A comienzos de este año se conocieron los primeros datos de una encuesta solicitada por la Suprema Corte de Mendoza. Sus resultados fueron estrepitosos: el 58,9% consideró que el desempeño judicial es pésimo y el 33% que es regular. La cruda matemática nos indica que nueve de cada diez personas consultadas no cuentan con una mirada favorable respecto del trabajo en los tribunales. Además se menciona el problema de la inseguridad ciudadana como el más predominante, siendo considerado un tema que la propia esfera judicial aún no atendió debidamente. Si bien se trata de un relevamiento que no es representativo, por lo que sería arriesgado afirmar que aquello que refleja la citada encuesta es plenamente cierto, vuelve a encender las alarmas sobre la percepción que tiene la ciudadanía acerca del rol que ejercen los tribunales.
El fenómeno que acabamos de mencionar podría recrudecer a partir de la reciente designación, vía decreto, de Ariel Lijo y Manuel García Mansilla a la Corte Suprema de Justicia, con el agravante de que en estos nombramientos también está implicado el Poder Ejecutivo.
En la conclusión del libro ¿Qué es la filosofía?, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirmaron lo siguiente: Sólo pedimos un poco de orden para protegernos del caos. No hay cosa que resulte más dolorosa, más angustiante, que un pensamiento que se escapa de sí mismo . Incesantemente extraviamos nuestras ideas. Por este motivo nos empeñamos tanto en agarrarnos a opiniones establecidas ¿El título de la conclusión en cuestión? Del caos al cerebro. Allí asoman tres conceptos interesantes para evaluar los resultados de la encuesta aludida y las secuelas del decreto sancionado: orden, caos y opiniones establecidas. Y los consideramos relevantes porque, aun existiendo posturas enfrentadas al respecto, son los tribunales aquellos que tienen la tarea de conjurar el caos y ser garantes del orden social afianzando, como consecuencia, las opiniones establecidas.
Lo dicho supone que frente a diferentes conflictos sociales, en particular si se trata de controversias de difícil resolución, nuestras sociedades estiman necesaria la presencia de personas preparadas, profesionales del derecho, que se encarguen de resolverlos. El camino iría aquí del caos al orden, y de las opiniones establecidas al tribunal. O con otras palabras, confiar que en el marco de criterios reglamentados, los integrantes de la administración de Justicia logren un desenlace que, al menos en parte, no genere más daño que el que debería remediar. Incluso admitiendo que parece incrementarse un descrédito por parte de la ciudadanía, incluso tolerándosele por momentos rutinas interminables y laberintos burocráticos tortuosos, el Poder Judicial tiene asignado el rol de traducir demandas colectivas en respuestas institucionales con efectos jurídicos legítimos.
Así las cosas, de profundizarse ese descrédito del que hablamos, incluyendo las designaciones por decreto de miembros del Máximo Tribunal del país, o si se propagaran irreflexivamente las rutinas y los laberintos tolerados, estaríamos frente al riesgo de ingresar en un proceso de mayor volatilidad con derivaciones imprevisibles. Si este fuera el escenario, nos dirigiríamos desde los tribunales hacia el caos, es decir, serían los mismos actores judiciales quienes en lugar de producir soluciones, generarían desconcierto. Por lo tanto resulta prudente señalar, sin ánimo catastrofista, que ese riesgo siempre latente puede convertirse en realidad.
*Investigador del Conicet / UNLP / Instituto de Cultura Jurídica.