El 24 de marzo se cumple un nuevo aniversario del Golpe de Estado cívico-militar que derrocó en 1976 al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón. La muerte de Juan D. Perón en 1974 aceleró la lucha armada por parte de extracciones políticas radicalizadas, e inició un tiempo de crisis socioeconómica signada por el plan de ajuste, anunciado en junio de 1975, por parte del entonces ministro de Economía Celestino Rodrigo. Faltaban pocos meses para convocar elecciones nacionales en las que la ciudadanía tenía la oportunidad de elegir legítimamente un nuevo gobierno. Sin embargo, la polarización y la funesta ruptura institucional definieron otro destino; el Proceso de Reorganización Nacional que instauró un tiempo de persecución ideológica, destrucción económica y social con profundos impactos hasta nuestros días.
Mucho se ha escrito con relación al Golpe; protagonistas de esa época nos recuerdan el caos y la desazón de una etapa marcada por la violencia, la desaparición de personas, las privaciones ilegitimas de la libertad, la apropiación de niños, los exilios forzados y la marginación de importantes colectivos.
A casi cincuenta años nos debemos una reflexión que contribuya a la consolidación de nuestra democracia, proceso que con sus avances y retrocesos seguimos construyendo.
Revistar el pasado nos permite comprender el presente y nos brinda herramientas para el futuro. Por ello, evocar el Golpe nos ofrece la oportunidad de reflexionar y reconocer signos para superar problemas actuales. El contexto presente nos da señales al analizar los datos de pobreza, exclusión y violencia. La realidad nos advierte cuando somos espectadores de debates sin objetivos ni reglas, que solo buscan ganar batallas personalistas y fútiles; cuando las instituciones de nuestra democracia proceden de manera indecorosa, perdiendo legitimidad y atractivo. Cuando en nuestro micromundo de relaciones personales no podemos soportar las disidencias. No se está vislumbrando el peligro de normalizar la imposibilidad de respetarnos, de escuchar, de aceptar y de discrepar. Pareciera que necesitamos construir un enemigo que nos defina en la confrontación, sin darnos cuenta que en esa fatídica lucha, lo que hay que combatir es el impulso por desacreditar las reglas que nos permitan vivir democráticamente. La preservación de la democracia no sólo implica el formal ejercicio de los andamiajes institucionales, sino también la construcción de consensos y puentes con las demás expresiones del sistema político y social.
La construcción de la comunidad solo es posible sobre la base del diálogo, que se enriquece con la memoria y con la esperanza de futuro.
Debemos honrar la independencia de poderes, promoviendo una Justicia independiente, imparcial que garantice el acceso a la justicia para todos; un Poder Legislativo que represente los intereses particulares de las provincias y la ciudadanía; consolidando un Estado capaz de dar respuesta efectiva a problemas concretos, garantizando derechos y oportunidades. Es fundamental robustecer el sistema de partidos políticos y propiciar la participación de organizaciones de la sociedad civil. Es clave que defendamos la libertad de expresión como garantía primordial de nuestra democracia.
Repensar el sistema educativo formal e informal, analizar el desarrollo y los usos de las aplicaciones, de las redes sociales, de la inteligencia artificial desde una perspectiva ética nos permitirá formar ciudadanos críticos y comprometidos. Enfrentamos el desafío de cautivar a las nuevas generaciones, para quienes la democracia es un hecho dado. Resulta fundamental transmitirles su valor y la importancia de su defensa cotidiana.
Cada 24 de marzo es una oportunidad para recordar que debemos defender la democracia como un logro colectivo superando mezquindades en pos de un proyecto nacional que nos una en nuestras divergencias.
*Decana de Ciencias Sociales, Educación y Comunicación de la Universidad del Salvador.