Un día como hoy, 2 de septiembre de 1945, los representantes del Imperio de Japón firmaban el Acta de su Rendición en la Segunda Guerra Mundial -ocurrida el 15 de agosto- en la Bahía de Tokio a bordo del URSS Missouri.
En una ceremonia que duró menos de media hora y fue transmitida a todo el mundo, los representantes japoneses manifestaban su conformidad con las cláusulas establecidas por Estados Unidos, China y Gran Bretaña en Postdam el 26 de julio y a posteriori suscripta también por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Si bien se desplomaba el Imperio después de de 77 años a partir de su establecimiento por la Restauración Meiji en 1868, no perjudicaba las prerrogativas del emperador Hirohito como Dirigente Soberano, por lo que pudo gobernar hasta su muerte en 1989.
Con estos protocolos finalizaba una guerra iniciada el 7 de diciembre de 1941 cuando Japón, sin previa declaración de guerra a Estados Unidos, había destruido la escuadra instalada en la base de Pearl Harbor de las islas Hawai y de inmediato Estados Unidos e Inglaterra le declaraban la guerra.
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Una guerra que días después se transformaba en mundial cuando Alemania e Italia se la declaraban a Estados Unidos, que se transformaría en la mayor de la historia, con sus 60 millones de muertos (400 mil norteamericanos): 24 millones de soldados y 36 millones de civiles, según cálculos aproximados, sin contar heridos y desaparecidos.
En su desarrollo, la humanidad recordaría el estallido de la bomba atómica lanzada desde un avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos a las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 desde un avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos sobre la ciudad de Hiroshima, uno de cuyos tripulantes escribió: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.
“A esa hora - escribiría Juan María Alponte en su libro “Hombres en la historia”-dos pintores de brocha gorda iniciaban su trabajo diario bajo un sol venturoso y cálido. Unos instantes más tarde esos dos pintores no estaban ya sobre la tierra. Por un azar, un azar fundado en un inmenso repertorio de probabilidades –para eso son las matemáticas-, la pared sobre la cual trabajaban quedó cuarteada pero en pie. Sobre la pared, como efecto trágico de la absoluta descomposición de la materia, quedaron únicamente sus dos sombras. Durante mucho tiempo pudieron verse”.
Sobre una población de 350.000 habitantes, en Hiroshima murieron 130.000 tras la explosión o en los días siguientes; otros miles quedaron afectados por las radiaciones, y muchas mujeres tuvieron hijos con deformaciones que murieron poco tiempo después.
El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos realizó el primer bombardeo atómico en Hiroshima
Ya la URSS había declarado a Japón y ocupaba los territorios de Corea, Manchuria, las islas Kuriles y la de Sajalín, cuando el día 9 una segunda bomba atómica destruía el puerto de Nagasaki y a 80.000 de sus habitantes.
Apenas nueve y seis días después de los terribles bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki, en el llamado Día de la Victoria sobre Japón, los estadounidenses habían celebrado la finalización de la guerra que había durado tres años, ocho meses y siete días desde el 7 de diciembre de 1941, cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor.
"Japón está arruinado –escribió Edwin Oldfather Reischauer, profesor en la Universidad de Harvard–. Dos millones de muertos, arrasado el 40% de la superficie urbanizada, desaparecida la población de las ciudades, destruida la industria, esterilizada la agricultura debido a la prolongada falta de abonos y equipamientos. Un pueblo agotado que gastó su energía en la guerra, convencido hasta el fin que sus jefes triunfarían y que el viento divino soplaría como desde siempre sobre Japón. Ahora, un pueblo vaciado de toda su sustancia, material y espiritual; un pueblo hambriento, estupefacto y perdido".
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Mientras el pueblo japonés “soportaba lo insoportable” y sufría lo insufrible”, el pueblo norteamericano había vivido ese día con orgullo patriótico, consciente de que estaba viviendo un momento histórico.
Celebrando en las calles hasta altas horas de la noche, sin importar el sexo ni las edades, si eran protestantes, católicos, judíos o ateos, ricos o pobres, blancos o negros, ciudadanos comunes o famosos, lindos o feos.
Estados Unidos vivía una fiesta. Con rezos en iglesias y centros religiosos, abrazos y llantos de alegría en zonas residenciales y barrios pobres, desfiles de bandas, bailando, cantando, gritando, bebiendo, sacando fotos, como Alfred Eisenstaedt, como esa que había captado el instante en que un marinero besaba a una enfermera, que se mundializaría al ser publicado en la revista Life.