OPINIóN
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Enojo y odio

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Él. Al presidente le gusta repetir que no vino “a conducir ovejas sino a despertar leones”. | xinhua

Dos libros que se proponen echar alguna luz sobre los tristes tiempos que corren se abren con escenas de enojo tomadas de distintas películas. El más reciente, Milei: una historia del presente, de Ernesto Tenenbaum, recurre a la más distante, Network, de 1976, en una de cuyas escenas un famoso presentador de noticias arenga a los televidentes: “Quiero que te levantes ahora mismo y vayas a la ventana. Abrila, asomá la cabeza y gritá: “¡Estoy muy enojado y no voy a soportar esto!... Las cosas tienen que cambiar. ¡Pero primero tenés que enojarte!”. Pablo Stefanoni, en ¿La rebeldía se volvió de derecha?, un libro que interroga el ascenso de las nuevas derechas escrito antes de la llegada de Javier Milei a la presidencia, recurre a la más reciente Joker (2019), en la cual la rebelión (quizás imaginaria) de los ‘perdedores’ de Ciudad Gótica contra los ricos y poderosos parece espejar la actual opción global de los fracasados y frustrados, varones blancos en su mayoría, por la extrema derecha.

La coincidencia es significativa y el diagnóstico, en lo que a nosotros nos toca, probablemente acertado: puede que haya sido el enojo de vastos sectores de la población (no todos varones, no todos blancos, no todos célibes involuntarios, en nuestro caso) que llevó a un Joker mediático a la presidencia. Las causas del enojo no dejan de ser válidas: la disconformidad con los gobiernos anteriores, la inflación descontrolada, la extendida cuarentena promovida e ignorada por el anterior presidente, la inseguridad, el aumento de la pobreza, los muchos ejemplos de corrupción, el hartazgo por los cambios que nada cambian.

La ira o enojo es un sentimiento legítimo y potencialmente productivo, no solo para la salud mental y emocional de cada uno (“sacarse la bronca del cuerpo”) sino para toda la sociedad: bien puede convertirse en el combustible de una protesta, hasta de una rebelión. A pesar de que se lo incluye entre los siete pecados capitales, Dante, en su Comedia, diferencia claramente el pecado de la ira de la virtud de la justa indignación. Sin ir tan lejos en el tiempo, ni tan alto en las artes, muchos recordamos La marcha de la bronca de Pedro y Pablo, uno de los muchos himnos de protesta de los jóvenes de los 70, cuando la rebeldía todavía era de izquierda.

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El odio, en cambio, es una emoción estática, de criatura atrapada en una situación sin salida. Podemos odiar a nuestros padres, sobre todo cuando somos niños o seguimos dependiendo de ellos; a la pareja de la que no podemos separarnos; a los compañeros de escuela o del barrio que nos hacen bullying, a nuestro jefe, cuando no estamos en condiciones de renunciar al empleo. El enojo que no puede cambiar la situación intolerable se retuerce sobre sí mismo y se muerde, se convierte en depresión, en conductas autodestructivas, en odio. El odio va indefectiblemente asociado a la impotencia y el miedo.

Confieso que durante mucho tiempo odié a los militares de la última dictadura. Los odié durante la dictadura, los odié durante la guerra a la que por poco me enviaron, los odié un poco menos en los comienzos de la democracia y durante el Juicio a las Juntas, un poco más durante cada una de las rebeliones carapintadas y muchísimo más después de la promulgación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y el indulto de Menem. Pero un día me desperté para descubrir que había dejado de odiarlos. Fue algún tiempo después de reiniciados los juicios por delitos de lesa humanidad, cuando comprendí que su poder se había esfumado, que ya no podían volver, que ya no podían seguir haciéndonos daño. Seguí, hasta el día de hoy, repudiando, condenando, reclamando justicia. Pero ya no odiando. El odio dura lo que la impotencia y el miedo.

En esto radica, creo yo, el objetivo de la supuesta “batalla cultural” que proponen este gobierno y sus ideólogos: convertir el enojo fecundo en odio estéril. Para eso hay que inventar un enemigo bien alejado de los factores de poder político y económico, magnificarlo verbalmente para que parezca formidable, y darle un nombre rimbombante que no refiera verdaderamente a nada: el “wokismo”, en este caso. La tesis se repite con tozuda insistencia, como algo aprendido de memoria: la izquierda, derrotada en lo político y económico a fines de los 80, envenenada por su fracaso, ha tomado los medios de comunicación, las universidades, las ONG, los foros globales, colonizando nuestras mentes y nuestros corazones. Y así, pasito a pasito, terminamos siendo incrédulos testigos de una escena digna de Cha cha cha o los Monty Python: la del actual presidente acusando de socialistas y “wokistas” a los dueños del poder global en Davos.

No es casual que este odio se exprese casi exclusivamente en el encierro de las redes. A diferencia de la rebelión propiciada por el Joker, los jóvenes enojados que se identifican con las nuevas derechas no salen a la calle, ni siquiera se asoman a la ventana como los televidentes de Network: destilan un veneno concentrado en el anonimato impune de los comentarios –como los que sin duda merecerá esta nota– en publicaciones periódicas, foros, plataformas y redes sociales. Estos rituales de odio fragmentado recuerdan al colectivo de la novela 1984 de George Orwell: los miembros del partido están obligados a participar de “Los dos minutos de odio” durante el cual se proyectan imágenes del archienemigo del Gran Hermano, Emmanuel Goldstein, para gritarle insultos y arrojar objetos a la pantalla. Están juntos en una misma sala, pero cada uno está solo y no hay comunión alguna: basta leer las descripciones de la novela o ver las escenas correspondientes de la excelente versión cinematográfica de Michael Radford. Es un odio que no lleva a ningún lado, que no cambia nada: mera descarga. Su función, justamente, es evitar que nada cambie. Por eso debe repetirse, diariamente, siempre igual a sí mismo, como todos los rituales.

Es verdad que cada tanto este odio, avalado y arengado por los insultos y las amenazas del gobierno y sus ideólogos, empezando por el propio presidente, puede desbordar el molde mediático y engendrar actos de violencia. Siempre contra los más vulnerables, los que no están en condiciones de defenderse, ni mucho menos de devolver el golpe. Pero no es capaz de promover momentos de comunión festiva, como las dos marchas en defensa de la educación pública, en 2024, y la marcha contra el discurso del presidente en Davos en febrero de este año, nacidas paradójicamente de la indignación y el enojo. La bronca en las calles, el odio en las redes: esta es por ahora la dinámica.

Se ha vuelto habitual, en las discusiones del último tiempo, decir que la política ya no pretende movilizar ideas o propuestas sino emociones y sentimientos. Pero a las pertinaces manifestaciones de odio mediático incluso las palabras “sentimiento” o “emoción” les quedan grandes: se trata más bien de reflejos condicionados: cuando se dice “político”, salivan “casta”, cuando “periodista”, “ensobrado”, cuando “artista” o “científico”, “parásito’, y así. Imposible no recordar el eslogan con que los “chanchos” que lideran la revuelta de los animales en Revolución en la granja de –nuevamente– George Orwell instruyen a las ovejas a balar cada vez que alguien cuestiona o meramente interroga sus disposiciones: “¡Cuatro patas bueno, dos patas malo!”.

Las respuestas de los trolls son tan básicas que uno duda de que haya una persona detrás. Pero bien puede ser. La estupidez humana se parece cada vez más a la estupidez artificial.

Es verdad que al actual presidente le gusta repetir que no vino a conducir ovejas sino a despertar leones. Pero se olvida de agregar que se trata de leones de papel, o más bien de pantalla: leones enjaulados.

*Escritor.

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