OPINIóN
Discursos

América Latina y la democracia

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El Salvador. El presidente se vestía con la capa de héroe. | AFP

Cada mañana, en algún lugar de América Latina, la gente, a veces apática, a veces esperanzada, caminaba por el mercado sin prestar demasiada atención a los discursos que resonaban desde los altavoces. En sus mentes no quedaba más que la sombra y el recuerdo frágil de lo que fue la democracia. El frío de un autoritarismo seductor ocupaba sus pensamientos.  

El liberalismo, esa figura inalcanzable que alguna vez pretendió garantizar la igualdad ante la ley, la protección del individuo frente al poder estatal y las libertades básicas, había quedado reducido a una palabra vacía. En México, la reforma judicial que mató la independencia del sistema de justicia parecía ser una herida irreversible. Los magistrados y jueces, esos viejos guardianes de la legalidad, ahora eran marionetas políticas.

Mientras tanto, en Ecuador, las balas ya no eran solo las de los narcotraficantes disputándose territorios. No, ahí la violencia se había transmutado. El crimen organizado había logrado lo que parecía impensable: colarse entre los pasillos del Congreso, infiltrarse en las instituciones judiciales, extender sus tentáculos hasta los gobiernos locales. El país ya no era solo un campo de batalla para capos de la droga; era, por primera vez, un narco-Estado. Un sistema donde la ley ya no se aplicaba a todos por igual, sino solo a quienes no pagaban lo suficiente para que la justicia se volviera ciega y muda.

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Y en El Salvador, el espectáculo era aún más macabro. El presidente, un hombre que no dudaba en vestirse con la capa de héroe en cada discurso, había “limpiado” al país de la violencia. Claro, lo hizo a un costo impensable: eliminando los derechos fundamentales de miles de personas, despojándolas de la posibilidad de tener un juicio justo. En su lucha contra los pandilleros, el Estado de derecho se convirtió en un eco lejano. En lugar de un sistema de justicia, lo que quedó fue una maquinaria autoritaria que, al final, se impuso sobre los mismos ciudadanos que, en su desesperación, lo habían aplaudido.

La paradoja de América Latina era cada vez más evidente. El continente, ese vasto terreno de promesas incumplidas y luchas perpetuas, se encontraba ante un dilema existencial: ¿Acaso el autoritarismo no era la solución? Los ciudadanos, hartos de la ineficiencia de los gobiernos democráticos, comenzaban a ceder. La democracia, esa bella utopía que exigía racionalidad, reflexión y paciencia, parecía haber sido desplazada por la promesa de un orden rígido, por un líder fuerte que, al fin, pondría fin al caos. La democracia, por supuesto, no resultaba atractiva. Requería tiempo, esfuerzo, consenso. Mientras tanto, las autocracias, como un tren rápido, llegaban con la promesa de “arreglar” las cosas de inmediato.

Así, mientras la gente en las calles de América Latina camina sin rumbo, con la esperanza de un futuro mejor, el laberinto de la historia continúa. Quizás algún día la democracia regrese a ocupar los pensamientos de la mayoría de la gente en este continente. Por ahora, parece permanecer como una vieja amiga olvidada, y mientras tanto, el espectro del autoritarismo sigue acechando, listo para envolver a quienes se han cansado de esperar la paz en el intrincado sendero de la libertad.

* Miembro de la Red de Politólogas - #NoSinMujeres