Si se hace un pequeño esfuerzo de leer entre líneas, la región de Medio Oriente parece estar viviendo una época de honestidad brutal. Y la cuestión de la anexión por parte de Israel de porciones de Cisjordania no hace más que subrayarlo.
Es que en un momento en el que muchos esperaban o soñaban ver en marcha discusiones para la creación de un país independiente para los palestinos, lo que está ocurriendo es casi lo contrario, o una versión muy diferente a la ya vieja idea de dos Estados para dos pueblos.
Y las protestas en contra de la iniciativa israelí son solamente tibias y, en general, apenas esconden los reales motivos de los jugadores en este partido.
Plan. Por lo pronto, el gobierno del primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, ya tiene a punto un plan para arrancar en julio con la anexión de al menos un tres por ciento de Cisjordania, en particular zonas donde se levantan los más grandes de los controvertidos asentamientos de colonos judíos.
De acuerdo a lo que se sabe de las intenciones de Netanyahu, el plan es terminar de anexar alrededor de un 30% del territorio de la parte considerada palestina del valle del río Jordan.
El timing de Netanyahu no es casual: el primer ministro está aprovechando el marco general de la propuesta de paz presentada por Donald Trump, y no quiere arriesgarse a esperar demasiado y ver al presidente de Estados Unidos perder la reelección en los comicios de noviembre próximo a manos del demócrata Joe Biden.
De hecho, el “acuerdo del siglo”, como le gusta llamarlo a Trump, se basa no solamente en miles de millones de dólares en asistencia económica para los palestinos sino en un intrincado intercambio de tierras entre israelíes y palestinos, que incluyen precisamente los asentamientos judíos en Cisjordania.
Para la derecha israelí, declarar la soberanía en esas porciones de Cisjordania era simplemente una cuestión de tiempo: a casi nadie en el país se le ocurriría erradicar los asentamientos en el valle del Jordán, como hizo el entonces primer ministro Ariel Sharon en 2005 con las colonias instaladas en Gaza.
Gaza. La mayoría de los israelíes, y de los judíos en general, prácticamente no siente ninguna conexión con Gaza. En cambio, no es por nada que Cisjordania es también conocida como la región de Judea y Samaria, las tierras donde se levantaron los bíblicos reinos de Judá e Israel.
Si bien los debates sobre la confiabilidad de los relatos bíblicos nunca se apagan, el libro que leen y adoran millones de personas en todo el mundo dice, por ejemplo, que en Hebrón están enterrados los patriarcas Abraham, Itzjak y Yaacob (luego conocido como Israel) y las matriarcas Sara, Rebeca y Lea.
Hebrón, la ciudad más poblada de los Territorios Palestinos en Cisjordania, es el segundo lugar más sagrado para los judíos, después de Jerusalén.
No se trata de justificaciones ni de argumentos, sino de señales que se niegan a apagar en una región donde la historia no se cuenta en siglos sino en milenios.
En la “guerra de narrativas”, tanto los palestinos como los israelíes cuentan con munición pesada. Pero en la “guerra de los tanques”, Cisjordania volvió a ser históricamente relevante en 1967, cuando la arrolladora victoria militar de la Guerra de los Seis Días permitió a Israel quedarse con las alturas del Golán, el desierto del Sinaí, Jerusalén oriental, Gaza y Cisjordania.
En un posible ranking, Jerusalén ocupa sin dudas el primer lugar de la “reconquista” o “reunificación” más amada por los israelíes, mientras que el Sinaí fue un entretenimiento turístico durante algunos años hasta que fue devuelto a Egipto como parte del acuerdo de paz, y las alturas del Golán casi ni se discuten y son ahora zona de buenos viñedos.
Gaza fue siempre una molestia. Pero Cisjordania movilizó a un enorme ejército de ultrarreligiosos y fanáticos que no perdieron tiempo en instalarse en las tierras bíblicas.
Las políticas de apoyo a los asentamientos se enfriaron y calentaron de acuerdo al color del gobierno israelí de turno y Netanyahu mira desde hace años para otro lado sobre este tema, mientras cosecha el apoyo político de los colonos.
Colonos. En otro posible ranking, los colonos son, junto a los religiosos judíos ultraortodoxos, el segmento menos querido por los israelíes “promedio”. Su fanatismo, su habilidad de poner al país en problemas a menudo y –en no menor medida– las ventajas económicas y subsidios que reciben por residir en la zona no los favorecen a los ojos de la población general.
Según las estimaciones de Shalom Ajshav (Paz Ahora), una organización israelí que desde hace años trabaja en favor de un acuerdo con los palestinos, son por lo menos 132 los asentamientos judíos “oficiales” en Cisjordania, a los que se agregan otros 124 “ilegales”, es decir que no cuentan con la aprobación del gobierno, aunque sí con cierta tolerancia.
Paz Ahora, una ONG israelí, dice que hay 132 asentamientos judíos “oficiales” en Cisjordania y 124 ilegales, pero tolerados
En ellos viven alrededor de 427.800 colonos, siempre según los números de Shalom Ajshav.
Hay asentamientos que ya son prácticamente ciudades, como Ariel, fundado en 1978 y que ahora tiene más de 20 mil habitantes y hasta universidad propia.
¿Qué gobierno israelí podría atreverse a desmantelar Ariel? ¿Qué autoridad palestina podría soñar con deshacerse de la colonia-ciudad en el marco de un acuerdo pacífico con los israelíes?
Más allá de las guerras de narrativas y tanques, al igual que en el resto del mundo, en Medio Oriente la única verdad es la realidad.
Y esa realidad está claramente simbolizada en el mapa de Cisjordania, o Judea y Samaria: una colección de manchitas de colores representando colonias judías, ciudades palestinas, zonas bajo control militar israelí y otras administradas por el gobierno de Mahmoud Abbas y Fatah.
Jordania. Agregando a la época de honestidad brutal, el “dueño” previo de estos territorios, Jordania, ladra y mueve la cola al mismo tiempo cuando se trata de la anexión.
El mandatario de Jordania, el rey Abdullah II, dijo en estos días que el plan de Netanyahu “es inaceptable y socava las perspectivas de lograr la paz y la estabilidad en la región”, mientras que su ministro de Exteriores, Ayman Safadi, advirtió que la movida puede tener consecuencias “catastróficas”.
Sin embargo, un alto funcionario de Ammán, que “pidió no ser identificado”, habló con un diario de los vecinos –nada menos que Israel HaYom, un férreo defensor de Netanyahu– para contar otro lado de la posición jordana.
“Desde la perspectiva del interés de seguridad jordano, preferimos una presencia de las Fuerzas de Defensa de Israel al oeste del reino en el Valle del Jordán sobre cualquier otra alternativa”, dijo el funcionario.
Traducido: las autoridades jordanas no quieren ver ni en figuritas una posible fuerza de seguridad armada palestina al lado de casa, en los territorios.
Si bien cuenta con una enorme presencia étnica palestina –la mayoría de ellos llegados entre las guerras de 1948 y 1967–, Jordania es el reino de los hashemitas, un antiguo linaje árabe que se remonta a La Meca y que, aseguran, desciende del propio Mahoma.
Las relaciones entre los reyes hashemitas y los palestinos no siempre fueron buenas. Y como botón de muestra basta recordar la guerra de 1970 entre la OLP de Yasser Arafat y el rey Hussein I, conocida como Septiembre Negro, que dejó más de 3.400 palestinos muertos.
Desconfianza. Con esa desconfianza histórica de contexto, es más fácil entender al funcionario jordano que habló con Israel HaYom.
“Nuestra posición sobre el tema del valle del Jordán es conocida: creemos que se supone que es parte del futuro Estado palestino”, dijo.
Pero, a pesar de eso, “no aceptaremos la presencia de una fuerza militar internacional en la frontera occidental de Jordania y ciertamente no aceptaremos la presencia de una fuerza militar palestina responsable de salvaguardar” ese borde, completó.
Después de la Guerra de los Seis Días, tanto Egipto en el caso de Gaza, como Jordania con Judea y Samaria, no podían estar más contentos con la posibilidad de no tener que controlar más a las poblaciones palestinas en esos territorios.
En un primer momento, bajo el sopor de la gran victoria militar, los israelíes creyeron que podían absorberlos de alguna manera. Visto en perspectiva, se les podría preguntar: ¿en qué estaban pensando?
Al parecer, algunos, como Netanyahu, siguen pensando lo mismo, que de alguna manera algunos palestinos se disolverán en las zonas controladas por Israel y otros se quedarán contentos con administrar las “manchitas” que queden bajo su control.
De hecho, a pesar del odio y el recelo, muchísimos palestinos se ganan la vida trabajando en fábricas y empleos de construcción en las zonas judías de Cisjordania, una extraña simbiosis que puede presagiar el futuro cercano.
Un reciente reporte del Instituto de Estudios para la Seguridad Nacional, de la Universidad de Tel Aviv, advirtió que la anexión podría no derivar en violencia sino en una disolución de la Autoridad Palestina en Cisjordania.
Si una oleada de enojo y frustración entre los pobladores árabes de los territorios –algo que el liderazgo de Hamas vería sin duda con muy buenos ojos– se desatara en caso de anexión y explotara el gobierno de Fatah, “Israel se encontraría siendo responsable de 2,7 millones de palestinos en los territorios”, dice el informe.
Se trataría, continuó, de un hecho “problemático que afectaría el carácter democrático y demográfico de Israel y significaría la caída de hecho en la realidad de un Estado” para dos pueblos, el fantasma que está reemplazando rápidamente al moribundo proceso de paz para establecer dos Estados para dos pueblos.