La tragedia ocurrida en Bahía Blanca con las recientes inundaciones dejó imágenes devastadoras que no pueden ser ignoradas. En un solo día, la ciudad registró cerca de 300 milímetros de lluvia, un récord histórico para marzo en la región, que se asemeja a los desastres ocurridos en La Plata (2013) y Santa Fe (2003). Las consecuencias fueron trágicas: pérdidas humanas, destrozos materiales, miles de evacuados, y, sobre todo, una profunda sensación de desprotección en la población.
Los fenómenos naturales, como las lluvias y tormentas, son inevitables. Sin embargo, el conocimiento actual sobre los riesgos, combinado con el acceso a tecnologías de alerta temprana, permite que se tomen acciones preventivas, como informar oportunamente a la población, activar evacuaciones ordenadas y, en definitiva, generar la confianza necesaria para que los ciudadanos perciban que están siendo cuidados por las autoridades competentes.
Como en situaciones similares, este desastre ha puesto al descubierto las vulnerabilidades estructurales que enfrenta la ciudad, especialmente en lo que respecta al planeamiento urbano y la falta de infraestructuras adecuadas para mitigar los efectos de este tipo de fenómenos.
En cuanto a la respuesta inmediata, la ciudad implementó centros de evacuación, distribuyó alimentos, agua potable y otros elementos de primera necesidad. Organismos de rescate y asistencia estuvieron presentes en el terreno. La comunidad en su conjunto, una vez más, demostró su solidaridad con los más afectados, organizándose de forma espontánea para ofrecer ayuda a quienes lo necesitaban.
Pero, ¿qué sucede cuando se apagan las cámaras de los medios y el evento deja de ser noticia? ¿Qué pasa cuando pasa la urgencia y las personas se enfrentan a la magnitud de sus pérdidas, sin el foco mediático que antes mantenía la atención sobre la tragedia?
Después de las primeras horas de la emergencia, los damnificados se enfrentan a la realidad de la reconstrucción, tanto material como emocional. El impacto psicológico de la pérdida se extiende mucho más allá de los días iniciales y su significado es profundamente personal. Cada afectado vive el duelo de manera única, y las secuelas emocionales pueden ser diversas. Dificultades para concentrarse, problemas para dormir, aislamiento, irritabilidad, desgano, tristeza, alteraciones en las relaciones interpersonales son sólo algunas de las reacciones comunes ante un evento de tal magnitud. Si bien estas respuestas no deben considerarse inicialmente patológicas, requieren atención y cuidado, y deben ser abordadas en conjunto con otras formas de asistencia.
Es esencial que el apoyo emocional esté disponible para todos los damnificados, con el objetivo de permitirles retomar el control de sus emociones y, en la medida de lo posible, participar activamente en su proceso de recuperación.
El acompañamiento en salud mental, si bien debe adaptarse a las necesidades individuales, tiene como principal objetivo restaurar los mecanismos de adaptación de cada persona, fortalecer sus capacidades para resolver problemas, y fomentar la recuperación de recursos internos que les permitan reorganizar sus vidas. Además, la reintegración a las redes de apoyo y sostén comunitario es un pilar fundamental en el proceso de recuperación.
La ayuda debe ser sostenida y constante. De esta forma se generarán las condiciones necesarias para que los afectados puedan recuperar la confianza, restaurar su bienestar y, a su vez, contribuir al fortalecimiento de una comunidad que, aunque golpeada, puede renacer gracias a la participación activa y solidaria de todos sus miembros.
*Directora de la Diplomatura en Factores Humanos en Emergencias y Desastres, Facultad de Psicología y Psicopedagogía de la Universidad Católica Argentina (UCA).