En el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, este concepto invita a un encuentro dinámico, una construcción colectiva donde todos aprendemos y crecemos.
La discapacidad no es algo lejano, sino que atraviesa nuestras sociedades de un modo mucho más cercano a lo que puede parecer. La Organización Mundial de la Salud estima que las personas con discapacidad representan el 16% de la población mundial y proyecta que esa cifra irá en aumento por factores como el crecimiento de la pobreza, las situaciones de desastres y catástrofes, las guerras, el envejecimiento de la población y la dificultad del acceso a los servicios de salud. La mayoría de las familias a lo largo de sus vidas tienen algún integrante con discapacidad temporal o permanente.
Durante mucho tiempo, la entendimos desde un modelo biomédico, centrado en la persona y sus limitaciones. Este enfoque definía quién era "apto" y quién no, generando exclusión y perpetuando barreras. Con la herramienta de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad -a la que Argentina adhirió en 2008 y otorgó jerarquía constitucional en el 2014-, avanzamos hacia un modelo social y de derechos.
Así, se reconoce que la discapacidad no reside solo en la persona, sino que se juega en la interacción con un entorno que facilita o dificulta su participación plena, su desempeño y su autonomía. Pasamos de un modelo enfocado en el impedimento y en lo que falta, a otro en el que tendemos puentes.
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El desafío entonces es pensar en la inclusión bidireccional, un concepto que plantea algo poderoso: una autopista de doble vía. Además la participación de las personas con discapacidad en las distintas dimensiones de la vida cotidiana implica que ambas partes nos encontremos en un proceso de aprendizaje y transformación mutuos. En palabras simples, no es solo "cómo puedo ayudar", sino también "qué puedo aprender". Es un ejercicio continuo de deconstrucción y construcción, un entramado diverso en colores y texturas.
Este modelo no solo nos interpela como sociedad, sino también a las personas con discapacidad, quienes pueden enseñar desde sus vivencias, necesidades y derechos. Es un encuentro en el que todos somos maestros y alumnos, aprendiendo a convivir en un mundo que abrace la diversidad.
Sin embargo, aún persisten barreras: actitudinales, físicas, comunicacionales. Desde rampas bloqueadas por autos mal estacionados hasta la carencia de materiales de información en lenguaje claro y sencillo, son algunas de las tantas situaciones que revelan cuanto nos falta por recorrer.
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Pero también subrayan que muchas soluciones no requieren enormes recursos, sino voluntad y creatividad.
Podríamos pensar en la metáfora que encierra el acto de involucrarse para que una persona ciega cruce la calle: ponerse a disposición, preguntar cómo ayudar, y luego dejarse llevar. Porque ya aprendimos que no es agarrándola de la mano y guiándola, sino ofreciéndole nuestro brazo para que sea ella quien se tome de nosotros y sirvamos de apoyo. Quien no ve cuenta con una expertise en esa dificultad y puede guiar a quien sí lo hace.
Pensar en una inclusión real nos invita a reconocer que la discapacidad es, en última instancia, una condición humana. La vulnerabilidad y la interdependencia son parte de la vida. A lo largo de nuestra existencia quizás tengamos que enfrentar una limitación funcional, temporal o permanente, propia o de un integrante del entorno familiar. Entender esto no debería asustarnos; debería acercarnos.
Construyamos una sociedad equitativa donde la diversidad no solo se acepte, sino que se celebre. Una sociedad que no vea la inclusión como un esfuerzo, sino como una oportunidad de aprender juntos. Porque, en el fondo, la inclusión bidireccional no es un ideal; es un puente hacia el mundo que queremos habitar.
*Dra. en Psicología y directora del posgrado Especialización en abordajes interdisciplinarios centrados en las personas con discapacidad y sus comunidades ( Universidad Hospital Italiano de Buenos Aires).