En algunas semanas, con motivo de las negociaciones de paz entre Ucrania y Rusia, el presidente de Ucrania se reunió con el presidente de los EE.UU. en el Salón Oval de la Casa Blanca. Hubo un áspero cruce de acusaciones sin poder llegar a un acuerdo. Finalmente, la agresividad verbal de Donald Trump y su vicepresidente, James Vance, cayó sobre la figura de Volodimir Zelenski.
Deberíamos detenernos no tanto en el diálogo imposible, trunco, en el marco de una diplomacia del abuso, sino en el modo en que ha llegado ese enfrentamiento a cada uno de nosotros y nos ha hecho partícipes. Esa implicación generada por una cámara que registra las imágenes y las distribuye en una escena viral llega a cada hogar y nos violenta.
El poder político siempre ha hecho uso de las herramientas de la narración para construirse como autoridad dominante. En esos movimientos se entrelazan desplazamientos, conquistas y escrituras. Ya desde la antigüedad podemos seguir los relatos de las batallas y sus avatares en la poesía épica y los cantares de gesta, pasando por las novelas de caballería. Recordemos los Comentarios de Julio César, las obras de Tucídides, Tito Livio y Jenofonte.
Transitar, nombrar, poblar. El aparato retórico se instala en la tradición discursiva vinculándose con el discurso legal. Así sucedió también en América cuando los textos de los conquistadores se concebían en la trama del discurso de la ley, observemos las Cartas de Relación de Hernán Cortés y sus pasajes estructurados como dispositio, inventio y elocutio en sus lazos con la Ley de las VII Tablas. La edificación de la nueva urbe se realiza sobre las ruinas de la anterior inscribiéndose en un corpus de crónicas.
El relato deviene también la historia de una mirada, de un modo de mirar al otro y de reconocerse en esa instancia. Desde esa mirada que cuenta, podemos pensar las ocupaciones de territorio modernas y sus aconteceres atroces. Los prisioneros iraquíes encapuchados en las fotografías y los videos que tomaron los soldados norteamericanos en Abu Ghraib en el año 2003 y su posterior distribución son un ejemplo. Si en las conquistas de la Antigüedad la acción consistía en dominar y narrar; hoy, los verbos serían: invadir y fotografiar/filmar.
El Departamento de Defensa estadounidense publicó, durante el gobierno de Bush, fotos de detenidos encadenados y de rodillas, esposados, con la boca cubierta de máscaras quirúrgicas y los ojos tapados. Fotografías de la degradación con el deseo perverso de hacer pública dicha degradación. Fotografías sobre la bestialización de lo humano. Por un lado, las fotografías tomadas por el propio Departamento de Defensa actúan como reclutadores de mirada, como entrenamiento del ojo al hostigamiento y al terror y, por otro lado, las fotografías analizadas, ya fuera del sujeto que las capta, son una especie de continuidad del acontecimiento. De manera tal que la circulación de las imágenes permite que el hecho siga sucediendo.
El espectador, sustraído de la calma de la posición del observador que examina, es arrastrado a la acción. La acción de mirar la imagen intolerable. Esa provocación, dice Jacques Rancière, es lo que hace del espectador un testigo.
Las imágenes crean un sentido, un sentido “común”, es decir, hacen comunidad. Estrictamente hablando, argumenta Susan Sontag, no existe lo que se llama memoria colectiva; lo que se denomina memoria no es un recuerdo, sino una declaración. Lo que sí existe es una instrucción colectiva. “Las ideologías crean archivos probatorios de imágenes”.
Sin embargo, la exposición reiterada de un acontecimiento en imágenes convierte el hecho en menos real. De manera que se ha dado en llamar nuestro tiempo como el tiempo posimagen o posafecto en la saturación, masificación y digitalización de imágenes del sufrimiento.
Los griegos crearon el teatro y el estadio, los romanos agregaron a estos las luchas sangrientas en la arena; el sujeto moderno, en su inmanencia, ha trasladado su voluntad apocalíptica a su vida profana, su única vida.
La puesta en escena es una puesta en tercero; nunca una relación de dos. Es, al decir del escritor y director de cine Jean Louis Comolli, una puesta en duda del mundo: su puesta en abismo como escena. Filmar al otro significa incorporarlo, hacer de él algo. Perturbar un lugar. Filmado, continúa argumentando el cineasta, el miedo da seguridad. Por ello, el político opera a pleno con lo abyecto, y muestra; empuja al odio. Se tensa al máximo al espectador hasta exponerlo a transformarse él mismo en parte de la imagen de los videos del horror.
La saturación de la reproducción de las imágenes del padecimiento, la selectividad de las mismas, su promiscuidad, no solo llevan a la acción, sino también al estado de negación. La cultura de la negación reconvierte al testigo electrónico, creando aquello dado en llamar “la fatiga de la compasión”. Lleva al extremo los estímulos violentos, hace de ellos una rutina de la mirada, genera olvido; un correr la vista hacia otro lado.
El siglo XX ha finalizado con un estado de guerra total. Fue Goebbels quien inauguró la expresión cuando preguntó a los nazis: “¿Queréis una guerra total? Y si fuera necesario, ¿queréis una guerra aún más total y radical que cualquier cosa que podamos imaginar hoy?”. Poner la ciencia y la industria al servicio de la eliminación del contrario: total.
Pasados 25 años del siglo XXI, redefinamos ese concepto. Diría que no estamos en guerra total, sino que atravesamos una revolución. Solo que dicho término se asocia a la promoción de lo nuevo sobre una idea de pueblo (una clase media que “crea” la democracia con una burguesía al poder, una clase trabajadora que se internacionaliza, una etnicidad que asoma su poder frente al dominio colonial; así las revoluciones francesa, bolchevique, latinoamericana, árabe).
Cuando hablamos de revolución cibernética, nos detenemos en el adjetivo, en la calificación digitalizada. Pero, en verdad, lo que debería ocuparnos es la idea de revolución. Aristóteles entendía dentro de este concepto el cambio completo de una constitución a otra, a una modificación sustancial, a un cambio de sistema, de régimen. Un proceso político, económico y social que produce cambios estructurales en la sociedad. Esas alteraciones se reflejan en el trabajo, en el modo de narrar, en las formas de construir olvidos y memorias, en los modos de convivencia, de relación, en las afectaciones amorosas, educativas.
No se trata de una nación en conflicto con otra nación, la revolución cibernética es un cambio radical y global cuyos efectos alcanzan a la ciencia, la industria, y la distribución económica y afectiva, cuyos actores sociales son los grandes tecnócratas, pero también cada uno de los consumidores y productores de la gran red virtual: nosotros.
*Escritora.