OPINIóN
20 años después

Del descreimiento a la arrogancia

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2001. Mostró el hartazgo social no compatible con la democracia. | cedoc

El descreimiento hacia la política y sus protagonistas era moneda corriente allá por 2001. Por entonces comenzábamos a ver las consecuencias devastadoras del modelo neoliberal implantado por Menem en los 90. Aquel estallido de 2001, mostró el hartazgo social con los efectos de políticas empobrecedoras no compatibles con la vida democrática. Veinte años después surge la pregunta inevitable por la dinámica que asumirá el actual retroceso social plasmado en el veloz recrudecimiento de todos los indicadores sociales, económicos y culturales. Mientras que, por otra parte, las empresas unicornios con amplios subsidios del Estado, reportan ganancias siderales.

En un discurso reciente, Joan Subirats, de la Universidad Autónoma de Barcelona, resalta como un grave problema para las actuales democracias, el reto que impone la desigualdad extrema y la concentración de la riqueza. Democracia no supone solamente la elección de representantes, implica ciertos niveles de equidad (Demos: igualdad) en la cobertura de necesidades básicas. Dice Subirats: “Esa sensación de que la democracia no cumple las promesas puede llevar a pensar que es mejor otro tipo de sistema, independientemente de que no se haya probado (…). La falta de proyectos y expectativas hacen que la gente tenga dudas respecto de si esto va a funcionar”.

De aquellas proclamas por: “que se vayan todos” a la actual ausencia de horizontes, hay fallas de la política pública, pero también transformaciones sociales y tecnológicas que han llevado a recortar espacios de interacción clave para hacer uso de las instituciones, ocupar los espacios públicos y reconocernos como parte de un proyecto común.

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Los países centrales han logrado acuerdos básicos entre diferentes partes interesadas del sistema político para caminar hacia una misma dirección en algunas agendas estratégicas. Así es como hace tiempo no se discute la inversión en educación, ciencia y tecnología, salud y ambiente.

Hoy la Argentina carece de ese ímpetu de búsqueda que alguna vez se alzó para mejorar el bienestar general, y no solo de unos pocos. La ciudadanía adormecida reza que “Dios ayude” o que “las fuerzas del cielo” la coloque en un lugar más feliz. A diferencia del 2001, hoy, la política resulta una cuestión de fe que avanza sobre las lógicas de acción social. Asimismo, el avance de las fake news, el capitalismo de trolls, la arrogancia personal por la “verdad” y la democracia de redes vulnera la calidad de los intercambios, que son piedra angular de cualquier fortalecimiento de la sociedad civil.

El sector publicó marcó el pulso del crecimiento y la sociedad se acomodó hasta que la experiencia liberal monetizó sus expectativas. Este tipo de participación reducida solo al momento electoral pareciera marcar algunos limites en términos de integración social.

En el componente más emocional que racional que caracterizó a las últimas elecciones presidenciales está implicada la legitimidad de origen. Aunque, a diez meses de gestión, no encuentra razones de peso para justificar dicha votación.

La buena noticia es que la política no es una cuestión de fe ni viene dada. Es el resultado de un proceso social donde los individuos jerarquizan tiempo donde construir con otros para modificar el estado de cosas. Del alcance, profundidad y grado de aceptación mutua que, acordemos al interior de la Nación como gran organizador social, dependerá el destino de las generaciones futuras. Hasta ahora, la historia de la humanidad da cuenta que, ningún cambio profundo logró hacerse solo orando desde los escritorios.

*Politóloga.