OPINIóN
¿Neogorilismo?

Eduardo Lonardi: ni vencedores ni vencidos

El año próximo se cumplirán 70 años de la Revolución Libertadora que partió al país en dos y que dejó en el olvido a uno de los partícipes del golpe antiperonista. Sin embargo, para el autor, la frase del título sintetiza “la filosofía de vida” del general que fue acusado de colaboracionista del gobierno que destituía.

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General Eduardo Lonardi. | Facebook San Andres Medios

En un momento del calendario en el que los argentinos comenzamos a mirar el año próximo, resulta oportuno recordar que en 2025 se cumplirán setenta años de la Revolución Libertadora. Fue un hecho dramático que partió el país en dos, o si se prefiere, puso en blanco y negro a una sociedad partida al medio. 

Un episodio  interno de esta saga que a  la hora de profundizar en su sentido pasa un tanto desapercibido a pesar de su importancia, está representado por el golpe palaciego que desalojó del vértice del poder nada menos que al mismo jefe revolucionario, una figura opacada por el olvido de la indiferencia: el general Eduardo Lonardi.

Dicho momento puede considerarse un punto de inflexión en la historia argentina, por cuanto significó un giro copernicano en la manera de ver, comprender e interpretar la realidad nacional por parte del movimiento triunfante, cuyas ulterioridades llegan hasta nuestros días. 

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Ante la vista de un futuro aniversario de ese acontecimiento, algunas reflexiones sobre el episodio,  su contexto y sus consecuencias pueden ser útiles, a la luz de un inédito proceso histórico como el que vivimos,  para ayudar a construir una convivencia hasta hoy bastante esquiva entre los argentinos.

Los militares se habían puesto de acuerdo en el objetivo de derribar a Perón, pero no tenían un proyecto político consensuado y definido, por lo que éste se fue delineando al acallarse el fragor de la batalla y crecer la dinámica de las ideas con la participación de los civiles, conforme a los distintos enfoques ideológicos de la coalición rebelde. Esto no significa que los miembros de las tres fuerzas carecieran de convicciones propias en materias políticas, y la prueba es que las hicieron sentir.

Quizás lo más significativo de la figura de Lonardi, tal como ha quedado plasmada en los anales de la memoria colectiva y por la cual ella ha pasado a la posteridad, sea la consigna que sintetiza en cierta forma una filosofía de vida y que en su severa concisión representa un espíritu capaz de informar todo un programa político: “Ni vencedores ni vencidos”.

Lonardi, génesis de un apotegma

Aunque no se conoce con precisión el momento exacto en que sería concebido, se puede decir que éste fue acuñado en el mismo momento del triunfo, cuando se diseñaron los primeros pasos del nuevo gobierno. No hay una unanimidad en el reconocimiento de su génesis, por lo que hasta hoy conviven una diversidad de opiniones respecto de ese punto inicial. 

Según una de ellas, la consigna no fue producto de un consenso, sino que el general vencedor la habría asumido como propia al confeccionar su discurso de asunción del mando, en el avión que lo trasladó de Córdoba a Buenos Aires para ser ungido Presidente de los argentinos. Sin embargo, lo más probable es que Lonardi la recogiera de un ambiente que informaba, al menos en una proporción considerable, al pueblo en su conjunto, incluyendo en ese sentir las filas de los opositores al régimen e incluso de los rebeldes.

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En la redacción de este documento intervinieron el mayor Juan Francisco Guevara, quien fue su mano derecha en el combate, seguramente lo hizo Clemente Villada Achával, y también puede asignarse una participación en su autoría -como recoge Héctor Hernández- a Oscar Sacheri, un general auditor y padre del filósofo tomista que es considerado uno de los más lúcidos mentores intelectuales de la derecha católica, de cuyo asesinato acaba de cumplirse los cincuenta años.

Isidoro Ruiz Moreno le asigna a este letrado un rol principalísimo en la factura del acta donde se hizo un implícito reconocimiento del fin de la lucha armada, se declaró a Perón depuesto y se dispuso la creación y el traspaso del poder a una junta militar representativa de los revolucionarios.

Ciertamente,  el  nuevo paradigma no era algo completamente original del momento. Otro general, Emilio Forcher, igualmente firmante del acta revolucionaria, se auto atribuye la paternidad del sintagma, toda vez que lo propuso al recordar la leyenda que el monumento de su paisano Urquiza ostenta en Paraná (Entre Ríos). El magnífico grupo escultórico que lo glorifica fue comenzado por Agustín Querol y terminado por Mariano Benllure y ostenta una placa de bronce al pie de la efigie de la patria que recuerda la célebre frase. 

Urquiza era considerado por una parte sustancial de los alzados como el inspirador del movimiento antiperonista, autoidentificado como la línea Mayo-Caseros, que señalaba una dirección de continuidad con la ideología de corte republicano que en 1810 se opuso al dominio español  y en 1852 a la tiranía (al menos así calificada por sus adversarios) rosista.

Es una voz común que el lema había sido utilizado por el militar unitario en la decisiva batalla de Caseros después de su triunfo sobre el ejército federal, que también dio comienzo a un nuevo período de la historia argentina. Sin embargo, Omar López Mato ha puesto de relieve que antes de dicho combate fue aplicado en las luchas del general entrerriano contra Oribe en el Uruguay. Por lo demás, en Caseros hubo una violencia sobre los vencidos que desmiente dicha creencia. Es la eterna tensión entre las palabras y los hechos.

Ni vencedores ni vencidos

¿Qué significa ni vencedores ni vencidos? El enunciado del lema no necesita mayores explicaciones. Al finalizar una contienda armada, casi siempre  hay vencedores y hay vencidos, desde luego que los hay. No es un dato que se verifique siempre en la realidad, porque en toda lucha puede producirse una paridad, pero la mayor parte de las veces hay alguien que gana y alguien que pierde. Esto es algo que sucedió en la Revolución Libertadora y constituye un hecho irrefutable e imposible de desconocer. 

Lonardi presentó desde su primer discurso ante las multitudes enfervorizadas por el triunfo, una actitud claramente conciliadora. Era evidente  que el peronismo había  sido expulsado del poder, pero no lo era en absoluto cuál debía ser su futuro rol en la vida institucional"

El sentido de la interpretación del sintagma corresponde más bien al espíritu con que el vencedor pueda o quiera actuar sobre la parte perdedora. En ese momento se evidencia la categoría de una persona o de un colectivo social. Hay dos actitudes que se recogen en sus secuelas: un oscuro sentido de venganza o revancha por una parte, o un corazón magnánimo por la otra que puede tener distintas formas de resolver ese triunfo. Cualquiera sea la opción, las consecuencias serán inexorables.

Lonardi presentó desde su primer discurso ante las multitudes enfervorizadas por el triunfo, una actitud claramente conciliadora. Era evidente que el peronismo había sido expulsado del poder, pero no lo era en absoluto cuál debía ser su futuro rol en la vida institucional. La discusión entre los ganadores era si él podía convivir en el juego normal de la vida democrática o si, por el contrario, debía ser excluido de ella.

El jefe victorioso no participaba de la idea de los sectores denominados gorilas en el sentido de que el triunfo de la Revolución Libertadora debería significar necesariamente la desaparición del peronismo.

Descreía que borrarlo de la faz de la tierra fuera lo mejor para el país, como si constituyera un mal absoluto, y menos que sus seguidores fueran declarados fuera de la ley y perseguidos hasta acabar con su identidad civil y política, incluso in extremis hasta con sus mismas vidas.

Así había acontecido diez años atrás, al terminar la segunda gran guerra, con la desnazificación ocurrida en varios países europeos que erradicaron de una manera contundente y violenta al fascismo y el nacionalsocialismo. El peronismo fue de tal suerte asimilado a un totalitarismo o a un veneno inyectado en el cuerpo político de la nación, que como todo tóxico debía ser eliminado sin miramientos para salvar el pellejo, en este caso de la democracia. 

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No podía admitirse a participar y disfrutar de la fiesta de la convivencia a quien negaba sus reglas, puesto que ello importaría una verdadera contradicción. La invocación de la razón de Estado justificó las más variadas tropelías e injusticias.

Inspirado en este pensamiento sobrevino el triunfo de la línea Mayo-Caseros, que se adueñó del poder invocando que Lonardi era demasiado condescendiente con los vencidos y ocultaba un proyecto fascistizante restaurador del peronismo. Este fue el dato que legitimaría su defenestración. De este modo se inauguró en nuestro país un periodo que parecía inspirarse en la épuration legále, el proceso desatado en Francia de persecución política a los colaboracionistas.

Este proceso de depuración siguió en ese pueblo tan amante de la libertad al que se produjo en los momentos iniciales, cuando aun bajo la ocupación aliada, aconteció  la llamada épuration sauvage (purga salvaje) que se caracterizó por humillaciones públicas y hasta ejecuciones sin ningún sustento jurídico, configurando situaciones de una profunda irracionalidad.

En la Argentina se produjo un itinerario similar.  Es cierto que la desperonización no llegó a alcanzar esos niveles, pero su violencia no estuvo lejos de ellos, cuando el odio desatado contra la dictadura peronista motivó que cualquier simpatizante de ella sufriera en el mejor de los casos de una capitis deminutio como ciudadano. Hasta palabras como “Perón” o “Justicialismo” fueron legalmente prohibidas y no se las podía escribir o pronunciar. Este revanchismo significó en ocasiones un boomerang corregido y aumentado de los excesos peronistas.

En los últimos años ha ido creciendo de una manera un tanto inadvertida el florecimiento de un nuevo antiperonismo o un odio al peronismo en alguna sus diversas formas"

Algunos errores menores que fueron producto de ese momento han pervivido hasta hoy, como el de que Lonardi sustentaba una ideología nacionalista  y de que había sido víctima de un cáncer. Otros más importantes como el de los comportamientos corruptos, han  trazado una huella de regresiones  claramente negativas cuyas consecuencias hoy todavía estamos viviendo.

Pero  ninguno de ellos ha sido tan perverso para la construcción de la Argentina como el de considerar al otro un enemigo del bien de la nación por identificarse con una forma distinta de pensar la patria. La consecuencia ha sido una secuela de marchas y contramarchas que lo único que han logrado ha sido imponer una traba permanente para el progreso genuino de la sociedad.

No es en sentido estricto un neogorilismo el que actualmente nos aqueja, aunque reúne algunos de sus caracteres. En los últimos años ha ido creciendo de una manera un tanto inadvertida el florecimiento de un nuevo antiperonismo o un odio al peronismo en alguna sus diversas formas. De otra parte, el propio peronismo ha visto renacer también antiguas intolerancias. Parece que en setenta años no es mucho lo que hemos aprendido.

Es el destino tramposo que nos aprisiona: creer que es posible construir sobre la destrucción del otro. El legítimo rechazo a sus corrupciones no autoriza a tirar al niño con el agua sucia de la bañadera. Hay un camino por delante que exige paciencia y perseverancia por parte de unos y otros, y que surge de la consideración de una común identidad argentina.

*Director académico del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes) y profesor emérito de la Universidad Austral