Hace 2500 años el filósofo griego Sócrates decía que el diálogo era el camino para la búsqueda de la verdad. En cambio, la moderna democracia ha legitimado como instrumento del proceso democrático al “debate”, que el Diccionario de la RAE define como “contienda, lucha, combate”. Luego de un combate, unos ganan y los otros pierden. En el ámbito legislativo, ni siquiera hay la posibilidad de un empate, como vimos en la memorable sesión de la 125, y esta misma semana en el Senado de la Nación. Sin embargo, la Constitución Argentina no menciona la palabra “debate”, y en el artículo 22 afirma que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes…”. En todo caso, habla de la “discusión” de las leyes en el Congreso, o sea que lo que se espera de los representantes del pueblo no es que luchen para ver quién gana la pelea, sino que “deliberen”, y la deliberación es el método de la ética, que requiere del diálogo para “considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla”. Luego de un debate, sin diálogo ni deliberación, ni los votos ni el enfrentamiento discursivo de los contendientes definen quién tiene la razón, sino solamente quién ganó el combate.
Frente a los actuales debates electorales, no cabe duda que la sociedad, y en particular los medios, esperan un combate, una lucha, una pelea entre los candidatos, y si se permitiera, el estudio de televisión sería lo más parecido a las “hinchadas” de las canchas deportivas. Todo el país se está preparando para ver los “combates” de fondo, por lo que el debate se ajusta cada vez más a la idea de una “lucha”, de una pelea, que a una instancia de información, de conocimiento, de discusión de ideas para observar quién tiene mejores propuestas y está mejor preparado para gobernar los próximos años. El concepto de “debate” como contienda, aunque sea sólo verbal, está asociado a la posibilidad de violencia, que bien sabemos que puede comenzar con palabras y terminar con hechos. Hace algo más de un año estuvimos muy cerca de un magnicidio, cuyas consecuencias solo la providencia pudo evitar. Pero el hecho no fue casual, fue alimentado por una sostenida prédica política y mediática de odio que sólo habíamos visto hace 70 años expresada con aquella famosa frase de “viva el cáncer”, precisamente ambas asociadas con la violencia de género. La llamada “grieta” política ha ido generando en los últimos años violentas manifestaciones públicas, mediáticas y hasta familiares, que han afectado gravemente la convivencia social de los argentinos.
Dos debates que cambiarán nuestras vidas
Pero no se puede terminar con la grieta mientras el objetivo de un grupo político es terminar con el otro, políticamente o incluso físicamente como ocurrió tantas veces en nuestras guerras civiles. Fue necesario un gran acuerdo nacional que quedó plasmado en la Constitución Nacional, para que ambos bandos aceptaran algunas reglas de juego básicas de la vida política que permitiera finalmente la convivencia pacífica. Cuando la lucha política se canalizó electoralmente, el país tuvo un largo período de desarrollo, aunque no de justicia social y a costa del genocidio indígena. Y cuando por fin el pueblo pudo expresarse libremente y triunfaron gobiernos populares, las élites desplazadas del poder encontraron el camino de la ruptura constitucional para volver por la fuerza al gobierno sin dudar en utilizar la violencia que llevó a las masacres del '55 y del '76.
Lo que nadie parece advertir es que la razón de la grieta surge de la misma esencia del paradigma vigente de la democracia representativa, que reproduce en la política el modelo económico de mercado, basado en la competencia en lugar de la cooperación, en la confrontación y la lucha por el poder, en la representación únicamente política ignorando la participación social. El politólogo polaco Adam Przeworski, en su libro “Las crisis de las democracias” (siglo XXI, 2022) afirma que “las instituciones representativas tradicionales están pasando por una crisis en muchos países del mundo”, y lo atribuye en general a la persistencia de las desigualdades que hace que los ciudadanos aprendieron que “votan, los gobiernos cambian y sus vidas siguen siendo las mismas”. Estas crisis han dado lugar a grandes movilizaciones populares, y a veces algunos buscan atajos violentos para hacer valer sus derechos. Przeworski demuestra que la grieta política es común a los países con democracias mayoritarias, donde “la polarización política, que tiene raíces profundas en las divisiones económicas, sociales y culturales, vuelve a las derrotas electorales difíciles de aceptar e induce a los perdedores a orientar sus acciones fuera del marco de las instituciones representativas”. Pone el ejemplo de los EEUU, y en cambio destaca que tanto en Argentina como en Brasil las últimas crisis políticas se resolvieron en el marco de las instituciones democráticas.
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La defensa de la República, la democracia y la paz social no es solo tarea del gobierno de turno. En 1983, el país decidió elegir un líder político como Raúl Alfonsín, que frente a una crisis impredecible no dudó en jugar fuerte en defender el logro alcanzado, ni tampoco en juzgar a los responsables de la dictadura. Pero ello no hubiera sido posible de no contar con una oposición responsable encabezada por Antonio Cafiero, que tampoco dudó en ponerse a su lado para defender la democracia, sin especular con el costo político que esto podía significarle en su próxima competencia electoral. Esta actitud de grandeza y al mismo tiempo de respeto a la institucionalidad democrática en momentos de grave riesgo para la República, los proyecta a ambos hasta hoy como los mayores exponentes de la recuperación democrática.
A 40 años de la refundación democrática, es indispensable recuperar el diálogo entre las diferentes fuerzas políticas, reemplazando el debate por la deliberación, la confrontación por la concertación, la competencia por la convivencia, y el odio por la empatía. En la Encíclica “Fratelli Tutti”, el Papa Francisco propone rehabilitar la política, definiéndola como “una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común», pero advierte que “la falta de diálogo implica que ninguno de los distintos sectores, está preocupado por el bien común, sino por la adquisición de los beneficios que otorga el poder, o en el mejor de los casos, por imponer su forma de pensar”. Francisco convoca a la dirigencia política a recuperar la “cultura del encuentro”, señalando que para encontrarnos y ayudarnos mutuamente necesitamos dialogar, con el fin de realizar un nuevo pacto político democrático como el del 83, para que nunca más vuelva la violencia política en la Argentina. Es obvio que frente a la competencia electoral no puede esperarse otra cosa que una confrontación entre los candidatos, pero si esperamos que el debate nos ayude a decidir quién es el mejor para gobernar el país los próximos cuatro años, no veamos solo quién defiende mejor o coincide con nuestras ideas, sino aquel que demuestra la mayor capacidad de dialogar para unir a los argentinos detrás de un proyecto común.
*Médico sanitarista. Profesor universitario (UNLP, UNICEN).