Andamos todos sobrados de escándalos y faltos de genuinas provocaciones, al menos si por provocación entendemos su origen etimológico en el latín “pro vocare”, “llamar hacia adelante”. Hoy muy pocos de los discursos del espacio público nos invitan “adelante”, a lo mejor de nosotros mismos, al futuro, a conquistar las promesas, a hacernos dueños y no víctimas del porvenir.
Así, nos hemos vuelto tristemente ciegos ante las palabras que de verdad provocan, anestesiados en el confort del consenso de paces ficticias, donde nada duele ni desafía. El mundo, en su liso y monótono devenir, expulsa a la provocación como un grito que nadie quiere oír, una herida que la sociedad prefiere curar antes que comprender.
De hecho, la provocación incomoda porque abre un espacio de vulnerabilidad que nos obliga a abandonar las máscaras de certezas y autocontrol a las que tendemos a aferrarnos para que cubran nuestras vidas, nos enfrenta a lo innombrable, a lo indeseado, presenta una voz nueva ante el pensamiento único al que estamos cada vez más acostumbrados, y del que estamos cada vez más deseosos.
En la era de la transparencia y la positividad, como señala Byung-Chul Han, todo debe ser fácil, accesible, asimilable. Lo provocador, en cambio, ofrece resistencia. Nos recuerda que no toda verdad es luminosa ni todo saber es digerible. Al provocarnos, alguien nos arranca de esa zona de confort, nos empuja hacia un borde incierto, incluso a un abismo.
Consenso. Estamos anestesiados con paces ficticias, donde nada duele ni desafía
La provocación no es solo confrontación, tal y como erróneamente se la concibe: es creación de espacio, es abrir una brecha en la que puede crecer algo nuevo, es hacer lugar para que el pensamiento se adense y respire, por eso provocar es un genuino arte de la interrupción. En un mundo que consume y se consume en un movimiento de autoexplotación constante, la provocación es un freno. Nos obliga a detenernos, a mirar de cerca, a sentir, un recordatorio de que somos frágiles y limitados.
Al provocar, rompemos la tiranía de la continuidad, de la permanencia, es un acto de resistencia contra el flujo interminable de la información, del consumo, de la imagen, y quizás por eso, la provocación sea temida. No queremos que nos recuerden nuestra propia incertidumbre, nuestra incapacidad de controlarlo todo. Preferimos la seguridad del acuerdo, la comodidad de las certezas, pero solo en la provocación que nos desafía es posible crear una autenticidad que no se diluya en el confort.
En un mundo saturado de imágenes vacías, de palabras que solo se repiten a sí mismas, de opiniones que se deslizan etéreas, sin peso ni significado, la provocación es un último acto de sinceridad, la última puerta hacia lo real: provocar es pedirle al mundo que se desnude, que abandone sus máscaras, que acepte la incomodidad como el precio de una vida que se atreva a ser más que un espejismo de sí misma.
Tal vez por todo eso preferimos los escándalos, porque remiten a un ámbito de la exterioridad en el que hacemos algo igualmente externo, indignarnos, o divertirnos, mientras que la provocación es siempre íntima, con-mueve, es decir, mueve con otros, llama al cuerpo, al corazón, a la mente, al espíritu, y eso nos da miedo, que alguna voz nos recuerde el nombre más cierto que somos.
*Profesor de Ética de la comunicación de la Universidad Austral.