Parecería ser que el realismo mágico latinoamericano se puso de moda. Así lo indicarían los estrenos recientes de varias adaptaciones audiovisuales en las principales plataformas de streaming. Empezando por Pedro Páramo y su inmersión en las tierras del desamparo campesino pobladas de muertos que perpetúan su sufrimiento yéndose para quedarse, siguiendo por Como agua para chocolate, donde sabores, texturas y colores componen un lenguaje emocional y mudo que se comprende sin entenderse, para llegar a 100 años de soledad, epopeya que niega la historia lineal del progreso y confirma la temporalidad cíclica del destino trágico.
Pero entender la simultaneidad de estos estrenos como signo de que el realismo mágico latinoamericano se ha puesto (¿nuevamente?) de moda no es una conclusión válida, por dos razones.
La primera: en relación con las obras literarias a las que remite, el nombre “realismo mágico latinoamericano” es inconducente, desacertado, injusto e incluso violento. La segunda: las obras que quedan comprendidas bajo ese título poco feliz no son ni pueden ser parte de ninguna moda, pues si la noción de “moda” remite a productos altisonantes y masivos pero efímeros y perecederos, estos libros suponen todo lo contrario.
Los diccionarios especializados cuentan que fue el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri quien utilizó el nombre “realismo mágico” para señalar un profundo cambio registrado en la literatura latinoamericana entre las décadas de 1940 y 1950.
Pietri destacó la aparición de una estética literaria que, diferenciándose de las novelas descriptivas e imitativas de inspiración romántica y costumbrista, tuvo por objetivo generar "el reconocimiento de una identidad que hasta entonces había sido silenciada". Sin pretender establecerse como escuela ni configurarse como vanguardia, estas obras no buscaban retratar ni representar la realidad latinoamericana; antes bien, se proponían confirmarla. De allí provenía su singular potencia.
Pero esta potencia nunca fue efectivamente considerada por los críticos literarios del hemisferio Norte, quienes encontraron en el término “realismo mágico” el título perfecto para impulsar el boom comercial que, ya durante las décadas de 1960 y 1970, estaba convirtiendo a “lo latinoamericano” en un pasteurizado producto forexport.
Esas miradas poco comprometidas interpretaron a Pedro Páramo o a 100 años de soledad como un dispositivo que otorgaba verosimilitud a lo irreal y volvía habitual aquello que debería resultar sobrenatural o estrafalario, buscando con ello ofrecer una forma de evasión de las penurias de la vida concreta.
Explicadas –y esterilizadas– desde esa acepción psicologista antes que vital, estas novelas ganaron para Latinoamérica un lugar en el escenario de la cultura universal. Pero dicho lugar no inspira ningún orgullo, pues se trata del rincón reservado a lo pintoresco y lo exótico, donde son destinados quienes viven sumergidos en la imaginación, entregados al misticismo, al sincretismo y a las supersticiones, desterrados de las posibilidades del pensamiento serio, y de los avances de la ciencia y de la lógica.
Así, “realismo mágico” se convirtió en el nombre que la crítica eurocéntrica le otorgo a un movimiento que nunca quiso ni pudo comprender, un nombre signado por la contradicción, un simpático oxímoron, en el mejor de los casos, un chiste.
Pero la cuestión de fondo, que es muy otra, no aparece expresada en ninguna reseña académica sino en un texto indispensable que funciona como clave de lectura de todas estas obras. Se titula La soledad de América Latina y es el discurso con el que Gabriel García Márquez aceptó el Premio Nobel de Literatura en 1982.
En ese discurso, García Márquez destaca que allí donde el europeo ve misticismo, superstición y magia, el latinoamericano encuentra, simplemente, su realidad. Por eso el gesto de afirmación que expresa el mal llamado “realismo mágico” desafía la perspectiva y la racionalidad del colonizador, invierte el lugar de la falta y denuncia la violencia incluida en toda negación de reconocimiento: “No es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo [Europa], extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”.
Estas novelas expresan un conjunto de sentidos que no son ficcionales, sino que enmarcan nuestras desgracias en la misma medida en la que impulsan nuestro espíritu creador, dice García Márquez. En esa literatura que recoge conquistas, diluvios, saqueos, insurrecciones, pestes, cataclismos, matanzas y hambrunas, en la expresión de esa realidad desaforada que tuvo que pedirle muy poco a la imaginación para convertirse en estética, los latinoamericanos nos volvemos creíbles ante nosotros mismos. Y al hacerlo, confirmamos “la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte”.
HBO concluyò el rodaje de "Como agua para chocolate"
Justamente por eso, estos libros no son ni podrán ser una moda, pues en ellos se conjugan de un modo único e irreproducible la crónica de las tradiciones y realidades latinoamericanas con la universalidad delatragedia y de la comedia. Esta conjunción enseña cómo es la vida aquí, donde el estar viene antes que el ser.Vuelve comprensible nuestro provincianismo de selvas y estepas, de pobreza campesina y opulencia terrateniente, de Caribe y altiplano, de indios ladinos y criollos bastardos, de urbe y desierto.Y ofrece a cualquiera que quiera aprovecharla una pauta donde lo humano expresa una belleza singular.
El rol que estos textos desempeñan al interior de los procesos de configuración de una identidad latinoamericana no tiene nada de efímero, pues vienen a satisfacer una necesidad muy anterior, la urgencia del autoreconocimiento que el colonizado sólo consigue tras la emancipación de la tierra y de las armas, pero también de la lengua, de las artes y de las letras.
De allí que su revitalizada presencia en el ámbito de los consumos culturales masivos contenga la oportunidad de disputar el monopolio del imaginario que se construye en torno a lo latinoamericano a partir de la proliferación de las narco-series o de las codificaciones culturales estilo Disney-Pixar.
Es de esperar que, si estas grandes producciones audiovisuales logran un mínimo de fidelidad para con el espíritu de lo que están adaptando –más allá de todos los elementos que puedan haber suavizado, simplificado e incluso omitido–, las historias que allí se cuentan sigan sirviendo para que nos encontremos, para que podamos reconocernos en esas imágenes, en esas texturas y también en esos sufrimientos.
Si ese es el caso, por detrás del fenómeno comercial del streaming alcanzará a colarse el signo de esta América Latina que, a pesar de tanta opresión y sufrimiento, sabe y puede ser canción en el viento: un pueblo sin piernas, pero que camina.