OPINIóN
Rigor literario

En nombre de Israel, cada cosa en su lugar

Un libro de la economista Camila Barón fue el producto de una visita de diez días a Israel, pero para el autor de esta columna “ni siquiera es una descripción de Israel sino un panfleto sin rigurosidad (…) el problema no es la crítica a Israel sino la crítica plagada de ignorancia y mentiras” sostiene y desmenuza sus propias razones.

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Jerusalén | pixabay

Siempre me consideré una persona con pensamiento crítico y es por ello que en mi ejercicio de lector intento llegar a todas las perspectivas ideológicas y políticas, para ampliar mis horizontes. Como judío y sionista, es decir como firme defensor del Estado de Israel, de su legitimidad para la existencia y de su derecho a la auto-defensa frente al terrorismo, me tomo el tiempo de leer a los autores antisionistas, frente a muchos amigos que sostienen que es un ejercicio sin sentido. A pesar de discrepar en casi todo con estos autores, intento ver sus reflexiones como ejercicios intelectuales para reforzar mis defensas hacia el Estado de Israel.

Dentro de dicha actividad intelectual, me topé hace unos meses con el libro de Camila Barón titulado Derecho de Nacimiento (2024), publicado por la editorial Rara Avis. Hace unos días lo compré y lo leí con el espíritu antes descripto. Si bien, por las entrevistas que había escuchado de la autora, preveía los argumentos que iba a utilizar, nunca me imaginé no sólo el bajo nivel argumentativo de la narrativa, sino una serie de generalidades, ingenuidades y mentiras que la autora utilizó. Es por ello que decidí escribir este comentario.

La escritora, que no es especialista del conflicto sino que es economista, nos narra un viaje que realizó a Israel en el año 2017 bajo el programa Taglit, que permite viajar por 10 días al Estado de Israel a aquellos que acrediten tener un abuelo (sea materno o paterno) judío. Así, conocer sus principales ciudades, su cultura, etc. En su caso, a pesar de haber nacido en un ambiente no-judío (a excepción de las comidas de su abuela), tuvo la posibilidad de viajar por tener antepasados judíos.

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Si bien admite que los árabes son “ciudadanos de pleno derecho”, no destaca ese aspecto sino todo lo negativo de Israel"

A priori ya es problemático querer describir la complejidad del conflicto israelí palestino por medio de un viaje de 10 días pero la autora intenta, a su juicio, dar una radiografía personal de lo que vivió en aquel viaje y lo que reflexionó luego del mismo. Antes de adentrarme en la crítica pormenorizada de algunas de las partes del texto, debo decir que en ningún momento de la narrativa la autora critica a Hamás (mientras que abundan los cuestionamientos a Israel), no empatiza con las víctimas del 7 de octubre, no pide por el regreso de los secuestrados, mientras que sí compara a los israelíes con el nazismo: “Buena parte de la descendencia de las víctimas del Holocausto Nazi son quienes demandan y ejecutan la limpieza étnica en Palestina. Son, hoy, la mayoría de la población judía israelí entre la que casi no existen civiles”.

No destaca la apertura sexual que existe en la democracia israelí donde el propio presidente del parlamento es homosexual"

Yendo a partes específicas de la narración del libro, donde demuestra un profundo desconocimiento del conflicto, Barón sostiene, con una historia de Hannah Arendt, que antes de crearse el Estado las poblaciones árabe y judía vivían juntos sin fronteras, e ignoran la existencia de un Mandato Británico que se había creado bajo la Conferencia de San remo con el fin de hacer cumplir la Declaración Balfour que pretendía el establecimiento de un “Hogar Nacional Judío” en la Tierra de Israel.

Además, la autora no menciona las tensiones ya existentes, producto, entre otras cosas, de las diatribas antisemitas del líder del nacionalismo árabe Hajj Amin Al Husseini que tanto en 1929 (cuando se masacró a la comunidad judía de Hebrón), como en 1936 y en su amistad con Hitler, pedía la aniquilación de la comunidad judía en el territorio del mandato.

La “panacea” de paz que tanto Barón como muchos sectores “pro-palestinos” sostienen es a varias luces falsa. Basta leer testimonios de la masacre de Hebrón o estudiar la formación de grupos armados de autodefensa judíos, para ver que no existía tal “convivencia pacífica”.

El libro no relata la cantidad de judíos etíopes que Israel rescató y la enorme cantidad de ellos que son héroes del ejército"

La autora habla de su abuela y el vínculo con Israel: “Mi abuela nunca me habló de Israel (...) cuando su familia llegó a Argentina, todavía faltaban muchos años para la creación de este Estado. En el judaísmo se discutía si eso era necesario. Ahora sé que quienes seguían a Theodor Herzl creían que era la única solución para terminar con la discriminación que sufrían en toda Europa. Otros, ya instalados en colonias por todo el mundo, no se sentían ´un pueblo sin tierra´, sino un pueblo con muchas”.

Si bien es cierto que durante parte del siglo XX el sionismo fue “una” entre tantas corrientes del judaísmo, fue la mayoritaria. De hecho, siempre comienzo mis clases sobre el sionismo hablando sobre que era una opción, en muchos sentidos, “contraintuitiva”, para los judíos europeos asimilados a la cultura de “las luces”. Sin embargo, Barón y tantos otros, como por ejemplo Alejandro Bercovich o Ariel Feldman, se encadalizan con que el pueblo judío tenga un Estado y haya dejado de ser “el oprimido”, el que estaba del lado de los que “sufrían” , bajo la idea de que el sionismo “robó la esencia del judaísmo”.

La realidad es que su planteo es, a toda luces, una minoría dentro de la minoría. La mayoría del pueblo judío es sionista y casualidad o no, los que aducen ser antisionistas no tienen ningún contacto activo con la comunidad, no participan de las sinagogas, de los clubes, de los espacios de debates, etc., más que antros carentes de relevancia, dentro del espectro antisionista. Asimismo, si bien es cierto que el sionismo no se “llevaba bien” con otras corrientes judías, el triunfo de su ideología no fue producto de una “conspiración” o “robo” sino de las tragedias sufridas por el pueblo judío que derivaron en la absoluta necesidad de un territorio con soberanía nacional.

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Por último, ignoran todas las fuentes clásicas judías (Tanaj, Talmud, Maimónides, etc), que remarcan la centralidad de la tierra de Israel, la vida allí, la sacralidad de cumplir preceptos en la Tierra, etc. Acá es donde se forja el cocktail de la ignorancia.

Barón pone entre comillas el nombre de la Guerra Árabe-Israelí de 1948, “Guerra de Independencia”, ya que a lo largo del libro sostiene que dicha “guerra” fue la Nakba Palestina, y menciona una sola vez el rechazo de los estados árabes al Plan de Partición de 1948, ignorando los llamamientos a destruir a los judíos, los ataques que se produjeron a partir del 30 de noviembre de 1947, el sitio a Jerusalén, etc. Todos hechos narrados por historiadores reconocidos (y no precisamente de “derecha”) como Benny Morris en su libro 1948.

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Barón no distingue, como sí hace Morris, entre aquellos pueblos que fueron ´evacuados´ por las fuerzas judías (por razones militares, por ejemplo bloqueaban el camino estratétigo entre Tel Aviv y Jerusalén, en una guerra que el sionismo no inició) y aquellos donde la población se fue por “miedo” a lo que harían los israelíes y por el llamamiento de las fuerzas árabes a liberar las casas ya que ellos asesinarían a los judíos y los árabes podrían volver.

Insisto, hechos que describen historiadores como Morris que han dedicado su vida a estudiar el conflicto y no personas que se dedican a otros rubros académicos, que sin pelos en la lengua definen las acciones israelíes (sin pruebas ni terminologías apropiadas) como “genocidio”.

Camila Barón se queja de que en Israel no hay matrimonio igualitario y que los mismos están regulados por el rabinato, pero no destaca la apertura sexual que existe en la democracia israelí donde el propio presidente del parlamento es homosexual. Sin embargo, cuando visita los territorios palestinos no hace ninguna crítica a la nula diversidad sexual ni libertad que existe allí, tanto en Gaza como en Cisjordania, donde la homosexualidad está penada. Su prejuicio antisraelí le nubla la crítica a otras sociedades.

Es víctima de un “doble estándar”. Asimismo, narra una visita que realizan con el viaje a un poblado árabe-israelí y cuestiona el estado de las aldeas y las “jerarquías”. Ahí da a entender la nefasta idea del “Estado Apartheid”. Si bien admite que los árabes son “ciudadanos de pleno derecho”, no destaca ese aspecto sino todo lo negativo de Israel.

Existen problemas como en todas las sociedades, pero el hecho que los árabes sean ciudadanos de pleno derecho como minoría es la excepción en Medio Oriente, no la regla. Camila, no habla de las expulsiones de judíos en países árabes, de las matanzas de cristianos o de aspectos tan democráticos de Israel como que un árabe llegue a la Corte Suprema o sea un actor pivote para ver si se formaba un gobierno o no, como sucedió con Mansour Abbas en la formación del gobierno de Bennet.

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De hecho, Barón ofrece frases hechas producto de su experiencia de diez días, sin aportar ningún rigor académico ni histórico.

Más adelante describe un encuentro que tuvieron con un especialista del conflicto y no sólo describe en exceso lo aburrida de la charla sino que ella, junto a su grupo de Taglit, mayoritariamente progre, cuestionan al orador ya que ellos vienen de escuelas o universidades donde aprendieron a “cuestionar conquistas” y, dadas las circunstancias, las guerras del “sionismo imperialista” debían ser criticadas.

¿Existe cuestionamiento al terrorismo? ¿Existe crítica a las cruzadas eliminacionistas de Gamal Abdel Nasser? ¿Se habla del rechazo del maximalismo palestino a las ofertas de paz? ¿O a los planes de partición? Claro que no. En el mejor de los casos, hay neutralidad; en el peor, aducen que son “actos de resistencia”, como admitió en una entrevista con Bercovich, el joven palestino Abdallah El Tabi que no sólo negó los ataques a las mujeres el 7 de octubre sino que dijo que: “el pueblo palestino está defendiendo su tierra”, en referencia a los hechos del 7 de octubre y posteriores.

Así como el palestino, Camila también reinvindica acciones terroristas (aunque dice que “sin víctimas”), como las que hizo Leila Khaled.

Luego de que termine la charla con el especialista, se lamenta de que no se haya hablado sobre: “la construcción de muros ni sobre la política de anexión de territorios por medio de colonos, como se llama a los grupos que se instalan más allá de las fronteras del 67”.

La tristeza emocional de Barón afirma en “el aire”, consignas sin situarlas en la historia. El muro que cuestiona fue construido luego de la Segunda Intifada, donde en forma constante habían acuchillamientos y atentados terroristas producto de la entrada de terroristas palestinos de los “territorios”. El muro, lejos de ser una medida “nazi-fascista”, “racista”, como le encanta señalar a los progresistas cool de Occidente, fue un acto de auto-defensa luego de miles de muertos y heridos. Sorpresiva omisión.

Además, si bien la cuestión de los asentamientos es un debate válido que se da en la sociedad israelí y fuera de ella, cuestionar la legitimidad del Estado de Israel o su derecho a la autodefensa cuestionando los asentamientos es un error. Asimismo, ¿cómo se llegó a ampliar las fronteras? Producto del belicismo árabe previo al 67 que derivó en la Guerra y no por medio del sionismo. Baron omite hechos clave para narrar de forma entera la historia.

El absurdo llega a uno de sus puntos más altos en la página 90 cuando compara una experiencia traumática de una chica palestina (cuyo esposo estaba acusado de ser terrorista como afirma Camila), relatada por una soldado israelí con una situación traumática de una tía de la abuela sobreviviente del Holocausto, que gritaba y tenía miedo recurrentes producto de las vivencias.

La equiparación de las situaciones no hace más que decir algo de forma implícita que ya lo asume al final: nazismo y sionismo se parecen. Camila no afirma que una sociedad nazi no da igualdad ante la ley (como hay en Israel), que una sociedad nazi no atienden y salva terroristas (como a Sinwar), que una sociedad nazi no avisa antes de atacar o no deja pasar ayuda humanitaria, no emplea palestinos (como pasaba en los kibutzim), etc. Además, comparar la persecución y liquidación de terroristas con judíos civiles en Alemania y otros países no es sólo una banalización de la Shoá sino un ejercicio de perversidad intelectual, producto de prejuicios muy dífciles de romper.

En su visita al Muro de los Lamentos afirma que la mayoría de los empleados de limpieza son negros, como si dicho trabajo fuera denigrante o mejor dicho, como si Israel fuera racista. Nuevamente la autora deja al descubierto la ignorancia, no relata la cantidad de judíos etíopes que Israel rescató y la enorme cantidad de ellos que son héroes del ejército, que están integrados en la sociedad, etc. ¿Eso quiere decir que no sufren discriminación? De ninguna manera, pero tampoco dar a entender un “racismo” institucionalizado.

El delirio mayor del libro, del que me quedé incrédulo a leer, es su relato a la visita a Yad Vashem, el museo oficial del Estado de Israel que recuerda a la Shoá: “Seis millones. Seis millones. Seis millones. La cifra de todo el recorrido. Once, pienso. Repaso los cinco millones que faltan. Enfermos crónicos, negros gitanos, homosexuales y comunistas. Las paredes se me caen encima”.

Camila Barón, una economista alejada de la comunidad judía, sin conocimiento del conflicto ni de la Shoá, hace una crítica infantil a un museo de prestigio internacional, con un texto digno de X, aduce que en el museo oficial de la tragedia judía se debería dar un idéntico lugar a las otras víctimas. Un absurdo monumental. Es como sostener que en un museo sobre la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos, se debería dar el mismo lugar a las víctimas de Pearl Harbor o Iwo Jima que a las de Dresde.

Para algo existen los distintos museos o los lugares. Además, no afirma que en Yad Vashem no sólo se habla de los judíos sino que se habla de las víctimas de la Aktion t4, de los justos entre las naciones, etc., y posee archivos monunetales sobre víctimas judías y no judías de la Shoá.

Por último, la ingenuidad de Barón llega su punto cúlmine cuando sostiene, en un diálogo con un amiga israelí: “Y otra vez me callo antes de decirle que pienso que el error fue crear este Estado. Y mantenerlo y defenderlo así, teocrático, con ciudadanías de primera y de segunda. Y qué elijo seguir imaginando que podría ser uno”, aunque dice que sabe que en el fondo ya no se puede.

La economista admite su antisionismo. Niega el derecho a que los judíos tengan su propio Estado; derecho que no le niega (o no lo dice en ningún momento) a los más de 190 Estados del mundo. Sólo los judíos no pueden tener su Estado propio pero los árabes de todo el mundo árabe sí pueden. No habla de la teocracia iraní que financia el terrorismo o del gobierno teocrático de Hamás pero acusa de “teocracia” a Israel, un paraíso del mundo liberal (bajo los estándares de Medio Oriente).

En definitiva, Derecho de nacimiento no es un libro sobre el conflicto ni una descripción de Israel sino un panfleto sin rigurosidad. El peligro es que el público lea el texto y crea que es una visión fidedigna de Israel. El problema no es la crítica a Israel sino la crítica plagada de ignorancia y mentiras pretendidas. Léanlo y lo podrán ver por ustedes mismos.

*Codirector del Centro de Investigación de Israel y el Medio Oriente (CIMO)