En su obra revolucionaria, Charles Darwin, planteó que las especies evolucionan gradualmente mediante un proceso de adaptación al entorno. Esta noción, conocida como "descendencia con modificación", anticipa un cambio a lo largo del tiempo, dando lugar a nuevas formas de vida que tienen su origen en un ancestro común.
La selección natural, pieza central de su teoría, es el motor que impulsa las transformaciones de cada especie con características que facilitan su desempeño.
Hoy, más de 160 años después, esta perspectiva sobre la adaptación permanece con mayor vigencia cuando analizamos cómo las sociedades humanas enfrentan los desafíos del siglo XXI. En un contexto global marcado por profundas desigualdades, crisis educativas y transformaciones tecnológicas, la capacidad de adaptación parece ser tan esencial para las poblaciones humanas como lo es para las especies en la naturaleza.
Según la ONU, el 27,3% de la población de América Latina y el Caribe vive en situación de pobreza, cifra que representa la tasa más baja registrada pero que aún incluye a 172 millones de personas. De estas, 66 millones se encuentran en pobreza extrema, incapaces de cubrir necesidades básicas como la alimentación. Este panorama subraya la persistencia de las desigualdades estructurales que limitan la capacidad de adaptación de muchas comunidades.
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En el ámbito educativo, el desafío es igualmente desalentador. La UNESCO señala que 251 millones de niños y jóvenes en el mundo están fuera del sistema educativo, mientras que cerca del 60% de los niños en países de ingresos bajos carece de acceso a educación en la primera infancia.
Además, aproximadamente uno de cada siete jóvenes y adultos no posee un nivel mínimo de alfabetización. Estas cifras evidencian una crisis educativa que amenaza con perpetuar las brechas sociales y limitar el desarrollo humano.
Evolución y revolución tecnológica
A medida que las tecnologías convergentes transforman el mundo, surgen nuevas oportunidades, pero también riesgos significativos. El Foro Económico Mundial advierte que la automatización desplazará a millones de trabajadores, creando la necesidad urgente de políticas educativas y sistemas de protección social que permitan a las personas adaptarse a nuevos empleos. Además, la creciente dependencia de algoritmos en la toma de decisiones plantea el riesgo de exacerbar las desigualdades, especialmente si estos sistemas no se diseñan con equidad e inclusión.
Sin embargo, la revolución tecnológica también ofrece herramientas poderosas para abordar problemas sistémicos. La conectividad digital, que durante la pandemia se demostró como un derecho esencial más que un lujo, tiene el potencial de transformar la educación. La digitalización de los servicios educativos y la implementación de modelos híbridos podrían reducir las barreras de acceso y mejorar la calidad del aprendizaje.
Syms Covington, el servidor de Darwin
Frente a este panorama, en el umbral de la Era Inteligente, la educación emerge como el eje fundamental para preparar a las futuras generaciones. Una etapa caracterizada por avances tecnológicos y retos sin precedentes. La ventana de oportunidad para moldear este futuro es estrecha, pero con esfuerzos colectivos y liderazgo responsable, es posible aprovechar el potencial de esta nueva era para reducir desigualdades, fomentar la sostenibilidad y promover la colaboración global.
El liderazgo educativo, inclusivo y permanente, se posiciona como un elemento esencial para guiar a las sociedades hacia un futuro más justo y equitativo. Así como la selección natural adapta a las especies a sus entornos, nuestras decisiones educativas y sociales determinarán si logramos adaptarnos y prosperar en este complejo panorama global. La evolución, en este contexto, no es sólo un fenómeno biológico, sino también un desafío y una oportunidad para construir un futuro inclusivo para la humanidad en la Era Inteligente.