Con profundo dolor en el corazón, escribo estas palabras tras la partida a la Casa del Señor del hombre más consecuente en la defensa del Evangelio de Jesús, la voz más potente de los que no tienen voz, y el mejor humanista en estos tiempos deshumanizantes. Pero, además, para mí, se fue Jorge, un sabio amigo. Con él aprendí a ser mejor samaritano, mejor padre, mejor hijo. Me acompañó durante casi dos décadas con cientos de cartas, decenas de encuentros, y me protegió y alentó en la misión de luchar contra la esclavitud junto a la Alameda.
Jesús entró a Jerusalén en un burrito, recordándonos que no es el poder ni el dinero lo que debe regir esta tierra, sino el amor al prójimo y la comunión. Y en esta última Semana Santa, vi al papa Francisco, frágil, enfermo y en silla de ruedas, saludar desde la Plaza de San Pedro a los fieles, a los médicos, a los presos. Y supe, en lo más profundo, que estaba despidiéndose. Pero también nos dejó una vez más la enseñanza más poderosa: que lo que importa es el corazón, la oración, la fraternidad.
En sus últimos suspiros, Francisco nos volvió a llamar a rezar y obrar por la paz mundial y por los descartados del sistema: los masacrados por las guerras, las víctimas de trata, los abuelos abandonados, los migrantes que mueren buscando una vida mejor, los perseguidos por buscar la verdad, los mártires del bien común. A todos ellos, volvió a colocarlos delante de nosotros como crucificados que nos recuerdan a Jesús. Como en el Génesis, Dios vuelve a preguntarnos: “¿Dónde está tu hermano?”. Y esa pregunta cala hondo.
Cuando Francisco fue elegido papa, me confesó que pensaba que su pontificado duraría tres o cuatro años. Dios le regaló doce. Doce, como los apóstoles, los hijos de Jacob, los profetas menores. Doce años que simbolizan la plenitud. Su legado será guía no solo para los cristianos, sino también para todos los que sienten en su corazón la empatía del buen samaritano.
Tuve la bendición de ser amigo de Jorge Bergoglio muchos años antes de que fuera Francisco. Nuestra amistad nació en las luchas por la dignidad en las periferias olvidadas. Desde la Alameda luchamos juntos contra las redes de trata, y él estuvo siempre, siempre, cerca. Recuerdo cuando, ya a punto de jubilarse, Dios lo convocó desde el fin del mundo para atravesar un planeta en crisis con las armas de la Fe, la Oración y las Bienaventuranzas.
Muchos creyentes y no creyentes se conmovieron con su mensaje, porque era puente y oportunidad. El Espíritu Santo lo puso al frente del timón de la Iglesia para sostenernos unidos y en esperanza. El mensaje de Francisco iba del corazón a la cabeza, de la periferia al centro, y nos recordaba que el centro de la sociedad deben ser los seres humanos, no el dinero.
Francisco nos llamó a sanar las tres relaciones rotas: con Dios, con la naturaleza, y entre nosotros. Nos advirtió que este sistema no da para más: genera exclusión, daño planetario y guerras por codicia. Luchó contra la cosificación del ser humano, contra esa lógica cruel donde los pobres solo son vistos como mercancía. Y propuso una sociedad basada en tierra, techo y trabajo: las tres T.
Él me enseñó que la Fe es activa, que transforma. Que la oración es nuestro combustible. Y que hay quienes dicen tener fe pero no se detienen por el hermano herido, y otros que sin saberlo, ya están viviendo la fe al hacerse cargo del prójimo. Francisco rescató esa reconciliación entre palabra y acción, entre fe y obras. Y logró que millones de “paganos” volvieran a casa.
Su magisterio no fue solo palabra: eligió vivir en Santa Marta, no en el Palacio Apostólico. Comía con los empleados, se vestía con sencillez, cuidaba de los pobres personalmente. Caminó con todas las religiones en defensa de los migrantes, contra la trata, por la paz y el cuidado del planeta. Abrió caminos hacia una Iglesia más democrática, sinodal, en salida y hacia las periferias.
Desde hace 17 años nos acompañó en la Alameda. Resuena en mi corazón aquella primera homilía en la Parroquia de los Migrantes, en 2008, cuando dijo: “Hoy también se nos pide que abramos el techo de nuestra sociedad, el techo de nuestra conciencia y nos animemos a poner delante de Jesús a todos nuestros hermanos y a curarlos con trabajo digno”.
También tengo presente una de sus últimas cartas, del 4 de diciembre del año pasado: “Gracias por haber luchado tanto. Rezo por vos, por favor hacelo por mí”. Me llamó la atención que usara el verbo en pasado. Como si supiera que se estaba despidiendo.
Pido perdón si en estas líneas se entremezclan su magisterio con anécdotas, cartas, consejos y vivencias personales. Es que hablo desde la amistad. Estoy seguro de que se fue en paz, abrazando desde su fragilidad a los presos, a los pobres, a los fieles, a los médicos. Nos deja encíclicas, gestos, ejemplo, y un llamado claro: obrar siempre con la empatía del buen samaritano.
Gracias, Francisco. Gracias, Jorge. Y gracias a Dios por habernos regalado tu amor, tu sabiduría, tu coherencia. Te amaremos siempre y te llevaremos en nuestros corazones.
*Presidente de La Alameda.