Cuenta Aníbal Ponce que, al morir Sarmiento, se produjo una suerte de vacío que pronto se volvió desconcierto e incertidumbre. El autor del Facundo había perdido ya su influencia de otrora (acaso porque el mundo bajo sus pies había mutado hasta volvérsele por completo extraño); en su vejez, ya casi no tenía interlocutores y, como solía vérselo hablando solo, lo habían apodado “El loco Sarmiento”. Pero aun así funcionaba como un punto de referencia. Con relación a él (o, mejor dicho, a los diferentes y a veces contradictorios Sarmientos que ese hombre había sido), posicionarían sus simpatías y su desdén las nuevas generaciones intelectuales —incluso décadas después de su muerte. Había producido una obra insoslayable, con intervenciones públicas controvertidas y comprometidas, que acreditaban sus filias y sus fobias —al tiempo que daban cuenta de un temperamento en resistencia (es decir: nunca impasible y nunca sumiso) ante a los vientos de la historia y la política nacional.
Como Sarmiento (aunque a menor escala), Beatriz Sarlo vivió y escribió una obra inmersa en ese vendaval. Crítica literaria por formación pero intelectual por prepotencia de trabajo, fue deslizándose desde su etapa de joven militante radicalizada a una madurez reformista y socialdemócrata. Transitó ese pasaje con una investida naturalidad que, por un tiempo, le permitió auscultar la compleja serie de operaciones políticas con que, en el proceso de la llamada “transición democrática”, contribuyó a redefinir el lugar del intelectual y su horizonte de intervención —hasta casi fundirlo en la sombra de una burocracia de especialismos estériles e institucionalizados. Contribuyó pues al modelado de un campo respecto del cual ella misma se escindía, reconociéndose “de otra época”.
Citaba como emblemas a Jaime Rest y a Tulio Halperín Donghi, pero su verdadero referente era David Viñas. De él había tomado no sólo un modo de mirar la cultura y la historia argentina, sino también la convicción de que la retórica era un arma de acción política. La diferencia es que, mientras la de Viñas fue siempre una invectiva de criba anarquista (propensa a la boutade, al reduccionismo por simetría y, finalmente, a la legitimación de la respuesta violenta), el razonado utilitarismo liberal de Sarlo se impregnaba de historicismo en el mismo movimiento en que se erigía en patrón de tolerancia. Viñas gustaba del ademán en intervención polémica; Sarlo se sabía diestra en la conversación pública.
Durante las primeras décadas del siglo, fue un faro de referencia. Sus arbitrajes críticos habían dejado de acotarse al campo literario para ejercerse sobre la vida política y cultural argentina. Pero en los últimos años su palabra había ido diluyéndose en el silencio de un mundo donde ya no hallaba interlocución. Con Horacio González se había ido su mejor partenaire. En él reencontraba el mito, el populismo, la teología política, el decisionismo, el barroco: todos los puntos que la incitaban a pensar y constituirse por oposición como una singularidad en la esfera pública. En un diálogo franco y abierto con un pensamiento así constituido, Sarlo podía desplegar sus mejores y más efectivas armas de seducción y persuasión: su rigor clasicista, su escepticismo ilustrado, su retórica versátil e iconoclasta, su ética democrática y su integridad progresista. Es decir: podía, sarmientina a su manera, devolver a la palabra liberal el poder de dar forma a su propia modernidad periférica.