No soy católico, ni nada, y no sé incluso si era una exageración decirle “Papa peronista” a Francisco. Igual, estaba bien “Papa peronista”; dos palabras unidas en un bloque inédito del que la historia, tal vez complotada con el guión de Dios, no merecía privarse.
Los que nos educamos para preguntar “qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma”, o, también con Violeta Parra, les cantábamos a los estudiantes que rugían como los vientos cuando les metían al oido “sotanas y regimientos”, fuimos víctimas de un maremágnum mental con la llegada de Jorge Bergoglio a la cumbre del Vaticano.
Estábamos en una redacción cuando un compañero creyó escuchar el apellido Bergoglio en el anuncio en latín del cura del que habíamos aprendido la expresión “habemus papam”, esa que después adaptábamos para cualquier cosa (“Habemus DT, “Habemus cloacas”, etc.). Pero así como mi abuela me dijo una vez que el Peso se iba a llamar Austral, en este caso también era verdad. Lo que no se había dado con el cardenal Eduardo Pironio, aquel “pastor con olor a oveja” amenazado por la Triple A, quien, dicen, estuvo cerca de llegar cuando eligieron a los Juan Pablo, ahora había pasado: por fin teníamos un papa argentino.
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Hoy evocamos desde adentro el desconcierto progre al ver avanzar al flamante Papa caminando con la cruz en el pecho para tomar posesión del balcón que unos segundos antes la toma mostraba vacío. Todo era totalmente cierto. Pronto apareció un habilidoso sin ayuda de la IA que le agregó al balcón una parrilla, para inaugurar el período del meme papal. Ahí relajamos un poco. Como mínimo iba a ser entretenido.
Después, para qué pasar a los detalles, el mundo encaró otros de los ciclos en los que va para un lado denso. Pero el Papa siempre quedaba más de este lado. Mucho, poco, o apenas. “Pero es el Papa, viejo”: siempre es un montón. Un montón como los 855 días en que tuvimos Papa argentino y Argentina campeón del mundo.
El Papa murió y le alcanzaba con la cuestión administrativa o institucional para tener garantizado el Cielo. Hay mucho más, obviamente. Sobre el tema del Cielo, nadie tiene tan claro cómo es eso de allá arriba. Si la gente está toda amontonada en el tiempo, si está agrupada por los países de origen, o toda junta. Si los muertos quedan cerca unos de otros. Ya se estarán preparando nuevos memes con rápidos encuentros con Perón, con Evita, con Maradona, o alguno de sus ídolos de San Lorenzo, que lo estaban esperando con la pava caliente o el asado listo, en una mesa flotante y con la sonrisa de las personas que están pagas.
Lo malo de este viaje de Francisco es la parte que nos toca. Tanto a quienes creen como a los incrédulos que, al decir del filósofo Pedro Saborido, gastamos una vida que no tiene ninguna recompensa posterior porque pensamos que no vamos a ningún lado, solo a la nada. Hace un tiempo Alejandro Dolina dijo que piensa algo parecido, pero que está a favor de la idea opuesta. Ojalá, dijo, yo aparezca en algún lado y se presente a alguien que me diga: “¿Viste? Estabas equivocado”:
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Lo malo, a eso íbamos, es que con Francisco, o el Jorge Bergoglio que siguió siendo (quién sabe cómo es que se anota en los certificados) se lleva un backup al que la escala de su figura le garantizaba una fuerte supervivencia simbólica y tal vez (todo es tal vez) material. Él mismo era esa copia de seguridad.
Todo eso que tiene que ver con la sensibilidad, con pensar y preocuparse por el sufrimiento o los sentimientos de los otros, mínimamente lo que el marketing lingüístico, para lavarlo o en el mejor de los casos para sintetizarlo, nombró como “empatía”. También con esas palabras tipo “misericordia” que a los incrédulos nos sonaban un poco exóticas pero terminamos por comprender.
Este Papa con sonrisa de viejito dibujado por Quino, pretendió, además, que algo cambiara. Que algo cambie, para ponerlo en un tiempo de verbo que lo trascienda. Por eso en uno de los últimos mensajes en la Semana Santa mandó a los curas del mundo a “tomar posición”. Ellos y los demás, acá seguimos. Saludos a los que estén por allá, Jorge.
LT CP