OPINIóN
Cautela

La “batalla cultural” como trampa

Los convidados a la pelea que dice estar librando el partido gobernante le hacen un flaco favor a la lucha social tildando al bando contrario de “nazi” o “fascista”. Son acusaciones tan ridículas como las que califican a la UCR de “izquierdista”. Atención: esa estrategia oficial es torpe, pero no improvisada.

Los últimos datos del INDEC indicaron un 52,9% de pobreza y un 18,1% de indigencia.
Los últimos datos del INDEC indicaron un 52,9% de pobreza y un 18,1% de indigencia. | NA

Al menos en principio, que alguien nos invite a pelear no parece ser un evento para nada celebrable. Sin embargo, visto desde un enfoque alternativo, la situación puede tener algo para rescatar: quien invita a otro a pelear le está reconociendo su entidad, una entidad diferente de aquella que podría asignársele al postergado, al invisibilizado o a la víctima.

Invitarnos a pelear es justamente lo que hace LLA cuando declama a los cuatro vientos estar librando una “batalla cultural”, término que desde ahora y por un tiempo, deberá escribirse entrecomillas.

Quienes ven en esta invitación una maniobra -distractiva no hacen más que demostrar su miopía política. Si hay una batalla es porque existen fuerzas capaces de establecer una contienda. Y también porque todavía queda algo por disputar. Si esto último es tenido suficientemente en cuenta, la reacción frente a las provocaciones y amenazas que el oficialismo dispara a mansalva podrá en algún momento dejar de ser un reflejo de autopreservación para constituirse en una verdadera contraofensiva.

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Pero para tener posibilidades de éxito en esta contienda, será necesario dirigir toda nuestra prudencia hacia sus condiciones, pues asumir sin más la semántica del provocador supondría una desventaja irreversible. Para expresarlo con mayor claridad: planteada al modo de LLA, la “batalla cultural” es una trampa antes que un conflicto. Y los mismos motivos que nos impulsan a dar la pelea son los que nos obligan a ser astutos y estratégicos antes que temerarios y viscerales.

El libertarismo no tiene a la originalidad por principal característica. LLA no descubrió la necesidad de librar una “batalla cultural”. Por el contrario, al declarar su enrolamiento en esta causa se hace eco de ejemplos históricos de larga data. Durante la segunda mitad del siglo XIX, en el contexto del Segundo Imperio Alemán y las reformas impulsadas por Otto von Bismarck, se hablaba de Kulturkampf (“lucha cultural”) para caracterizar las disputas entre secularismo y catolicismo.

En las primeras décadas del siglo XX, Antonio Gramsci teorizaba en torno a la hegemonía a través de nociones como las de “guerra de palabras” o “frente cultural”.

En Argentina, tras el derrocamiento del gobierno de Perón en 1955, intelectuales como Alberto Benegas Lynch (p) promulgaban las propuestas de la Escuela Austríaca bajo el título de “lucha por las ideas”. Ya hacia fines del siglo XX, en el mundo angloparlante regido por el consenso de Washington, se utilizaba el término Culture Wars para remitir a la contraposición entre cosmovisiones irreconciliables.

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Todas estas referencias comparten un supuesto básico: las dinámicas socio-políticas no se agotan en la dimensión material de la vida humana y por ello, quien se proponga construir y consolidar un cierto ejercicio del poder deberá atender también al nivel en el que se inscriben los valores morales, los simbolismos, los idearios, los léxicos, las tradiciones, las expectativas, la necesidad de reconocimiento, etc.

En esta clave, el control de las principales variables macro y microeconómicas puede ser indispensable para la consolidación de una fuerza política, pero nunca será suficiente.

Teniendo muy presentes las enseñanzas que se desprenden de estos ejemplos históricos, LLA se propone librar su versión de la “batalla cultural”. Pero esta versión se asemeja mucho más a un recurso demagógico de baja estofa que a una efectiva disputa por los sentidos de lo social y de lo político.

Son múltiples y variados los elementos que pueden señalarse para exponer el carácter tramposo que encierra la versión libertaria de la “batalla cultural”. La lista comienza con la maniobra de amontonamiento que el discurso oficialista toma por base al señalar como adversarios al “marxismo cultural” y al “wokismo internacional”, toscos espantajos que caricaturizan una pluralidad de tradiciones, proyectos e imaginarios heterogéneos reduciéndolos a un mismo y único campo de adversidad.

Sobre estas simplificaciones se monta una imputación conspiranoica a partir de la cual el término “ideología” se convierte en sinónimo de un complot global para expoliar riquezas corrompiendo la mente de las mayorías y poniendo en peligro las libertades individuales. Este complot se expresaría por igual en el despliegue de tendencias tan dispares como los feminismos, socialismos, ecologismos, nacionalismos, populismos y cualquier otro “ismo” que reivindique la igualdad y abogue en favor de la ampliación de derechos colectivos.

La construcción de esta pretendida “batalla cultural” se corona con el agregado de una carga moral, afectiva y pseudo-mesiánica a partir de la cual los bandos enfrentados dejan de ser antagonistas que pugnan políticamente por lograr un mismo objetivo –por ejemplo, mejorar las condiciones de vida de la población– para pasar a ser enemigos, en el mismo sentido en el que lo son el Mal y el Bien: los esbirros satánicos y su codicia sin límites son enfrentados por “las fuerzas del cielo” que llegan para salvar de la perdición a las almas humanas.

La negación del reconocimiento a la 'batalla cultural' de LLA disfraza la disputa por las ideas con una aceleración de las dinámicas de concentración de la riqueza "

Esta enumeración reúne una serie de mecanismos que, analizados por separado, parecerían demasiado rústicos.

Aun así, convendrá no engañarse: el actual despliegue de la “batalla cultural” puede ser burdo y tosco en sus modalidades y en sus herramientas, pero comprendido como estrategia integral, no tiene nada de torpe ni menos aún de improvisado.

Por el contrario, se trata de un dispositivo comunicacional muy bien diseñado que aprovecha al máximo la potencia de la simplificación. Pintando el mundo de colores saturados, LLA logra componer un relato identificatorio que interpela positivamente a muchas de las experiencias de descontento de aquellos que, desde hace más de una década, vienen quedando fuera del reparto de los bienes sociales y de la protección de las instituciones públicas.

Quien está a la intemperie no tiene reparos a la hora de tomar decisiones desesperadas (y es difícil responder por qué debería tenerlos). Los planificadores de este engendro completamente inmune a las críticas ilustradas lo comprendieron bastante antes que sus competidores, y sacaron de ello el máximo provecho.

El control de las principales variables macro y microeconómicas puede ser indispensable para la consolidación de una fuerza política, pero nunca será suficiente"

Los convidados a esta pelea nos hacemos un flaco favor tildando al bando contrario de “nazi” o “fascista” a secas. Ese tipo de acusaciones resultan tan ridículas como aquellas que califican a la UCR o a la Coalición Cívica de “izquierdistas” (Lilia Lemoine dixit). Pero además sirven para reforzar la lógica maniquea a la que los libertarios pretenden llevar la contienda, dejándonos a un paso de convertirnos en una penosa adaptación del meme del hombre araña.

¿Cómo, entonces, debemos plantear esta batalla?

Debemos comenzar explicitando que lo que aquí se disputa no pertenece a lo meramente retórico-discursivo ni tampoco a un materialismo despojado de simbologías. Antes bien, lo que está en juego se inscribe en la intersección entre esos dos conjuntos, aquello que, desde mediados de la década del ’90, Nancy Fraser viene denominando el dilema entre la redistribución y el reconocimiento.

La redistribución apunta a la disminución de las desigualdades socioeconómicas a través de cambios en el modo de apropiación de la riqueza que la sociedad produce; su atención se centra en la lucha contra la explotación, la pobreza y la exclusión material.

Por su parte, el reconocimiento se preocupa por el respeto y la valoración equitativa de las identidadesculturalesy políticas de los distintos grupos que componen la sociedad; su atención se centra en la lucha contra la marginación, la subordinación y la discriminación. Según Fraser, la aspiración a una situación social más justa requiere una perspectiva bidimensional que combine ambas instancias sin reducir la una a la otra.

Recortar derechos implica siempre una distribución regresiva de los recursos, aun cuando se trate de cuestiones vinculadas en primera instancia con el reconocimiento. Exigir derechos implica siempre exigir también las condiciones materiales que se necesitan para que el ejercicio de esos derechos quede garantizado.

La “batalla cultural” que LLA impulsa con la retórica agresiva y provocativa que despliega desde los discursos oficiales y que luego se replica hasta el infinito en las redes sociales, disfraza de disputa por las ideas a un objetivo mucho más profundo: un proceso a partir del cual la negación del reconocimiento encuentra como correlato una aceleración de las dinámicas de concentración de la riqueza y viceversa.

Si aceptamos el modo en que LLA plantea esa “batalla cultural”, habremos perdido antes de combatir. Pero no por esto debemos permanecer en modalidad zen, quitarle el cuerpo al enfrentamiento y sentarnos en la puerta de nuestras casas a esperar que la inercia libertaria termine de devorarse a sí misma y su impronta caiga por su propio peso, pues todo indica que eso no habrá de ocurrir o, al menos, no habrá de ocurrir antes de que los daños sean irreversibles.

Dar la batalla es necesario, indispensable y urgente; a eso nos obligan nuestra responsabilidad y nuestras circunstancias. Pero cuidado: debe ser nuestra batalla, y no la de ellos.