El letargo es una condición de somnolencia prolongada, que surge a consecuencia de una situación previa. Es un síntoma cuyos signos son la insensibilidad, enajenamiento o entorpecimiento de la persona, después de que ésta haya transitado algún malestar en su salud. Dicha situación se traduce en un “conformismo” o “resignación”, por la conveniencia de no ser molestados o para evitar futuras molestias.
Las malas experiencias de gobiernos democráticos pueden ser comparadas con “dicho malestar en nuestra salud”, lo que nos han llevado a cierta pasividad cívica: circunstancia por la cual aceptamos cuestiones totalmente extrañas a una vida en armonía democrática, por el solo hecho de que lo anterior también fue pésimo.
Al cumplirse un año de la asunción de la presidencia de Javier Milei, hubo una cuestión que ha eclipsado la atención de los comentaristas políticos: las formas. El poder ejecutivo desplegó consigo toda una nueva estética de narrativa que está en consonancia con la esencia política de las alt-right de otros países.
Los adjetivos descalificativos -de fácil y rápida impresión en la imaginación-, son empleados para la simplificación de la complejidad política democrática. El insulto es puesto en práctica en una retórica cuyo objetivo es ordenar la sociedad argentina a partir de una disyuntiva moral: la gente de bien y el resto. Con ello, se configura automáticamente el límite entre amigo y enemigo.
En su ensayo El amigo, el filósofo Giorgio Agamben explica que el insulto no funciona como una predicación descriptiva, es decir, no hace referencia a algo verificable en la persona a la cual se le apunta, sino que su intención es atacar la identidad de quien es insultado. En otras palabras, el propósito del insulto es declarativo y no descriptivo. El insulto busca provocar la reacción emocional del insultado. Así, esta cuestión adquiere especial relevancia puesto que esta “acción-reacción discursiva” no queda circunscripta solamente al oficialismo y la oposición, sino que incorpora a otros actores del espacio público nacional, como periodistas, empresarios, referentes culturales y sociales. De esta manera, la discusión pública es una espiral de mediocridad.
Todas “las formas” tienen su “sustancia”. Los números macroeconómicos cerraron el año dejando a la gente afuera: el índice de pobreza se encuentra cerca del 49%; la jubilación mínima está por debajo de la canasta básica de alimentos, y la inversión en educación (conceptualizado como “gasto” para el gobierno) se redujo en 40%. Ver la luz al final del túnel no significa que todos puedan llegar a ella. La elite política argentina se entretiene entreteniéndonos.
Ante este panorama, el gran ausente es el ciudadano, entendido como el órgano activo de un Estado democrático, el demandante-beneficiario natural de derechos políticos, sociales y económicos-culturales.
Etimológicamente, la palabra ciudadano proviene de la antigua Roma, donde el civis era el perteneciente a la comunidad política, con derechos políticos que permitían su participación en los asuntos públicos. Contrariamente al civis estaba el non-civis (el no ciudadano) y el servi (el esclavo), términos de carácter despectivos que aludían a aquellos que se encontraban por fuera de la comunidad política, es decir, excluido de la discusión pública, pero que convivían en la misma ciudad: sin derechos y sometidos a todas las obligaciones.
El aturdidor silencio cívico ante tanta mediocridad de la elite política argentina solo es explicable por el sentimiento de resignación de una ciudadanía que se muestra en un franco letargo. Una ciudadanía que se siente y se piensa cada vez más como “non-civis”.
En su libro On Tyranny, Timothy Snyder alerta sobre esta situación de apagón cívico, que se traduce en el apoyo beneplácito que el ciudadano brinda al nuevo líder político. Es la conformidad o servicialidad a las formas y acciones que la política adopta en manos de quienes capitalizan el descontento social.
Esta subordinación anticipada es la que nos hace aceptar silenciosamente las palabras y hechos crueles que el nuevo líder político revolea. Esta obediencia debida tiende a normalizar el insulto y el descredito en la conformación de la discusión pública, y nos resigna a consentir lo que hay, porque lo anterior fue igualmente malo. Adoptamos “lo nuevo” sin reflexión alguna. Ante tal anuencia con el poder político de turno, ante tal somnolencia cívica, el político intensifica la confrontación.
Bertolt Brecht, poeta y dramaturgo alemán, escribió el El analfabeto político durante la década del ´30, como un intento de resistencia al nazismo. En sus líneas dice: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, ni participa en los acontecimientos políticos… El analfabeto político es tan burro, que se enorgullece e hincha el pecho diciendo que odia la política. No sabe, el imbécil, que, de su ignorancia política nace… el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos, que es el político trapacero.”
En definitiva, este gran apagón cívico que experimentamos, este analfabetismo político que ostentamos, es un autoflagelo. Es una condena autoimpuesta que solo nos conduce a ser cada vez más “non civis” en nuestro propio país, camino a ser los servi.