OPINIóN
Caleidoscopio

La hiperinflación de la identidad digital

“Si antes nos preocupábamos por entender quiénes éramos, ahora nos enfrentamos a la abrumadora tarea de manejar múltiples versiones de nosotros mismos”, sostiene el experto en tecnología, autor de esta columna. Vivimos en “la gran farsa de identidad colectiva”. ¿A qué se refiere?

Depresión adolescente
Depresión adolescente | Shutterstock

Soy alguien. Pero también soy alguien más. Y probablemente mañana sea alguien completamente diferente. La cuestión de la identidad ha sido una constante en la historia humana, pero en esta época, parece que hemos alcanzado una especie de hiperinflación de la identidad. Si antes nos preocupábamos por entender quiénes éramos, ahora nos enfrentamos a la abrumadora tarea de manejar múltiples versiones de nosotros mismos. ¿Quién soy? Bueno, depende de qué red estés mirando.

En esta era, somos todo y nada al mismo tiempo. En Instagram, soy una persona coqueta que disfruta de los buenos vinos y de compartir momentos “auténticos” (que de auténticos tienen poco, pero shsh, que no se note). En Linkedin, soy un profesional impecable, lleno de motivación y dispuesto a cambiar el mundo con cada presentación. 

En X, soy un crítico ácido de la actualidad, siempre dispuesto a tener la última palabra en debates que me generan más likes que convicciones. Y luego está la versión offline, que se pregunta si todo esto tiene sentido o si estoy simplemente participando en una gran farsa de identidad colectiva.

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Irónicamente, la tecnología, que nos prometía libertad para ser quienes quisiéramos ser, ha impuesto un nuevo tipo de esclavitud: la de gestionar nuestras múltiples identidades"

Esta inflación de la identidad no solo es agotadora, sino también alienante. Porque mientras más versiones de mí mismo construyo, más lejos me siento de cualquier cosa genuina. Es como si estuviéramos jugando un juego de roles perpetuo, donde la autenticidad ha sido reemplazada por la performance. ¿Y quién soy yo sin mi audiencia? Esa es la pregunta que cada vez es más difícil responder. Tal vez no soy nadie, tal vez soy todos. Tal vez soy solo lo que los algoritmos permiten que sea.

Irónicamente, la tecnología, que nos prometía libertad para ser quienes quisiéramos ser, ha impuesto un nuevo tipo de esclavitud: la de gestionar nuestras múltiples identidades. Pero, claro, la buena noticia es que ahora todos podemos tener “nuestra marca personal”.

¡Qué alivio! Porque la presión de ser uno mismo ya no era suficiente, ahora también debemos ser marca. Tenemos que curar nuestra imagen, moldearla, venderla, y asegurarnos de que sea coherente. Bueno, coherente dentro de su respectiva plataforma, porque coherencia general… eso es pedir demasiado.

Si en LinkedIn hablo de mis logros, debo ocultar que, como todos, tengo días en los que no puedo ni con el café; nos estamos convirtiendo en esclavos de nuestras propias representaciones"

El problema es que, en esta locura por gestionar nuestras identidades, hemos perdido el sentido de quiénes somos realmente. Nos convertimos en lo que los otros esperan de nosotros. Si en Instagram comparto fotos de mis vacaciones perfectas, debo asegurarme de que no se note que, en realidad, estuve respondiendo mails desde la playa. Si en LinkedIn hablo de mis logros, debo ocultar el hecho de que, como todos, tengo días en los que no puedo ni con el café. En el fondo, nos estamos convirtiendo en esclavos de nuestras propias representaciones.

Es interesante observar cómo esta multiplicidad de identidades genera una especie de disonancia cognitiva. Saltamos de una plataforma a otra, cambiando de rol según la audiencia. A veces, incluso olvidamos cuál es nuestra identidad base. Esa identidad que no necesita ser aprobada por nadie ni validada con likes. Esa identidad que tal vez solo vemos por la mañana, cuando nos miramos al espejo antes de ponernos el disfraz digital del día.

La construcción de la identidad

Lo más irónico es que, aunque somos conscientes de este juego de máscaras, seguimos participando en él. Nos quejamos de la presión por ser perfectos, pero seguimos subiendo fotos con filtros que borran nuestras imperfecciones. Reclamamos autenticidad, pero seguimos calculando cada palabra que publicamos en redes, midiendo el impacto potencial que tendrá en nuestra audiencia. Somos actores y directores de una obra que nunca termina, un ciclo infinito de construcción y deconstrucción de identidades.

Y aquí es donde me pregunto: ¿cuánto valor tiene la identidad cuando se infla tanto? Como en cualquier economía, la inflación desvaloriza lo que antes tenía peso. En este caso, nuestras identidades. ¿Qué significa ser auténtico cuando todo es una performance? ¿Qué significa ser único cuando todos nos estamos moldeando según los mismos algoritmos?

La inflación de la identidad nos está llevando a una crisis existencial. 

Porque las redes no nos permiten ser uno, sino que nos exigen ser muchos. Y cuanto más intentamos cumplir con esas exigencias, más nos fragmentamos. Nos convertimos en productos, en perfiles curados, en imágenes que flotan en el ciberespacio. Y mientras tanto, el “yo” real se diluye en el mar de versiones que hemos creado.

El verdadero desafío no está en seguir creando más versiones de nosotros mismos, sino en abrazar el derecho a ser una sola cosa: nosotros. Sin filtros, sin estrategias de contenido, sin buscar la validación constante. Simplemente ser. 

Porque en este mundo de identidades infladas, lo más radical que podemos hacer es ser uno mismo, sin las expectativas del algoritmo.