Cuando participamos de un debate, en el ámbito que sea, podemos identificar distintos roles que ocurren en simultáneo, siendo el protagónico el de la persona que opina y comenta activamente, y secundario el de quien escucha y a veces pregunta.
En estos días en que la información es excesiva y además accesible a una búsqueda en el celular, los debates no se pueden permitir una respuesta que empiece con un “no sé”, o que se permita una duda, una reflexión, antes de intervenir. Antes que arriesgar alguna de esas opciones, lo que implicaría una sentencia humillante de parte del resto, todos buscan convertirse en protagonistas del debate logrando que se imponga lo que coloquialmente se define como “opinología”, que podemos entender como el arte de no escuchar a nadie.
Lo anterior no supone poner barreras intelectuales para tener debates. Esa jerarquización limitaría un espacio de intercambio que le pertenece a todas las personas por igual, y además es tan necesario como inevitablemente cotidiano. Lo que sí intenta señalar la observación es que, lamentablemente, nuestra cultura hace tiempo que desvaloriza a quienes se proponen escuchar en el momento de debatir; y como consecuencia de que se ha perdido este ejercicio, también se han perdido oportunidades para entender mejor los temas y profundizarlos.
Bajo estos términos, el razonamiento activo que implica el ejercicio de escuchar a la otra persona representa pasividad o ignorancia; mientras que la apariencia que da el ímpetu de hablar - incluso gritar - para no quedarse callado se confunde con conocimiento, seguridad o como una validación de autoridad.
De hecho, últimamente el contenido queda en un nivel secundario. Actualmente, importa más la velocidad de la respuesta, la validación de los entornos (mucho más los digitales), como también la ilusión de conocimiento que nos da comentar sobre cualquier tema por tener acceso a tanta información.
Ante este consenso que castiga al invisible que primero escucha y después habla, es necesario, aún más, reivindicar a quienes intentan entender a través de la pregunta.
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El que pregunta parte de un punto de partida: reconoce que no domina el tema que le interesa. Aunque su voz al principio no destaca y parece olvidarse en la irrelevancia, eso no le impide seguir su curiosidad. Por el contrario, lo motiva. Como el tema lo mantiene atento y no tiene ningún apuro en opinar, pone su esfuerzo en escuchar a quien está hablando; incluso, en el desacuerdo.
Para lograrlo, se tiene que concentrar en que su intervención clarifique su duda, y eso sólo sucede cuando hace buenas preguntas. Cuando logra ese aporte, se genera inmediatamente un punto de inflexión. Veamos.
Las buenas preguntas siempre son las que construyen el diálogo, y aquellas que generan un intercambio de inquietudes. También, las que tienen la capacidad de motivar al resto a pensar, y las que abren disparadores e introducen perspectivas distintas. Una buena pregunta siempre genera reacciones de entusiasmo en quien está explicando porqueparte delhonesto desconocimiento, y finalmente no quiere una respuesta rápida sino extenderse en la profundidad del tema que le interesa.
Por esas razones, en cualquier ámbito, deberíamos agradecer a quienes hicieron de su “no sé” una oportunidad para escuchar y preguntar, generando instancias novedosas y enriquecedoras en el debate; que, en el mejor de los casos, nos ayudaron a entender el mismo tema bajo la duda de otra persona, es decir, dialogando con ella.