OPINIóN

Inteligencia artificial ¿otro tigre de papel?

“Los vendedores de la globalización asimétrica e injusta quieren convencernos de que el cambio civilizatorio ha esfumado la ilusión de ser argentinos” dice el autor. Cuánto puede afectarnos el fetichismo tecnológico y porqué la irrupción de la aplicación china DeepSeek podría cambiar las cosas.

Inteligencia artificial en educación
Aplicación de la IA en la educación | Cedoc

El último año ganó espacio la discusión sobre la inteligencia artificial. Tras la disponibilidad de uso extendida del ChatGPT, por febrero y marzo de 2024 el tema hizo erupción en la opinión publicada y en las redes sociales, aunque llevaba décadas de investigación acumulada y de trabajo en desarrollos tecnológicos. Y todo un siglo en la literatura y el cine.

Por momentos queda la sensación de que se discute con más intensidad que rigor y profundidad, y que se promueve interesadamente una ansiedad colectiva, que oscila de la ilusión dulce ante un futuro cómodo sin necesidad de esfuerzo físico ni mental, hacia un temor con resabios de angustia cultural y desánimo paralizante.

La posibilidad de interactuar con los chatbots de manera gratuita o barata corporizó, para millones de usuarios, tendencias que se venían desplegando en otras aplicaciones de aprendizaje sobre volúmenes enormes de información, como
las de navegación o selección de audiencias o direccionamiento publicitario.

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Si mi teléfono celular o el posicionador satelital de mi vehículo me guían, me ahorro aprender los nombres de calles, estudiar en detalle la geografía de un destino de viaje, los horarios y caminos más convenientes para circular en mi ciudad. La Internet de las cosas me aliviará de trabajo y de rutinas, y podré dedicar mis días al ocio y a la curiosidad. La recopilación de mis hábitos y mis gustos y la detección de afinidades me facilitará conductas de socialización.

La inteligencia artificial –sea una mente única o un enjambre de dispositivos que aprendan- tomará el control de la especie humana y la sustituirá como especie dominante. Quizá hasta la extermine"

Hasta ahí se venía tranquilos, pero de golpe, como un trueno en día soleado, empezó la discusión para regular la inteligencia artificial por los peligros que representa, porque supone un desafío de magnitud tal que, por primera vez, la humanidad estaría en riesgo de desaparición. La inteligencia artificial –sea una mente única o un enjambre de dispositivos que aprendan- tomará el control de la especie humana y la sustituirá como especie dominante. Quizá hasta la extermine.

Se podría sospechar que lo que instaló el debate sobre la necesidad de regularla haya sido alguna puja sigilosa entre las poquitas empresas que vienen monopolizando en occidente su desarrollo, en la oscuridad y las sombras. Que alguno que se sintiera perdidoso, saliera a decir que había que hacer lo que se venía eludiendo: la intervención estatal para regularla y no sólo subsidiarla amplia y sesgadamente.

Tras pedir una moratoria y debatir en EEUU, la intensidad del debate publicado bajó un poco. Europa ya venía planteando sus regulaciones, y los mundos ruso y chino sus propios modelos de autonomía. La irrupción de la aplicación china DeepSeek, más barata y de código abierto, reaviva el debate en el escenario y puede reorientarlo positivamente.

La utopía rosa es una ingenuidad que no resulta muy novedosa. Hace dos siglos los profetas de la máquina de vapor, de la electricidad y de la evolución proclamaban que la humanidad tomaba el camino del progreso indefinido, utopía que se desvaneció con el estrépito de 1914. Tuvo sus regresos, primero con las fantasías del Paraíso Mecanizado después de la Segunda Guerra, aunque ya conviviendo el Mr. Hyde acechante de la pesadilla nuclear. Y de nuevo más tarde con la Globalización e Internet tras la Caída del Muro.

El fetichismo tecnológico no es nuevo, y ha tenido diferentes objetos de adoración. Esa fetichización recurrente brota cada vez que surge y se despliega un nuevo paradigma tecnológico. ¿Por qué sería diferente ahora?

La inteligencia artificial estaría a punto de convertirse en un dispositivo de conciencia no humana, un artificio de una complejidad que escapa a nuestra comprensión"

Aquella escena primera de 2001, Odisea del Espacio, tenía algo de esa adoración totémica al Gran Dispositivo.

Tampoco es nueva la perspectiva del temor apocalíptico ante el cambio tecnológico. Cuando apareció la máquina de vapor ya existieron los ludistas y los destructores de máquinas.

¿Cuál sería esta vez el problema, el desafío inédito? Que la inteligencia artificial sea un cambio tecnológico que implique una mutación sustancial que altere la esencia humana, o bien la extinción de la primacía de los primates en el planeta.

La inteligencia artificial estaría a punto de convertirse en un dispositivo de conciencia no humana, un artificio de una complejidad que escapa a nuestra comprensión y al que hemos ido confiando el absoluto control de nuestras vidas. Una vez que tome el control de los mecanismos necesarios para asegurar su auto-mantenimiento y su reproducción, podría optar ya sea por el camino de suprimir al homo sapiens mediante el exterminio de todos sus individuos, o bien por el de sustituir los mecanismos culturales y aún instintivos de conducción de la horda de primates sociales, manteniendo a los individuos de la vieja especie acotados en celdas individuales controladas, a través de mecanismos de vigilancia, de manipulación emocional y eventualmente, de supresión represiva. Una insectificación de la manada de mamíferos en la que la humanidad, en el mejor de los casos, pasaría a ser ganado o mascota de la nueva entidad.

Sin llegar a tanto, otras voces plantean que el riesgo de extinción sería no tanto para la especie pero sí para la civilización humana. Y hay quien anota que en lo inmediato, el despliegue del nuevo paradigma tecnológico centrado en la I.A. implicaría la desaparición, sólo en EEUU, de 2.400.000 puestos de trabajo.

Este surgimiento de una forma de vida o de conciencia más avanzada, encarnada en las máquinas de procesar que se enajenarían de su creador, deviene en debate periodístico tan intenso como superficial y alarmista, de horizonte apocalíptico.

El fin del reinado del homo sapiens no vendría por un meteorito, como el de los reptiles del mesozoico. Ni tampoco por la hecatombe atómica que agobió el espíritu colectivo tras Hiroshima y durante la Guerra Fría. Frankestein y sus secuelas, Los Sustituidores de Cuerpos, la robot de Metrópolis, y Juegos de Guerra, son parte de una larga lista que remite al fin de la especie por la sustitución de los individuos o por el monstruo tecnológico desencadenado.

La humanidad, en el mejor de los casos, pasaría a ser ganado o mascota de la nueva entidad"

Los obras que consagraron a Isaac Asimov, Yo robot y Fundación, son de la inmediata posguerra y están impregnadas del clima de los años 50, tanto por la fe en el futuro como por el temor nuclear y el peligro de tecnología autonomizada. En el último cuento de Yo, robot las máquinas salvan a la humanidad de la hecatombe nuclear, aunque a costa de hacerse cargo de su destino. Recuerda en algo La parábola del inquisidor de Dostoievski, pero con la benevolencia de que los humanos no sepan de su tutela.

En la saga de Fundación, los científicos de Términus construyen su ventaja para la política y para la guerra organizando el monopolio de la tecnología atómica en una especie de iglesia estrictamente centralizada. Hace cincuenta años, antes de la aparición de la informática distribuida, había quienes achacaban a IBM y alguna otra empresa multinacional informática funcionar como una entidad semejante.

Y muchas voces postulaban la imposibilidad de afectar esos monopolios trasnacionales por el nivel de conocimiento y de recursos que ya habían acumulado. Y sin embargo, canchero, desconfiado en el juego lo mismo que en el amor, un taita decía “yo he visto venirse al suelo sin que nadie lo disponga cien castillos de ilusiones por una causa mistonga”.

A los fines prácticos debemos tener en cuenta que, por caminos diferentes, tanto la esperanza rosa como la visión apocalíptica paralizanel ánimo individual e inhiben la voluntad colectiva, favoreciendo a los que han picado en punta y van ganando la carrera.

Hace tres siglos que Jonathan Swift publicó sus Viajes de Gulliver. En el menos comentado, el tercero, cuenta de una isla en la que una gente muy dada a la ciencia, muy ilustrada en matemáticas y astronomía, sabiendo que el Sol por no tener combustible que lo realimente, se extinguirá en algunos cientos de miles de años y arrastrará a la Tierra en su debacle, vive trágica y angustiadamente, agobiada y sin disfrutar de sus días, ni sus familias, ni sus amigos.

Insisto en desconfiar que la cuestión sea tan novedosa.

Sí -se dirá-, pero esta vez es diferente.Las nuevas generaciones descansarán en la comodidad de la respuesta inmediata, y eso las hará alejarse de la cultura del esfuerzo, la superación y la innovación. La humanidad se estancará porque no responderá, no necesitará responder, al motor de la evolución, que es el par desafío-respuesta. Puede alterarse la esencia humana.

¿No se han escuchado ya esas advertencias? ¿Alguien se reprocha hoy por no ir a buscar el agua hasta el río todos los días? ¿Nos lo reprocharían nuestros tatarabuelos al vernos tan descansados?

¿O por usar un fósforo en vez del método original y auténtico de frotar piedras o palos secos para encender la hornalla de su cocina? ¿Atenta el horno a microondas contra nuestro tradicional estilo de vida? ¿Hay una esencia inalterada que va de un campesino medieval a un prestador de servicios para la agricultura extensiva basada en agroquímicos y organismos genéticamente modificados?

¿Cuándo se empezó a manejar el fuego, no habrá habido algunos que lo lograran mejor y primero? ¿Habrán querido compartir el manejo del fuego con todo primate caminador? ¿Habrán ofrecido a otros el calor pero sin enseñarles cómo utilizarlo, exigiendo a cambio alguna ventaja o subordinación?

La I.A. eliminará el esfuerzo y el gusto por leer, cuidar las memorias, contar, y la humanidad perderá esas habilidades por no ejercerlas cotidianamente. Si ya los jóvenes no leen, espere diez años y se va a dar cuenta"

En El fin del pleistoceno (What we did to father), con humor y con arte, contando la vida de una familia de hombres mono, Roy Lewis resume un millón de años. El padre del narrador descubre cómo manejar el fuego y dan un salto tecnológico enorme. Empiezan un camino evolutivo acelerado y sin retorno, impulsan el arte de la cocina y de la pintura, la medicina y las armas. Forjan instituciones como la exogamia y la diplomacia. Y son atravesados por dos dilemas. ¿Hasta dónde forzar la naturaleza, cuál es el límite responsable? Volvamos a los árboles, postula uno de los tíos. ¿Debe compartirse la tecnología con otras familias de hombres mono? Compartirla generosamente nos obliga a superarnos si queremos mantener la delantera, a ser mejores y liderar la evolución, postula el padre. No queda claro si resuelven o suprimen el problema, pero para afrontar el desafío los hijos pergeñan nuevas instituciones como la sucesión política, el parricidio, el canibalismo y la religión.

Esa novela evoca en algo, y entre muchas otras cosas, el más simpático de los mitos griegos, el de Prometeo, que roba el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres. Cruelmente castigado -peor que Sísifo- es encadenado a una roca panza arriba, donde un buitre le picotea y desgarra las entrañas durante todo el día. De noche las entrañas se regeneran, para que al retornar el día vuelva el buitre a comérselas. Castigo implacable y eterno por dar al hombre una herramienta que no debía poseer. Prometeo es el dios de la transferencia tecnológica.

La serie es larga, y si es por señalar hitos se puede arrancar en el paleolítico con piedras y palos y pasar por el fuego; seguir con el neolítico; con la cultura hídrica. ¿Cambia la esencia humana al dejar de ser nómades, recolectores y cazadores para devenir pastores y cultivadores? Se puede seguir por los metales.

¿No está escrita, desde tiempos de la Ilíada, la protesta porque lanzas y flechas eliminarían el coraje y el valor de la lucha cuerpo a cuerpo? ¿Qué opinaron y qué sintieron las culturas que vieron por vez primera cómo unos extraños usaban el caballo? Animal mitológico, el centauro es un bicho que cabalga por ahí.

Se pueden historiar otras irrupciones tecnológicas plagadas de celos, disputas y leyendas asociadas para evitar la proliferación y resguardar el secreto del proceso, como el vidrio transparente y los espejos. Y mucho antes que DeepSeek se difundieron desde la China milenaria la pólvora y las bases de la imprenta.

No, no, no, se insistirá. Esta vez es diferente porque se trata de un cambio de calidad, que apunta a la dimensión cognitiva y neuronal, que impacta en la socialización cultural. Ahí está el golpe a la esencia humana. La I.A. eliminará el esfuerzo y el gusto por leer, cuidar las memorias, contar, y la humanidad perderá esas habilidades por no ejercerlas cotidianamente. Si ya los jóvenes no leen, espere diez años y se va a dar cuenta.

Insisto en que no me parece. ¿Cuándo empezó nuestra especie, cuál es su rasgo esencial, existe la esencia humana?

¿No se quejan, ya en tiempos de Homero, los poetas recitadores -exclusivamente orales- de la amenaza que representa la escritura? ¿No se arruinarían la memoria y el talento humano, cuando cualquiera pudiera leer lo que antes era un arte y una técnica recordar y declamar?

¿Mucho, muchísimo antes, no permitió esa innovación que fue el lenguaje comunicarse de otra manera y a la vez acumular en la cultura, generación tras generación, mucho más allá de aprendizajes sobre cosas como qué plantas comer, dónde encontrar agua o cómo cazar? Hay quienes dicen que el lenguaje es un dispositivo vivo, que motoriza y amalgama nuestras subjetividades y que se desarrolla en una construcción permanentemente vinculada con el mundo que habitamos y forjamos, y que no hay que poner freno a su dinámica cultural. ¿No tiene eso algún parecido? Hay quienes quieren reformar el lenguaje de prepo y controlarlo. Pueden explorarse semejanzas. Por algo la Biblia recoge leyendas babilónicas que juegan con la confusión de las lenguas, y no es de ahora.
¿Y unos millones de años atrás, significaron un apocalipsis los pasos evolutivos de andar parado y del pulgar oponible? (pasos no tecnológicos pero sí habilitadores de tecnología).

En los años 60, La Galaxia Gutemberg y Guerra y paz en la aldea global de McLuhan abundaron sobre estas cuestiones, así como Umberto Eco con su Apocalípticos e integrados, sobre las actitudes posibles y caminos a tomar. Y un señor Danilo Mainardi, en un libro que creo que se llamaba El animal cultural, contaba sus investigaciones sobre los monos de la isla japonesa de Koshima, y detallaba cómo eran los mecanismos de innovación, adopción, retaceos y socialización de herramientas y de nuevas pautas culturales entre aquellos primates, quizás no tan distintas a las humanas. A la larga, los aprendizajes tecnológicos se diseminan y se apropian generalizadamente.

El asunto es el mientras tanto, cuánto y cómo se disfruta o se sufre en ese camino. Muchos cambios han sido percibidos como catastróficos y terminaron siendo apropiados y resignificados. Y con el tiempo, igualitaria o extendidamente difundidos.
Bueno, ponele, pero la I.A. permitirá que dudemos qué es cierto y qué es falso porque crea para nuestros sentidos una realidad virtual que no tenemos capacidad –por tiempo y por espacio- para verificar contrastando con los hechos materiales y las conductas concretas.

¿No sucedía eso, distinto, ya con el lenguaje hablado, ya con el lenguaje escrito? La mala hora, de García Márquez, trataba de eso.

¿No pasó con la radio? El ejemplo de cuando Wells anunció que habían aterrizado marcianos en EEUU se volvió clásico, un clásico en que pueden quedar dudas sobre si lo que se creyó masivamente fue la versión radial del cuento, o la serie de miles de artículos periodísticos que en los días siguientes y hasta hoy advirtieron del peligro de la mistificación y capacidad de sugestión de la radio, el fetiche de aquel momento.

Y aunque Estanislao del Campo invente un poco intencionadamente en su Fausto Criollo, algo de aquello también hay cuando el gaucho El Pollo le cuenta a su amigo Laguna en Bragado, que estando de paseo en Buenos Aires ha visto y se ha codeado con el mismísimo Mandinga frente a la Plaza de Mayo. Sin saber que estuvo en el viejo Teatro Colón y sin conocer ni compartir los códigos del arte, le cuenta a su compañero sus percepciones inmediatas y absurdas sobre la obra de Goethe.

Y ya que estamos con la gauchesca, ¿cómo se habría sentido un gaucho federal derrotado del tiempo de nuestro Martín Fierro cuando no sólo atraviesa una debacle política, no sólo cambia el modo de producción y la economía en que había pasado dos o tres siglos, sino que cambia también el paradigma tecnológico en torno al que se organiza su vida, lo que incluye cómo se comunica. Sería exagerado decir que pasa del paleolítico al neolítico, pero ve surgir una agricultura de la que lo dejan afuera y que pone en manos de unos gringos recién llegados, que no saben atracar un pingo y no sirven para carniar pero en lo delicaos parecen hijos de rico. Quizás demorara en identificar su continuidad histórica si se topara con el compadrito y con el gringo hecho argentino que cuarenta años después nutriría el nacionalismo yrigoyenista, o con los cabecitas negras del peronismo. Quizás le costara.

Pero el poema de Hernández también muestra que los mecanismos de difusión cultural son variados y pueden recorrer caminos heterodoxos, impensados, no prefijados. En una sociedad de bajísima alfabetización, el poema de Hernández se convirtió en un fabuloso bestseller, leído en fogones, apropiado social y extendidamente en las ciudades y en los campos.

Como aconseja el propio Fierro a sus hijos, “más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre tenga en sí mismo”. Y debemos rehuir de la comodidad y el agobio interesados, promovidos por los vendedores de la globalización asimétrica e injusta, que quieren convencernos de que el cambio civilizatorio ha esfumado la ilusión de ser argentinos, y no nos queda más que diluirnos como globalizados a empujones por su globalización imperial.

Llevamos un largo tiempo en que se ha ido promocionado de manera demasiado monocorde y festiva la construcción de un nuevo orden que Varoufakis ha llamado con acierto Tecnofeudalismo. Taplin lo personifica y encarna en los Cuatro Jinetes del Apocalipsis Tecnocrático, pero lejos de plantear que la pesadilla futurista sea inevitable, plantea atinadamente que hay que denunciar y combatir ese orden injusto que pretenden remachar.

Agregaría que no hay que limitarse a visiones occidentalistas de la cuestión, que hay que seguir con atención los procesos de Rusia y de China de construcción de su propio orden, y estar atentos a otras tendencias más democratizadoras que puedan ir surgiendo. En esta materia, como en tantas otras y en tantas veces, nuestro país, nuestra región, nuestras sociedades, deben trazar su propio camino de apropiación y desarrollo de tecnología conveniente. En ese sentido DeepSeek contribuye a mejorar perspectivas.

Un aprendizaje socio-cultural pendiente para vivir en esta nueva aldea global será el de poder distinguir, a primer golpe de vista, la verdad de la mentira. La verdad y la mentira existían antes de la invención de la imprenta. Se mentía y se decía la verdad antes de que existiera la escritura. La comunicación instantánea que permite la electrónica es un nuevo ambiente para que la verdad y la mentira se entremezclen y disputen. La novela moderna se inaugural con la historia de Alonso Quijano, que Cervantes nos cuenta que se enloqueció de tanto leer sin criterio. El problema no es de libros, sino de actitud y de cabeza.

Es cierto aquello de Umberto Eco de que antes nadie daba entidad al zonzo del pueblo, al presumido del club, al idiota local, que hablaba después de un vaso de vino en el bar sin dañar a la comunidad, y que ahora las redes sociales proyectan hacia miles de interlocutores. Eso era porque se lo conocía, no se le otorgaba peso a su palabra justamente por la relación inmediata de esa palabra con su emisor insolvente. En internet y las nuevas "redes sociales", fetichismo tecnológico mediante, esa opinión imbécil se reproduce sin mediaciones. A veces se mezcla con rumores maliciosos elaborados a designio, donde ya no se trata del idiota del barrio sino de ingenieros del caos que planificadamente buscan atizar divisiones, esparcir rumores intencionados, direccionar la manada en pos de sus intereses, esterilizar cuestionamientos. A través de manipular usuarios reales, de disfrazar trolls o de chatbots automáticos.

La sociedad argentina del siglo XX logró apropiarse extendidamente de los dispositivos del mundo de la imprenta, del libro y del periódico. No solamente sus élites. No solamente la escolarización difundió masivamente la lectura y la escritura, sino que florecieron las industrias culturales asociadas, y Buenos Aires tenía editoriales a la altura de México y Barcelona. Cualquier militante sabía escribir, imprimir, reproducir y distribuir volantes, revistas y periódicos. Y también la sociedad argentina hizo florecer el cine y las industrias culturales. No es un camino que no se pueda recorrer, y no hay que dejarse apabullar, ni perder la fe en nosotros mismos, ni extraviar el espíritu nacional.

La nueva alfabetización impone que el mono social del siglo XXI aprenda a identificar, a valorar, a seguir y a despreciar, que aprenda a distinguir la moneda falsa de la moneda de buena ley en el entorno de su tiempo y lugar. Nada que no se haya hecho otras veces ni pueda hacerse de nuevo.


* Agrimensor, ex Secretario de Estrategia y Asuntos Militares del Ministerio de Defensa de la Nación