Desde los albores de los mitos, las religiones y la filosofía, hay una constante: la idea de que el conocimiento —el verdadero, el transformador— no es simplemente descubierto, sino cedido. Entregado por dioses, espíritus o fuerzas superiores a unos pocos elegidos.
El hermetismo recoge ese linaje antiguo, afirmando que ciertas verdades sobre el universo y el alma fueron reveladas a Hermes Trimegisto, quien las transmitió como un mapa secreto para aquellos dispuestos a buscar.
Enseñar, divulgar, compartir una idea, una verdad o un hallazgo debería ser una celebración. Pero en muchas sociedades, cada vez más, parece un acto temerario. El conocimiento no siempre salva. A veces, molesta. O peor aún: lastima. No porque sea violento, sino porque muestra lo que otros no quieren ver.
Vivimos tiempos donde todo es motivo de ofensa. Donde decir lo que se sabe puede volverse una amenaza. El que habla mucho, enseña algo, y en ese acto puede sin querer encender fuegos. Porque saber es poder, sí, pero también es espejo, y no todo el mundo quiere mirarse.
"La verdad está fuertemente cuestionada por el fenómeno de la posverdad" (Nelson Castro)
Los educadores lo saben. Los artistas, también. Los científicos, ni hablar. Basta un comentario, una frase bien dicha pero mal recibida, para que el que sabe pase de ser fuente a enemigo. Como si portar conocimiento fuera portar un arma. Y tal vez lo sea: una que dispara conciencia.
El dilema es aún más profundo. Porque a veces, aunque te lo pidan, aunque alguien se acerque a aprender, el momento en que esa persona descubre lo que significa verdaderamente ese conocimiento, también puede volverse tu enemigo. No porque hayas mentido. Justamente porque dijiste la verdad.
Entonces, ¿hay que callar? ¿Hay que adornar el conocimiento, ponerle moño, suavizarlo para que no duela? ¿O hay que decir las cosas como son, con la firmeza que exige el futuro?
Hay una ética ahí, una pregunta viva: ¿es legítimo compartir algo que puede herir, aunque sea verdad? ¿O el silencio es más responsable?
La respuesta es incómoda, como todo este asunto. Pero quizás el conocimiento no deba callarse, sino compartirse con amor. No con tibieza, sino con compasión. Decir las cosas como son, sí, pero sabiendo que no todos están listos para escuchar. Y aun así, decirlas.
Porque la ignorancia puede ser cómoda, pero también es cárcel. Y el conocimiento, aunque a veces duele, es el único camino hacia cualquier libertad que valga la pena.
Quienes más necesitan el conocimiento a menudo son quienes más lo rechazan"
El dilema de cuándo enseñar no es nuevo. Sócrates ya lo sabía: preguntaba más de lo que respondía. No porque no supiera, sino porque entendía que el conocimiento impuesto es vacío. El saber, para que sea real, debe ser deseado. Y para que sea útil, debe ser comprendido. En las aulas, en la calle, en los vínculos, en la política: no basta con tener razón. Hay que tener sincronía.
Es ahí donde el docente, el pensador, el artista, el investigador se vuelven no solo transmisores, sino también antenas. Saben que hay oídos que escuchan y otros que aún no pueden. No es superioridad, es sensibilidad. Porque forzar el saber sobre alguien es tan violento como negárselo. Y hay momentos en que el silencio enseña más que mil palabras.
La contradicción es real y humana: quienes más necesitan el conocimiento a menudo son quienes más lo rechazan. No por ignorancia, sino por miedo. Miedo a lo que puede cambiar si entienden. Miedo a tener que actuar una vez que saben. Por eso, en ocasiones, la persona que transmite conocimiento es vista como peligrosa. Porque enciende luces en habitaciones que otros preferían oscuras.
Enseñar es entonces un acto de valentía, pero también de humildad. No siempre el que enseña es escuchado. Y no siempre el que escucha está dispuesto a cambiar. Pero aun así, vale la pena. Porque incluso una palabra sembrada a destiempo puede florecer años después, cuando la tierra esté lista.
Al igual que Prometeo, quien fue castigado por robar el fuego de los dioses para dárselo a los humanos, nosotros también nos encontramos con el precio de nuestras ambiciones. Al intentar encender las sombras, desafiar las normas o simplemente aspirar a algo más, nos topamos con obstáculos invisibles, esos que llegan cuando menos lo esperamos y que, aunque no siempre sean evidentes, pesan con el mismo peso de una condena.
El conocimiento no se impone ni se retiene: se ofrece cuando el otro está listo para recibirlo. Saber cuándo hablar y cuándo callar es, en sí, otro tipo de sabiduría. Como decía el proverbio, el maestro aparece cuando el alumno está preparado, pero también el maestro debe estar atento, sensible al momento, capaz de percibir no solo la necesidad, sino la apertura del otro. Porque enseñar sin escucha es ruido. Y callar por miedo es traición. El arte está en el punto medio: compartir lo que transforma, cuando el alma ajena está en disposición de ser tocada.