Todavía no he escrito lo hermoso que es caminar con L tomadas de la mano. Y eso que ya hemos hecho varias caminatas.
Ahora lo haré.
Me ocurre que una suerte de corriente tibia nace entre los dedos mezclados y se desparrama en dulces flechazos por el resto del cuerpo. Y me quedo corta. Muy corta. Resulta del todo imposible encontrar las palabras justas para describir la sensación. Es increíble lo que provoca tocar el amor.
Después.
Nos sentamos en el restaurante junto a una ventana. Le leo el menú. La niña me mira y su mirada redonda también me toca. Hay algo de la confianza en esa mirada que antes no había. Claro que no conoce muchas de las opciones del menú y entonces me animo a recomendarle una milanesa a la napolitana con papas fritas. Me responde que conoce las papas fritas y que conoce las milanesas, pero que no sabe nada de lo napolitano del asunto. Le explico que encima de la milanesa se amontona salsa de tomate, queso y jamón.
—Quiero eso.
Una vez que se decide, le explico que lo mejor será compartirla, que en este lugar las preparan demasiado grandes. Está de acuerdo y, de inmediato, abre la carpeta en donde guarda la novela de Guerrico, y también ya un poco mía, y se pone a leer.
Creo que no sabe andar por la vida sin tener algo para leer.
La dejo.
Todavía va a llevarle algún tiempo abrirse al mundo. Tendrá que ir paso a paso. Tan lentamente como acostumbra a hablar. Y, a mi entender, esas páginas van a ser de gran ayuda para lograrlo. Espero que funcionen como funcionan, al final del libro, las artimañas del bachiller Sansón Carrasco con el Quijote. No se me ocurre otra solución.
Una muchacha nos alcanza la comida.
Corto la milanesa por la mitad y la reparto. También reparto las papas fritas. L abandona por fin la carpeta. La ubica sobre la mesa, a un costado, cerca. Mira su plato, enseguida mira también el mío y me dice que no parece una milanesa, que parece pizza. Me río de su observación, es inteligente. Pero una tontería al lado de la observación que va a hacer apenas unos minutos más tarde: después de un rápido recorrido de sus ojos por el local, me comenta que en los libros hay más hombres que en la vida.
Ojalá que el tratamiento que se me ocurrió para que pueda exiliarse de la lectura sea el correcto.
Ojalá.
Sus ojos lo merecen.
Terminamos de comer y volvimos caminando tomadas de las manos a casa. De inmediato me senté a escribir lo que ocurrió en el restaurante para no olvidarme de nada importante y L huyó hacia su habitación apenas le alcancé el nuevo capítulo de la novela.
Ya se va haciendo el tiempo de la siesta.
Me la merezco.
Acabo de levantarme de la cama. No de despertarme. Me había despertado bastante antes, una de las tantas veces, conté por lo menos cinco, en que escuché que L se arrimaba hasta la puerta abierta de mi habitación. Disfruté de su muda insistencia. De su necesidad de saberme dormida o de su necesidad de que me despertara.
Puede que sea tonto lo que voy a escribir inmediatamente a continuación.
Lo sé.
Pero también sé que nadie va a leer lo que anoto en este cuaderno.
La libertad y la impunidad. Dos asuntos diversos que, en algunas oportunidades, un ejemplo sería este caso, andan juntos. Por eso, porque se me da la gana y porque a mis ganas nadie las podrá juzgar, es que voy a escribir lo que voy a escribir.
El amor.
Un sentimiento en algún sentido indescifrable.
No siempre sabemos por qué amamos ni, mucho menos, por qué nos aman. Incluso, por no saber, tampoco sabemos si es del todo verdad cuando alguien nos asegura que nos ama. Una gran duda, el amor del otro. Se trata de un sentimiento tan profundo, tan propio, que, al mismo tiempo y quizá debido a esa misma profundidad, no alcanzamos a descubrir con claridad en los demás. Así las cosas, resulta bastante fácil de mentirse. Pueden mentirnos amor, algo al respecto le pasa a Don Quijote en el palacio de los duques. Y también podemos mentirnos el amor, huelga nombrar a Dulcinea.
Todo eso ocurre en el mundo que conocía.
El mundo de los adultos.
Una vida entera y más de treinta años de convivencia con Emilio.
Pero, de repente, L irrumpe en mi casa. Una niña. Y el mundo comienza a mostrarme otra cara. Una cara escondida para mí. O, mejor, una instancia en donde el amor deja de ser una duda, deja de ser indescifrable. Sencillo, simple, se exhibe hasta la obviedad.
Y un par de preguntas impunes y libres finales al respecto, antes de ponerme a editar el capítulo que le pasaré a L mañana.
¿Ella percibirá en mí el amor con tanta facilidad como yo lo percibo en ella?
¿En qué momento los seres humanos aprendemos a esconder o a mentir algo tan magnífico y tan noble como el amor?
Había que trabajar en equipo Por eso la tía se dispuso con entusiasmo a organizar las tareas Como yo era la que tenía mejor vista por culpa de mi extremada juventud según su criterio sería la encargada de enhebrar los deshechos plásticos de mi infancia en la soga que ella había conseguido Aquellos deshechos por supuesto que fueran factibles de ser enhebrados Los otros los que no permitieran dicha operación deberían ser sujetados mediante un nudo La abuela Paula sería la encargada de la selección el alcance de los mismos y llegado el caso debería prestarme ayuda ante las posibles dificultades que pudieran presentarse con la incorporación de alguno de los elementos que me iba alcanzando El abuelo Emilio buscaría unas cuantas estacas resistentes Y ella la tía la entusiasta organizadora de las tareas del grupo sería quien se ocupara de relevar topográficamente ambas orillas del canal con el supremo objetivo de encontrar el lugar más conveniente para ubicar la soga cuando ya estuviese enhebrada Una vez resuelta esta cuestión cada uno se abocó a su trabajo Claro que tal y como lo sospechaba tanto el abuelo como la tía terminaron bastante antes que la abuela y que yo y entonces tuvieron que sentarse con nosotros y ayudarnos a atar pedazos de robots y transformers y pelotas y muñecas y la parte más gorda de una guitarra y los infinitos huesos del esqueleto de un Tiranosaurio Rex y decenas de carrocerías de autitos y la caparazón de una radio más etcéteras y etcéteras plásticas Entre todos terminamos de cargar la soga luego comimos para restaurar nuestras mermadas fuerzas y enseguida después de comer nos encaminamos llevando la soga en perfecta fila india hasta la orilla del canal Emilio clavó una de las estacas cerca del más alejado de los pinos calvos ató allí una de las puntas de la soga la pasó alrededor del tronco del árbol y se la alcanzó a la tía que esperaba en la proa de la canoa
Remá hasta enfrente
Me ordenó sin acordarse de que era la primera vez que yo empuñaba el remo de dos palas desde la popa Juro que traté de ir hacia la costa de enfrente como me había ordenado pero no lo conseguí A decir verdad ni siquiera logré mover mínimamente la embarcación en ninguna dirección y entonces ella me pidió que hiciera palanca contra la costa hice palanca contra la costa la tía se cayó al agua y yo me puse muy nerviosa esperando sus gritos y sus retos y todas esas cosas que hacen normalmente los adultos en ocasiones similares Pero no No hubo gritos ni retos ni ninguna de esas cosas que hacen normalmente los adultos en ocasiones similares No Para mi sorpresa la tía no podía parar de reírse Y a mí me encantó que ella no pudiese parar de reírse porque era la primera vez que me daba una sorpresa desacostumbrada Riéndose nadó hasta la otra orilla clavó la estaca que le tiró el abuelo después ató la soga a la estaca y todavía riéndose me pidió que por favor no la fuera a buscar que no que ella prefería nadar Cruzó y fue con la abuela hasta dentro de la casa y al rato apareció todavía riéndose envuelta en toallas
Cuando se me seque la ropa sembramos los nenúfares
Me informó y yo le dije que bueno y ella me aseguró que no tuviera miedo que en esta oportunidad la que remaría sería ella y se volvió a reír y yo me reí por primera vez desde que ella se había caído al canal La ropa se terminó de secar justo en el momento en el que con Emilio habíamos terminado de cargar los pequeños nenúfares en la canoa Por eso no tuve tiempo de descansar La tía se subió me pidió que yo también subiera y que por favor esparciera los bulbos desde la soga hasta el final del canal Estaba tan cansada que me quedé dormida al subir al tren y creo que recién me desperté el miércoles siguiente apenas un rato antes de que la tía llamara otra vez por teléfono
Cenamos y a pedido de L subimos a la luna. Nos acostamos sobre las baldosas de la terraza. No había pasado un minuto y la nena me tomó de la mano. Me llamó la atención, nunca había pasado que me tomara de la mano mientras estábamos en la luna y, encima, lo había hecho con mucha fuerza. Entonces, levanté apenas unos centímetros la cabeza y la miré.
Tenía los ojos bien abiertos.
Fijos en la media luna.
Pero no se la notaba ni incómoda ni mal. Así que volví a tirarme y me relajé. Recién después de un buen rato me enteré del motivo que la había llevado a tomarme con tanta fuerza de la mano. Morosamente, como siempre, me dijo que ya no iba a necesitar las linternas, que no, que era una locura descender en la parte oscura, que podíamos perdernos o, todavía peor, podíamos equivocarnos y errarle a la luna en el descenso, que sería mucho más seguro estacionar la nave en la parte donde había luz.
Le respondí que sí, que eso sería lo mejor.
Aunque me quedé pensando.
Además de los problemas de comunicación que la edición de los libros le habían causado, aparentemente también le costaba reconocer las diferencias entre realidad y ficción. Una cuestión fundamental en la salud mental. Un problema tan antiguo como la literatura. O como el mundo, mejor. Uno de los asuntos, entre otros varios, que llevó al mismísimo Cervantes a escribir el Quijote.
Una dificultad que no había tenido en cuenta.
¿Cómo podría ayudarla?
No lo sabía en la terraza. Tampoco lo sé ahora mientras escribo sobre la mesa de la cocina. Es tarde, L ya está durmiendo. No obstante, supongo que a medida que la niña comience a vivir más tiempo fuera de los libros que dentro de ellos, el problema se irá corrigiendo. Eso es lo que espero. No resulta muy científico mi comentario, lo sé, pero tengo mucho sueño y mañana me aguarda un largo día de trabajo.
Aunque me insistió hasta el cansancio mientras desayunábamos, no le entregué el capítulo nuevo de la novela hasta que llegamos al consultorio. A partir de ahora, también me propuse tratar de que no esté metida dentro de la carpeta de cartulina durante todo el día.
Hice más al respecto.
Le pedí a mi secretaria que la dejara leer un rato y que, después, le inventara alguna tarea, lo que fuera, que le mintiera que era importante hacerla, lo que se le ocurriera. Y que por favor en algún momento llamara por teléfono a la biblioteca para saber si Paloma había vuelto o si aún continuaba con sus vacaciones.
Bastante más tarde me enteré, por uno de los pacientes, la tarea que Carla le había asignado a la niña.
—Muy tierno el cambio en la decoración de la sala de espera.
—¿Le gusta?
Me animé a preguntarle sin saber de lo que me estaba hablando.
—Me gusta. Los dibujos infantiles siempre predisponen a la introspección y al recuerdo.
Esta noche no subimos a la terraza. No hubo tiempo. Cuando volvíamos del consultorio tomadas de la mano, la felicité por el trabajo que había realizado, le mentí que había quedado muy bien la pared de la sala de espera con sus dibujos, que la había llenado de alegría, que a mis pacientes les gustaba. La niña, que de tonta no tiene nada, aprovechó mis excesivos elogios para pedirme que, a manera de agradecimiento, le preparara una milanesa napolitana. Entonces tuvimos que entrar en un supermercado y comprar todo lo necesario.
Y ocurrió una suerte de milagro.
Otro más.
Aceptó ayudarme a prepararlas.
Le expliqué cómo lo haríamos paso a paso. Y ella, sentada en la silla de Emilio, primero batió con un tenedor las yemas con las claras de los dos huevos que antes yo había roto. Después, me animaría a afirmar que completamente feliz, sumergió en el ungüento cada una de las varias láminas de carne que yo le pasaba. Finalmente, las arrojó una por una sobre el pan rallado y las golpeó con sus manitos para completar la tarea.
Llevó un rato, el asunto.
Continúa la 11a parte
Sábado 9 de noviembre