En menos de 45 días, el presidente Trump ha impuesto un giro dramático a la política exterior de los Estados Unidos que obliga a repensar las implicancias en el escenario internacional. Las críticas a la Unión Europea, los halagos al liderazgo de Vladimir Putin, la suspensión de la ayuda militar y de inteligencia a Ucrania, las diatribas contra los organismos multilaterales y la contundente designación de China como principal adversario estratégico constituyen un cambio fundamental con relación al gobierno demócrata de Joe Biden, pero también respecto a su primer período, 2017/20.
La intervención del vicepresidente J.D. Vance en la Conferencia de Seguridad de Munich referida a los “valores de libre expresión” en Europa tuvo el propósito de ahondar la brecha ideológica y resaltar la indiferencia por las posiciones de los líderes europeos. La reunión con Alice Weidel, líder de AfD, y el rechazo a un encuentro con el canciller Olaf Scholz, meneando su vanidoso estilo, sirvieron para marcar la falta de empatía y nula voluntad para buscar consensos.
El desembozado acercamiento a Vladimir Putin y los ataques a Volodimir Zelenski justificando al victimario y condenando a la víctima obligan a preguntarse cuáles son los objetivos reales. Muchos han tratado de encontrar argumentos para explicar las motivaciones de persignarse ante el opresor. Los politólogos Jeffrey Sachs y John Mearsheimer han encabezado la nómina explicando que las “grandes potencias” tienen el derecho de anexar parte o la totalidad de un país cuando evalúan la existencia de riesgo en sus fronteras por la proximidad de “enemigos”. Estas causales echan por tierra los avances de las últimas décadas sobre el respeto a la soberanía y la integridad territorial y “legalizan” el derecho a la agresión vigente hasta 1945.
El segundo argumento, y quizás el más importante, consiste en racionalizar el cambio. Donald Trump se habría transformado en un genial estratega y su intención sería quebrar la alianza de Rusia con China a la cual fue empujada por los errores de la OTAN. En esa línea, considera necesario salir al rescate de Rusia para convertirla en un aliado y concentrar sus esfuerzos en contener a China. Este análisis ingenuo de sumar uno más uno no toma en cuenta el largo proceso de coincidencias políticas entre Xi y Putin, dos autócratas, reflejadas en la declaración conjunta del 4 de febrero de 2022, solo días antes del inicio de la invasión a Ucrania. Las coincidencias se tradujeron en un importante apoyo de China para sostener la maquinaria de guerra rusa y la colaboración para facilitar la participación de Corea del Norte.
La estrategia de Trump es exaltada como una maniobra semejante al viaje de Nixon a China organizado por Henry Kissinger en 1972, que fue el comienzo de su apertura, en el contexto de las consecuencias nefastas de la Revolución Cultural y enfrentamientos militares con la Unión Soviética. Mientras Nixon buscó la colaboración para encontrar una salida “decorosa” al embrollo de la guerra en Vietnam, China se comprometió a abandonar su política de “revolución permanente”. Después de la muerte de Mao, China se convirtió en aliado de Estados Unidos y colaboró en la derrota del comunismo en Asia. Trump sería en esta explicación el nuevo Kissinger; incluso podría ser un candidato al Premio Nobel, como lo fuera el secretario de Estado en 1973 a pesar de su complicidad con la prolongación de la Guerra de Vietnam y los brutales bombardeos a Camboya durante cinco años.
Las iniciativas de Donald Trump muestran su decisión de disociarse del mundo para concentrarse en su proyecto MAGA. Los objetivos son la reindustrialización y recuperar el liderazgo tecnológico para enfrentar los desafíos desde una posición dominante. Todo indica que ha comenzado una etapa de incertidumbre donde no habrá lugar para los consensos.
*Diplomático.