Con esa frase, el propio protagonista de esta historia convirtió un escándalo en un experimento de validación. Un caso que pasó de ser una polémica financiera a una cuestión de credibilidad, de responsabilidad, de límites entre lo personal y lo institucional. Porque cuando alguien con poder dice que algo era una ruleta rusa, la pregunta no es solo quién apretó el gatillo, sino quién permitió que el juego siguiera funcionando.
El problema no es el riesgo en sí. Todo mercado lo tiene. Toda inversión conlleva una apuesta. El problema es que el peligro siempre es evidente cuando ya es tarde. Cuando las balas ya salieron. Cuando la historia se reescribe en tiempo real para explicar lo que antes no se advirtió.
Porque no fue solo la metáfora de la ruleta rusa. Fue la minimización de los afectados: “No fueron 44 mil, fueron 6 mil”. Como si una cifra más chica redujera el daño. Como si en cualquier otro contexto seis mil personas perjudicadas no fueran un escándalo. Como si el argumento “no hubo argentinos perjudicados” borrara la responsabilidad. Como si las fronteras definieran el nivel de legitimidad de una estafa.
El poder, en su estado más puro, es la capacidad de hacer que la realidad se acomode al discurso. Y cuando la única estrategia de defensa es modificar las cifras, alterar las narrativas y desgastar el debate hasta que se vuelva irrelevante, lo que se pone en juego no es solo la confianza, sino la capacidad misma de la sociedad para distinguir entre lo real y lo conveniente. La política hace tiempo entendió que en la era digital, la memoria es frágil y la indignación es efímera. Pero no todo puede desaparecer con un nuevo trending topic. No todo es olvido.
Porque no es solo una cuestión de números. Es una cuestión de impunidad. De qué pasaría si en vez de una criptomoneda, esto hubiera sucedido con un banco tradicional. De cuál sería la reacción si en vez de miles de afectados, fueran menos, pero con más poder. De por qué la sensación de que todo se diluye es cada vez más fuerte.
Y en este caso, hubo otra jugada clave: la insistencia en que todo fue publicado desde una cuenta personal. Como si una biografía de X definiera los límites del poder. Como si fijar un tuit con un contrato de inversión no fuera un acto deliberado. Como si un Presidente pudiera diferenciar lo que dice como individuo, de lo que dice como líder, cuando cada palabra impacta en mercados, inversores y políticas públicas en cuestión de minutos.
Pero la verdadera pregunta es otra: ¿qué nos dice todo esto sobre la relación entre la política y la tecnología? Nos muestra que todavía hay quienes creen que las redes son espacios de expresión individuales, cuando en realidad, son dispositivos de validación social. Nos deja en claro que las instituciones siguen funcionando con una lógica analógica en un mundo digital. Nos obliga a preguntarnos si el poder es realmente consciente de la velocidad con la que sus palabras pueden construir o destruir confianza en segundos.
Las redes son un campo de batalla donde cada mensaje pesa. No existe el “lo dije como ciudadano” cuando se es una figura de Estado. No se puede tuitear con liviandad, cuando lo que se dice puede generar euforia o pánico financiero en minutos.
Porque esto no es solo un tema financiero. Es un tema de gobernabilidad, de responsabilidad, de credibilidad. Y, sobre todo, de hasta dónde se puede estirar el relato antes de que la realidad se imponga.
En la ruleta rusa del poder, la bala siempre termina saliendo. La pregunta es a quién le toca recibir el disparo.
*Autor y divulgador. Especialista en tecnologías emergentes.