuyo efecto reparte monedas para todos. Uno de ellos rechaza el oprobio y, arrojando las monedas al aire, sentencia: 'En mi hambre mando yo'”.
Por estas cuestiones hay que tomar en serio las palabras y no ser frívolo en la construcción de nóminas para su empleo. Cuando todos tenemos hambre, mandamos todos.