Leí recientemente el texto de mi querido amigo Américo Schwartzman "Y supondremos que todo seguirá como si nada..." (Diario Perfil, 27.10.2024) sobre la persistencia de la guerra en Medio Oriente. Creo que el disenso es un hecho natural e inevitable como la lluvia, y que como afirma el Tratado de Pirkei Avot: "La controversia que tiene motivos nobles debe perdurar".
Respeto la honestidad intelectual del autor, con quien me une una amistad forjada en ese terreno de nostalgia que es la adolescencia. Comparto profundamente el dolor y el horror por las imágenes que llegan desde la Franja de Gaza, y como una minoría importante en la sociedad israelí, soy profunda y consistentemente crítico de los males de la ocupación iniciada tras la Guerra de los Seis Días y de su potencial destructivo para ambos pueblos, una realidad contra la que me he manifestado activamente desde mi primer día en Israel, hace más de treinta años.
Junto con eso, hay algunas referencias y afirmaciones en el texto de Américo que, más allá del legítimo disenso, ameritan una mirada más cuidadosa.
Existen ciertos hitos históricos que, cuando emergen en medio de una controversia, funcionan como señales de alarma inmediatas. Algunos podrían interpretar esta reacción instantánea como evidencia de cierta consabida “paranoia judía”, mientras que otros reconocemos en ella el resultado de una larga experiencia interpretando las señales del entorno.
Los judíos, a lo largo de los siglos, hemos sido como baqueanos oteando el horizonte, tratando de interpretar los signos que nos indiquen de qué lado vendrán esta vez los cosacos. Esta misma memoria colectiva nos ha enseñado que el lenguaje nunca es neutral, y que una simple referencia aparentemente lateral puede revelar todo un esquema de interpretación subyacente. Creo que en ese sentido, el uso del Acuerdo de Haavara como ejemplo histórico merece un análisis más detenido.
Un conflicto que no tiene arreglo
En su texto, el autor señala: "Mucha gente lo ignora, pero el Acuerdo Haavara, como se llamó el arreglo firmado en 1933, y vigente varios años, entre las autoridades nazis y la Federación Sionista de Alemania, permitió que más de 60 mil judíos emigraran a Palestina en barcos que tenían el emblema nazi". Esto se presenta como ejemplo de “la objetiva coincidencia con uno de los objetivos declarados del nazismo (y de toda la judeofobia europea del siglo XIX): que los judíos se fueran de Alemania (y de toda Europa)”.
El Acuerdo de Haavara (1933-1939) fue un arreglo de transferencia que permitió a algunos judíos alemanes emigrar a Palestina durante los primeros años del régimen nazi, cuando aún se promovía la expulsión en lugar del exterminio. Lejos de ser una "colaboración", fue un desesperado mecanismo de supervivencia que permitió salvar aproximadamente 60.000 vidas judías en un momento en que prácticamente ningún país aceptaba refugiados judíos.
La referencia a los "barcos con esvástica" omite el contexto histórico: estos barcos alemanes, que portaban naturalmente la insignia alemana de aquellos años, eran los únicos medios de transporte disponibles para escapar de Alemania, y el hecho de que los nazis permitieran temporalmente esta emigración no representa ningún tipo de complicidad, sino la utilización de una estrecha ventana de oportunidad para escapar de lo que luego devendría en un plan de exterminio sistemático.
Antisemitismo recargado: cuando el odio nubla la razón
El acuerdo no estuvo exento de controversias dentro del movimiento sionista, siendo una de las posibles causas del asesinato de su principal mentor, el sionista socialista Jaim Arlozorov, presuntamente a manos de miembros de la derecha revisionista, un crimen que hasta hoy permanece irresuelto.
Algunos argumentarán que el Acuerdo de Haavara data de 1933, cuando los nazis aún no habían formulado lo que terminaría siendo su proyecto genocida. Sin embargo, este argumento ignora que ya entonces el régimen nazi había desplegado una retórica antisemita virulenta, que el boicot de abril de ese año había mostrado la capacidad de movilización contra los judíos, y que si bien la violencia aún era principalmente paraestatal, Alemania ya evidenciaba su transformación en una dictadura totalitaria y antisemita.
La decisión del movimiento sionista no fue producto de una "comunidad de intereses" con el nazismo, sino de la desesperada búsqueda de vías de escape ante una amenaza que, aunque aún no había mostrado su rostro más terrible, ya se perfilaba con claridad ominosa.
El tiempo demostraría que quienes vieron en estas primeras señales un peligro mortal estaban trágicamente en lo correcto.
La mención del Acuerdo de Haavara, presentada en el texto de Américo como prueba de una supuesta 'comunidad de intereses' entre el sionismo y los antisemitas en la evacuación de los judíos de Europa, merece una discusión más profunda. Es necesario entender las circunstancias que llevaron a su firma: la creciente discriminación contra los judíos alemanes, la transformación de Alemania de una democracia a una dictadura, y el desesperado intento de salvar vidas en un momento en que las opciones eran extremadamente limitadas. Este contexto, junto con las controversias que el acuerdo generó dentro del propio movimiento sionista, ofrece una perspectiva mucho más compleja que la mera referencia a "barcos con esvástica".
Lejos de ser el sionismo funcional a los intereses del nazismo, fueron las democracias occidentales las que, con su indiferencia ante la persecución de los judíos alemanes, facilitaron los objetivos iniciales del régimen nazi de hacer de Alemania un país "libre de judíos".
La posterior Conferencia de Evián de 1938 confirmaría trágicamente esta actitud: 32 países, incluyendo Argentina, se reunieron supuestamente para abordar la crisis de los refugiados judíos, solo para declarar uno tras otro su negativa a recibirlos. Argentina, que había sido históricamente un país de inmigración abierta, no solo rechazó públicamente la acogida de refugiados en Evián, sino que además implementó la infame Circular 11, una directiva secreta que instruía específicamente a sus consulados a denegar visas a "indeseables y expulsados", un eufemismo apenas velado para los judíos que huían del nazismo.
No pretendo poner en duda la sensibilidad de Américo hacia aquellas víctimas, pero la elección de la referencia a la Haavara en el contexto de su nota resulta reveladora.
La historia de Occidente ofrece numerosos ejemplos de apoyo genuino a la idea de un Estado judío, desde figuras como la escritora George Eliot hasta Thomas Masaryk, el fundador de Checoslovaquia, o más cercano a nuestros días, Martin Luther King. Todos ellos respaldaron esta causa desde una perspectiva humanista y de justicia, no desde el antisemitismo o el deseo de "librarse de los judíos". Andrei Gromyko, canciller de la URSS, defendió la necesidad de creación de un Estado judío en la Asamblea General de la ONU, como respuesta al fracaso de Europa en proteger a sus ciudadanos judíos. Y fue la misma URSS, a través de Checoslovaquia, la que facilitó las primeras armas que le permitieron al naciente Estado de Israel sobrevivir al ataque combinado de cinco Estados árabes en el momento mismo de su fundación.
Una historia del silencio de Egipto sobre la guerra en Gaza
Frente a esto, es revelador que se haya elegido como dato ilustrativo precisamente el intento de instrumentalización del sionismo por parte del régimen nazi, que paradójicamente despreciaba al movimiento sionista, en lo que parece responder más a una necesidad argumentativa que a una reflexión histórica.
A partir de ese esquema de interpretación se entiende también la premisa inicial del texto de Américo: la supuesta tendencia de los medios de comunicación a presentar la actual guerra como consecuencia casi exclusiva de la masacre del 7 de octubre de 2023.
Los clásicos a veces se inventaban “hombres de paja”, contrincantes imaginarios para demostrar su propio argumento como una refutación de algo que, en rigor, nadie sostenía. Los contemporáneos, a veces, hacen lo propio con estadísticas hechas del mismo material. Basta con una simple revisión de los principales medios occidentales para constatar que, desde hace meses, las referencias a "las masacres de Israel" superan ampliamente a las menciones del 7 de octubre. De hecho, es notable cómo la mayoría de los medios mainstream han incorporado sistemáticamente el contexto histórico y las críticas a la respuesta israelí en sus coberturas, haciendo especialmente visible el costo humanitario en Gaza.
Si bien el autor condena explícitamente el ataque del 7 de octubre, su texto construye un argumento donde la contextualización de esta violencia se remite casi exclusivamente a la ocupación israelí y sus orígenes en la Nakba - es decir, al momento fundacional de Israel.
Esta narrativa, que reduce toda la historia al pecado original del establecimiento del Estado judío, conlleva una implícita relativización de la barbarie del 7 de octubre. Uno debe preguntarse en qué medida este énfasis en una única dimensión del conflicto contribuye mejor a su comprensión, ni hablar a la búsqueda de una solución para la vida de los que están diariamente amenazados por su violencia.
La adhesión incondicional a una única versión de la historia, sea cual fuere, tiende a profundizar las trincheras ideológicas más que a tender puentes de entendimiento. Cuando reducimos conflictos complejos a narrativas unidimensionales de víctimas y victimarios, no solo distorsionamos la realidad histórica sino que, más grave aún, cerramos las puertas a cualquier posibilidad de diálogo constructivo y, por ende, de paz.
Cuando se cita a Levy diciendo que "Israel no puede encarcelar a dos millones de personas en Gaza sin pagar un cruel precio", se establece una relación entre las políticas israelíes y la violencia que, aunque señala un factor importante del conflicto, termina minimizando la autonomía política de Hamas y sus propios objetivos estratégicos. La complejidad del conflicto requiere reconocer las consecuencias de la ocupación junto con el hecho de que Hamas es un actor político con agenda propia, cuyas acciones responden a objetivos que van más allá de ser una mera reacción a las políticas israelíes.
Es una paradoja que un texto que busca defender la causa palestina termine reproduciendo, inadvertidamente, una visión donde los palestinos carecen de verdadera agencia histórica. Resulta particularmente llamativo que cierto pensamiento progresista occidental, en su intento de solidarizarse con la causa palestina, recaiga en aquello que Edward Said denunciaba en su crítica al orientalismo: una visión de los árabes como sujetos sin capacidad de acción propia, eternamente determinados por fuerzas externas.
Esta mirada, que reduce a los palestinos a meras víctimas pasivas de la historia, no solo les niega su autonomía como actores políticos sino que, paradójicamente, los exime de toda responsabilidad histórica - la misma responsabilidad que con tanta vehemencia se exige a Israel. De este modo, el discurso pretendidamente emancipador termina replicando las estructuras coloniales de pensamiento que dice combatir.
No se trata aquí de atribuir al autor una posición conscientemente orientalista o una voluntad deliberada de negar la agencia palestina. Sin embargo, en lo que parece ser un esfuerzo por criticar al "sionismo realmente existente", el que forjó un Estado en una constelación de guerra y supervivencia en 1948, termina haciéndose eco, quizás inadvertidamente, de narrativas que reproducen estos esquemas de deslegitimación.
Esta visión reduccionista no solo se manifiesta en el tratamiento de la agencia palestina, sino que se extiende también a su caracterización de la comunidad judía. Resulta problemática la sugerencia de que ciertos grupos de judíos serían "causantes del antijudaísmo creciente". Esta lógica bien intencionada termina reproduciendo un esquema peligroso: el de responsabilizar a las potenciales víctimas del odio antisemita por las acciones de quienes los odian.
Si bien es legítimo y necesario criticar las posiciones belicistas o la defensa acrítica de políticas cuestionables, el problema central de las posiciones supremacistas de ciertos grupos judíos no radica en su potencial para fortalecer el antisemitismo, sino en el daño que provocan a la sociedad israelí y judía, tergiversando su rica tradición de cuestionamiento y disenso. Atribuir el crecimiento del antisemitismo a las actitudes de algunos judíos implica desconocer la naturaleza autónoma del prejuicio antisemita, que históricamente ha demostrado poder prosperar con independencia de lo que los judíos hagan o dejen de hacer. El antisemitismo debe ser combatido por su propia naturaleza discriminatoria, no condicionado a la "buena conducta" de sus potenciales víctimas.
Más aún, la tipología que Américo construye invisibiliza a un amplio sector de judíos, tanto israelíes como de la diáspora, que desde el barro de la historia luchamos por otro futuro para los pueblos de Oriente Medio. Para nosotros, estos pueblos no son figuras retóricas sino nuestros hijos, nuestras hermanas y nuestros vecinos. Somos plenamente conscientes del sufrimiento del lado palestino y del terrible costo humano de esta guerra. No minimizamos ni justificamos este dolor, pero tampoco podemos ignorar que Hamas es una organización cuya raison d'être se basa en la fusión deliberada entre sus estructuras civiles y su aparato terrorista, una estrategia que busca maximizar el costo humano del conflicto y que ha sido explícitamente declarada por sus propios funcionarios. Señalar esto no busca exculpar a Israel, que como Estado tiene una responsabilidad adicional por la vida de los civiles, sino colocar la discusión en su debido contexto. De la misma manera, coincidir en que el conflicto no comenzó el 7 de octubre, no implica estar dispuestos a minimizar la barbarie de ese día.
La sociedad israelí está hoy partida por una profunda grieta: de un lado, quienes defienden o están dispuestos a tolerar la irrupción de un mesianismo supremacista como el que hoy tiene la voz cantante en el gobierno israelí; del otro, quienes aspiramos a una sociedad libre, que vuelva a ser un ejemplo de solidaridad, que vuelva a ser reconocida por sus logros sociales y tecnológicos antes que por sus capacidades bélicas. La complejidad de esa grieta escapa a las miradas dicotómicas.
Las imágenes de la guerra, especialmente cuando se observan desde la distancia, tienen la capacidad de nublar el juicio más sereno. Es comprensible que la magnitud del horror provoque la necesidad de tomar posición, de buscar explicaciones simples para lo complejo. Una de las probables lecciones de la experiencia histórica sea que los caminos hacia el entendimiento requieren que cada pueblo sea capaz de mirar hacia el interior de sus propias contradicciones y grietas.
Y aún asi no estaremos, probablemente, ante las puertas de una paz duradera en las próximas décadas, pero sí ante la necesidad urgente de encontrar mecanismos de convivencia y puntos de interés común, renunciando a la tentación de anular o minimizar el dolor del otro.
Al final del día, israelíes y palestinos estamos destinados a compartir esta tierra, ya que ninguno de ambos pueblos tiene otro lugar adonde ir. El desafío real no es determinar quién tiene más razón en su narrativa histórica, sino cómo construir al menos la posibilidad de un futuro compartido.
Irónicamente, las narrativas que caen en un binarismo maniqueo en nada contribuyen a eso y terminan reproduciendo una vieja y peligrosa constante histórica: la de dejarnos, tanto a judíos como a palestinos, enfrentando nuestro destino en soledad.